Domingo, 31 de enero de 2010 | Hoy
EL MUNDO › ESCENARIO
Por Santiago O’Donnell
Tenemos que hablar del discurso de Obama. El martes a la noche, en una sesión bicameral del Congreso, Obama pronunció el discurso que allá en Estados Unidos llaman del “Estado de la Unión”. Vendría a ser el equivalente a los discursos que el presidente o la presidenta dan acá todos los años para inaugurar las sesiones legislativas.
Obama había arrancado su mandato en la cima de la popularidad, pero tras un año por debajo de las expectativas, por decirlo suavemente, sus índices de aprobación están en caída libre y ya se acercan a los cuarenta puntos, un piso impensable doce meses atrás. Por eso estuvo bueno que reconociera que se equivocó.
Dijo que su principal error fue haber perdido el contacto con la gente. Eso está claro. Por más que se haya pasado meses enteros recorriendo el país con sus foros ciudadanos sobre la reforma sanitaria, es evidente que perdió el contacto con la gente. Lo dicen todos los sondeos de opinión: él quería una cosa pero la gente pedía otra y por eso fue perdiendo popularidad.
El quería, claro, reformar el sistema de salud. Por eso se la pasó viajando y hablando del tema. Para darle cobertura al menos a buena parte de los 42 millones de estadounidenses que no la tienen y para mejorar la cobertura que reciben los demás. Esa había sido la principal promesa de su campaña.
Bah, ha sido la principal promesa de campaña de todos los candidatos y precandidatos demócratas del último siglo, pero ninguno de ellos había podido cumplirla. Obama quería romper esa racha y entrar en la historia por la puerta grande.
Una apuesta ambiciosa, una batalla durísima. Nada menos que los nenes de la industria del seguro y la industria farmacéutica, más la burocracia estatal, la industria del juicio, la corporación médica y los dueños de los hospitales privados.
Pensó que había que golpear de entrada, en plena luna de miel, con viento de cola y mayorías amplias en las dos cámaras del Capitolio. Y decidió que a la reforma la vendería él, por lejos el personaje más popular de su gobierno, que la reforma sería él.
Y se equivocó porque la gente no quería hacer historia, quería llegar a fin de mes. Quería que se dejara de joder con los grandes temas internacionales como las guerras y el medio ambiente, con el show off de dirigir personalmente la operación de rescate del capitán secuestrado por piratas somalíes en la otra punta del mundo.
Que se deje de joder. Todo el día discutiendo con la oposición republicana y los lobbies de los gigantes del sistema de salud, como si fuera la madre de todas las batallas. Mientras tanto ellos tenían que soportar la peor crisis económica desde la Gran Depresión.
Querían que bajara el desempleo pero el desempleo no bajó, querían que cambiara la economía pero la economía no cambió.
Porque Obama estaba en otra cosa y porque no quiso abrir otro frente con los nenes de Wall Street. Entonces les dio un megarrescate y los dejó tranquilos y ellos hicieron lo que saben hacer cuando los dejan tranquilos: record de ganancias en la Bolsa, bonificaciones estratosféricas, cero regulación, cero reforma, cero derrame hacia la economía real. Derivativos, banca off shore, bonos basura, carteras tóxicas, paraísos fiscales. Más de lo mismo pero con algunos agravantes. Más de lo mismo pero en medio de una terrible crisis que ellos mismos generaron. Más de lo mismo pero con fondos públicos. Fumando la guita del megarrescate.
El martes Obama reconoció que el megarrescate había sido “tan popular como un tratamiento de conducto en una muela”. Horas antes había sacudido el ambiente al imponer las regulaciones más estrictas que había conocido Wall Street desde los tiempos de Roosevelt. Algo es algo.
Ahora dice que va a ocuparse de la gente y de sus problemas. Dice que la reforma de salud tiene que salir, pero ya no es la prioridad. Admite que el mundo sigue existiendo, pero sólo le dedicó nueve minutos en un discurso de hora y media.
En cambio de economía habló largo y tendido. Propuso una reducción de impuestos para los dueños de las pymes y un paquete para reconvertir empresas al uso de energía no contaminante. Hasta tren bala propuso. Claro, para un país de primer mundo. Y prometió mucha obra pública. A financiarse con los millones que les prestaron a los bancos. Que devuelvan la guita, desafió Obama, ya que tan bien les fue el año pasado, a juzgar por las grandes bonificaciones que se repartieron.
Porque aunque lo acusen de populista, la pulseada con Wall Street, con los lobbies y con la burocracia de Washington recién empieza, dijo el presidente. “Acabo de terminar el discurso del Estado de la Unión y quería mandarles unas líneas para que sepan que no me daré por vencido”, escribió en el Facebook.
O sea, se nota un cambio, al menos en la retórica. Se nota la intención de hacer, o al menos decir, lo que le pide la gente. Cuando le pegó a Wall Street el martes, aplaudieron hasta los legisladores republicanos, que no son ningunos tontos.
Y porque no son tontos hicieron todo lo posible para frenarle la reforma de salud a Obama, para forzarlo a perder el tiempo peleando contra ellos mientras se estira el desenlace y se desgasta la imagen presidencial porque la gente prefiere que ponga sus energías en otro lugar.
La reforma ya tiene media sanción, pero hace dos semanas los republicanos ganaron una elección en Massachusetts por la banca de Teddy Kennedy que les quitó a los demócratas la “supermayoría” en el Senado. El ganador, Scott Brown, había nacionalizado la campaña, pero Obama podría haberse hecho el distraído. Sin embargo, el presidente reconoció el martes que el derrotado había sido él, y que la derrota había sido “merecida”.
Porque la gente allá en Estados Unidos no quería que los políticos se pelearan todo el tiempo. Quería que se pusieran de acuerdo en alguna cosa y que hicieran algo, y si sirve para mejorar la economía y combatir el desempleo, tanto mejor.
El martes Obama habló de la herencia recibida y del obstruccionismo sistemático de la oposición. Pero en vez de echarles la culpa a los demás se hizo cargo –perdí el contacto, merecí perder– y llamó al diálogo, o más bien al cogobierno: “A los líderes republicanos que van a insistir en que 60 votos en el Senado son necesarios para hacer cualquier cosa en esta ciudad –una supermayoría– entonces la responsabilidad de gobernar ahora es de ustedes también. Decirle no a todo podrá ser buena política en el corto plazo, pero no es liderar”.
A veces es bastante obvio lo que pide la gente, pero los presidentes, sumidos en sus entornos, no siempre lo entienden. El martes Obama dio señales de entender.
“No es que yo crea que la prioridad de los estadounidenses sea asegurarse sus empleos –arrancó diciendo–. La prioridad de los estadounidenses es asegurarse sus empleos.” Era el reconocimiento que todos los estadounidenses querían escuchar.
No es que Obama se merezca el aplauso por reconocer sus errores y decir que va a pegar un golpe de timón. Es lo menos que puede esperarse de un presidente después de un año entre malo y desastroso. Aun así, del dicho al hecho hay todo un trecho y, más que palabras, lo que exigen los estadounidenses son acciones concretas que arrojen resultados palpables.
Tampoco hace falta coincidir con las prioridades de la opinión pública norteamericana. A uno le gustaría que Obama se ocupara un poco más de las chanchadas que dejó Bush por el mundo, pero se puede entender que allá las urgencias sean otras.
Por eso tenemos que hablar del discurso. Porque cuando a un presidente las mediciones le dan mal, no un día o una semana porque tomó una medida necesaria pero impopular, sino varios meses de deterioro progresivo, entonces es que algo no funciona.
Cuando eso pasa está bueno que la persona aludida por lo menos reconozca que algo se está haciendo mal, que se comprometa a escuchar más a la gente y que se dé cuenta de que algunas cosas tienen que cambiar.
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