Domingo, 5 de abril de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › LEANDRO LOSADA, INVESTIGADOR DE LAS ELITES ARGENTINAS, SOBRE LA ALTA SOCIEDAD PORTEÑA
Historiador del Conicet, Losada investiga con obsesión ese mundo social que ocupa un lugar de privilegio en el imaginario de las demás clases. Aquí, una descripción de la vida en la Belle Epoque y lo que permanece como huella.
Por Soledad Vallejos
Hace unos años, Leandro Losada pensó en preguntarse por el surgimiento de la clase media. “Hay una interpretación clásica, que es la de Gino Germani, según la cual las clases medias son un fenómeno de movilidad social ascendente y de orígenes inmigratorios –dice–. Entonces me pregunté si no podía haber un proceso complementario, es decir, un descenso de las familias encumbradas tradicionales argentinas. Y para poder hablar de esa elite, primero tenía que conocerla.” Siete años, una tesis de doctorado y mucho archivo recorrido después, esa intuición se convirtió en La alta sociedad en la Buenos Aires de la Belle Epoque (Siglo Veintiuno Iberoamericana), un libro pionero que reconstruye el mundo cotidiano del momento que, según la memoria que se consulte, es arcadia, ebullición o fundación.
Leandro Losada es investigador del Conicet y se doctoró en Historia (en la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires), donde actualmente dicta clases. Viene investigando (y publicando) sobre las elites argentinas en el cambio del siglo XIX al XX en medios especializados nacionales y extranjeros. No pierde las esperanzas de que, poco a poco, el mundo social autodefinido como distinguido comience a ser explorado y conocido con más intensidad. A fin de cuentas, por algo ocuparon (¿y ocupan?) un lugar de privilegio en el imaginario de las demás clases.
Si la historia social es la que brinda los detalles para que un mundo se vuelva real, Losada supo escribirla con el tono justo para no dejarse deslumbrar, pero tampoco menospreciar, por esa cotidianidad que rodeó la gran historia político-económica del “granero del mundo”, la invención de la escuela pública (y la gauchesca como gran relato nacional), los derechos políticos para los varones y las movidas sufragistas de las primeras feministas.
–Es un mundo social para el cual no hay muchas fuentes obvias.
–Es una dificultad objetiva: resulta muy difícil encontrar fuentes que te metan en el mundo privado. Suelen ser testimonios muy mediados, correspondencias privadas como las de Cané y Roca están vinculadas con temas públicos, la vida política argentina. Pero hay otras correspondencias muy ricas para ver lo privado, la vida social, como el archivo de la familia Senillosa, una colección documental poco común. Y también se puede entrar por testimonios indirectos: las memorias, la literatura... Son registros escritos con otras pretensiones y otras finalidades. También, claro, está la prensa escrita. Finalmente, el registro que dejaron los visitantes extranjeros permite una reconstrucción y una evaluación de los contemporáneos que eran referencia sociocultural para los sectores altos argentinos que estaban haciendo ese proceso de educación mundana y enriquecimiento económico y de prestigio social. Pero es cierto que no hay fuentes naturales para el tema. Me sorprendió, porque uno piensa “es gente conocida, habrá fuentes para entrar”. Y la verdad que no.
–A veces son más los preconceptos que los datos concretos, se da por supuesto que el código era tal o cual, que sus integrantes constituían un bloque homogéneo.
–Es que depende de dónde se lo mire. Respecto del grado de sofisticación cultural, existe el tópico del rastacuero: el rico barnizado, cepillado un poquito pero con poca sustancia de sofisticación, que en realidad prepondera más en literatura de autores argentinos de ciertos círculos sociales que en la mirada de los extranjeros. Un inglés, Hammerton, dice claramente: “Esta gente peca de estirada, de rígida, de afectada, pero es así no tanto porque sean nuevos ricos rápidamente barnizados como por el hecho de estar en medio de una sociedad efervescente donde constantemente hay que hacer gestos de distinción en espacios públicos para marcar claramente el nosotros y el ellos”. La idea del rico bruto es más cosa de Miguel Cané, de Lucio Vicente López, de Juan Agustín García, puede leerse como gesto de interdicción y de pedagogía, pero a la vez como un afán de distinción hacia dentro del propio grupo social, como quien dice: nosotros somos los finos y por eso podemos decirles cómo refinarse.
–En el libro registra que ese esfuerzo en pos de la distinción a la vez sucede en el marco de la germinación de la sociedad de masas.
–Es que, por un lado, el refinamiento, la sofisticación, la sociedad europeizada, afrancesada (aunque un poco ahora lo estoy repensando, porque el sello europeo fue mucho más heterogéneo), es signo de un tiempo, se trata de un fenómeno que trasciende a la Argentina, se da en otros países latinoamericanos; inclusive, en las burguesías europeas emergentes está la versión de los usos sociales de las aristocracias europeas. Tiene que ver con la consolidación de una economía capitalista en Occidente y con los rasgos sociales que trae aparejado eso con respecto a las jerarquías. En la Argentina el proceso no es original, aunque sí resultan llamativos sus ritmos: ya en el Centenario se destaca la sofisticación. El acento poco prestigioso está en la sobreactuación, pero nunca en la falta de conocimiento.
–En el afán de ser distinguidos, exageran el ejercicio mundano.
–Sí, pero el niño bien que tira manteca al techo en el 900 no es el rastacuero que menciona Lucio López en 1870. Esos niños bien viven la buena vida y a la vez la sobreactúan, derrochan, hay un reviente de los hijos de la sociedad.
–Jorge Newbery, Aaron Anchorena eran de ésos...
–Eran intrépidos, muy temerarios de alguna manera. Aparte, ese tipo de personajes, como para matizar el lugar común de niño bien que dilapida, es un tipo social que trasciende la clase alta argentina. Probablemente los argentinos hayan sido más ostentosos y menos prudentes en sus conductas y tenían esos lugares comunes de “rico como un argentino”, que tiraba manteca al techo en París, pero insisto en que es la acentuación de una conducta que es parte de una época. Eric Hobsbawm en La era del imperio tiene un capítulo muy lindo sobre los dilemas morales de la burguesía: ¿cómo conciliar esa idea meritocrática de self made man propiamente burgués con vivir a pleno los placeres que ofrece un momento de enriquecimiento inédito, donde además tenés constantemente renovaciones tecnológicas, que no hacen más que acentuar las ganas de gastar guita y de pasarla bien? Por algo se llamó la belle époque, ¿no?
–Al referirse a los clubes como el Jockey señala que es un ámbito de socialización que prescinde de la charla sobre lo público. No es fino hablar de la política.
–No, no es fino, y de alguna manera era un síntoma de rémoras bárbaras. Una preocupación constante de la época para las elites era superar lo que se llamaba política criolla, teñida con las dinámicas facciosas. El Jockey tiene una separación en relación con la política porque no se fija entre sus objetivos ningún hecho político: se crea para fomentar la cría de caballos de carrera. Hay una justificación pública para ese hobby: que es dotar al país de una industria. Se podría pensar un paralelo con la Sociedad Rural, que alienta la cría de ganado vacuno y su refinamiento, en el sentido de que la sociabilidad de elite siempre quiere legitimarse públicamente: no pueden declarar que hacen un club para nada, es como si tuvieran que darle una legitimidad republicana a lo que hacen.
–¿Cómo se explican las columnas de sociales en la prensa escrita? ¿Por qué esa vidriera?
–En un primer momento aparecen con la idea de comunicar noticias entre las familias encumbradas ante el crecimiento de la sociedad que dificulta la relación cara a cara. Después, en el 900, puede ser una vidriera para mostrar el lugar social de esta gente ante el resto de la sociedad. Ahí empiezan a aparecer relatos, crónicas, descripciones muy minuciosas del ornamento y la arquitectura de las casas, de los vestidos de las personas, en el Corso de las Flores de Palermo cómo era el ornato de cada carruaje... entonces sí hay como una manera de construir socialmente a la alta sociedad como un grupo sofisticado. Lo difícil es saber a ciencia cierta qué recepción tuvo eso, aunque está el dato de que esos diarios tenían tiradas de decenas de miles de ejemplares cotidianos. Ahora, si se toma como indicio la asistencia que había a los eventos sociales que tenían a la alta sociedad como protagonista, evidentemente era un actor que concitaba mucho interés. Por eso mismo, la búsqueda de distinción atenúa de alguna manera la búsqueda de tranquilidad; los diarios condensan eso de manera circular: éstos son los distinguidos, pero por eso todo el mundo los conoce. Se podría jugar con una expresión muy de la época que es “la gente conocida”. Yo creo que en un momento la gente conocida delimita el “entre nos”: la gente que se conoce entre sí; pero luego es gente que la sociedad conoce y reconoce como gente distinguida.
–¿Algo permanece como herencia o huella de ese mundo?
–Creo que no desapareció, pero sí perdió eco. Los años ’30 representan un corte: por circunstancias políticas, económicas, todo lo referenciado a este círculo social es socavado en su legitimidad. Es un mundo que cae presa del ritmo de los tiempos, y en la Argentina además va a pasar a ser visto con mucho prejuicio como consecuencia de los cambios políticos y económicos. Desaparecer no desaparece, pero no genera mucho interés hacia afuera. Es cierto que de alguna forma es símbolo de prestigio, se ve, por ejemplo, en que hay marcas como la de cigarrillos Jockey Club, la publicidad muy famosa de un auto fotografiado ante el Jockey. Hay figuras que viniendo de este círculo lograron un arraigo popular muy fuerte, como es el caso de Jorge Newbery, que fue el primer ídolo popular argentino. Es curioso: al lado del rico estanciero corrupto de los ’30, está el Newbery evocado en los tangos. Lo que pierden es exclusividad como modelo sociocultural, al tiempo que hay un humor social menos proclive a festejar sus usos y costumbres.
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