Domingo, 5 de abril de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mempo Giardinelli
Uno ha preferido esperar algunos días para despedir y honrar al ilustre presidente fallecido. El doctor Raúl Alfonsín es parte de nuestras historias personales –como de millones de argentinos y argentinas que fuimos sus contemporáneos– y al menos a la distancia el silencio también ha sido homenaje luctuoso.
Somos muchos, muchísimos, los que desde los más diversos rincones del país hemos acompañado, estos días, tanto a la familia de quien fuera inclaudicable demócrata y honorable Presidente de la República, como a sus correligionarios e incluso a los miles, millones de compatriotas anónimos que sintieron –sentimos todos– un auténtico dolor por la pérdida de este gladiador de la Democracia.
Pero el haber dejado pasar unos días –además de por respeto y distancia, por vocación de no engrosar un coro– casual e inesperadamente hizo ver, también y una vez más, el comportamiento chiquito de gran parte de nuestras dirigencias y ni se diga del pésimo periodismo televisivo que padecemos.
Lo que debieron ser jornadas de recogimiento y homenaje a un gran compatriota –y ciudadano ejemplar– acabó siendo un torneo de obviedades con propósitos sectarios.
Estos días vimos, escuchamos y leímos a muchos, y muchas, diciendo que “a pesar” o “más allá” de los errores de Alfonsín, y de “las diferencias” que tuvieron con él –que a nadie le importan, digámoslo– ahora lo más importante “fue ver a tanta gente despidiéndolo...” A lo que seguían remanidas preguntas a paneles predispuestos de respondedores que sugerían que, “en realidad”, el adiós a Alfonsín era un acto de oposición republicana.
Tan estúpido todo como la actitud de los que ya empiezan a utilizar al dengue para la próxima campaña electoral. Más de 25 años de gobiernos democráticos de todos los colores, con ningún partido, ideología o medio periodístico capaz de resistir acusaciones por la pésima prevención de enfermedades en el Chaco, parece que no les enseñaron nada.
Por eso pensar, creer y decir –como se vio, escuchó y leyó estos días–- que hubo tanta gente en las calles aledañas al Congreso de la Nación porque “la gente quería expresar su disgusto” con el gobierno actual; o que “la gente se volcó a las calles para hacer de la despedida a Alfonsín un acto de protesta”, es tan idiota como cretino.
Idiota porque delata desprecio hacia los sentimientos profundos de un pueblo que simplemente, y maravillosamente, expresó su genuino dolor por sobre banderías y especulaciones. Cretino porque a la hora de su muerte el doctor Alfonsín no merecía esas bajezas.
De su mano firme y convencida los argentinos inauguramos los nuevos caminos de la Democracia. Por encima de intereses partidarios, despojado de egoísmos personales y gobernado siempre por su amor a la Patria, Alfonsín nos deja un ejemplo de civilidad y conducta que los habitantes de este país tendremos que honrar siempre. Como se honra a San Martín y a Sarmiento, a Yrigoyen y a Perón.
El presidente Alfonsín gobernó con honradez y convicciones. Como otro gran radical, Arturo Umberto Illia, su vida toda fue un ejemplo de respeto y defensa de los principios de la libertad y el estado de derecho. Alfonsín defendió los intereses de la nación por sobre cualquier posible beneficio personal. Y lo hizo con sabiduría, olfato, diálogo, pasión política y sentido de grandeza y de construcción del relato de la Historia. Ese es su legado. Toda relativización de sus méritos, toda interpretación sectaria y todo pretendido uso político es canalla.
Por eso el respeto a su recuerdo sólo exige renovar el compromiso democrático –el nuestro, el de cada uno– y rechazar las segundas intenciones de estos enanos de la política y del periodismo.
El doctor Alfonsín nos compromete a seguir trabajando por un país mejor: con educación y trabajo, con decencia y perseverancia, con respeto al derecho ajeno y siempre en libertad, con sana independencia y espíritu solidario.
Que descanse en paz y que lo recuerde y venere así la República Argentina toda.
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