Domingo, 28 de noviembre de 2010 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Eric Nepomuceno *
Poco antes de las nueve y media de la noche de ayer, el clima alrededor del “Complexo del Alemán” –un conglomerado de más de diez favelas, donde viven alrededor de 50 mil personas en la región norte de Río– alcanzó el grado máximo de tensión. El local, un intrincado de callejuelas y construcciones que se amontonan desordenadamente, estaba cercado desde el día anterior por unos 800 hombres del ejército altamente entrenados (unos 500 de ellos con experiencia en las misiones de Haití, donde ejercieron funciones de policía en zonas de conflicto), además de otros tantos policiales militares. Su función era controlar todos los accesos a la favela.
Adentro de esa geografía irregular y sombría, estratégicamente ubicados, por lo menos 240 policiales militares de elite, el tan temido BOPE (Batallón de Operaciones Especiales). Durante toda la tarde tres helicópteros blindados (dos del ejército, uno de la policía) sobrevolaron la favela. Tanques de guerra, además de tanquetas y blindados de la marina, se posicionaron para invadir en cualquier momento una de las ciudadelas más bien guardadas –y más feroces– del narcotráfico en Río.
Bien antes, a las ocho, se agotó el plazo dado para que los narcotraficantes allí reunidos (se calculaba que alrededor de 600 hombres fuertemente armados) se rindiesen. A esas alturas, solamente 31 de ellos –inclusive el número dos del comando local de la banda Comando Rojo– habían acatado el llamado de la policía.
El clima era de todo o nada. Cada tanto se oían ráfagas de fusiles y artillería pesada. Desde la oscuridad del cerro, se veían las trayectorias de las balas disparadas contra los helicópteros. En callejuelas y callejones, el silencio de los desiertos. En cualquier momento aquel escenario de cementerio podría ir por los aires.
Todos estaban a la espera de la palabra del gobernador de Río, Sergio Cabral. Pero no habría palabra alguna antes de que los responsables por las tropas y equipos del ejército y de la marina (hombres con aparatos de visión nocturna, tanques, tanquetas, blindados, helicópteros especialmente artillados, agentes especiales de la policía federal) dijesen qué es lo que el gobernador podría decir. Porque al pedir ayuda federal el gobernador tuvo que firmar un reconocimiento de “incapacidad de mantener el control y la seguridad pública”. Es decir, se puso bajo una intervención blanca, silenciosa, de las fuerzas federales. Era eso y quizá ganar la guerra, o seguramente perderla.
Y exactamente en este punto reside el gran problema que Río afronta: ¿hasta qué punto es viable transformar la inexistencia de una política de seguridad pública en un tema bélico? ¿Hasta dónde va la colaboración de las fuerzas armadas con el orden público? ¿Militarizar la cuestión es una buena salida?
Hay una alternativa, ya utilizada en varias ocasiones: llegar a pactos invisibles con el narcotráfico. A estas alturas, era eso o recurrir al ejército. Y en ese punto reside el drama: la segunda alternativa puede ser tan peligrosa como la primera.
Hay ejemplos positivos, o relativamente positivos (Italia), y hay ejemplos catastróficos (México) de transformar la cuestión del narcotráfico y de la seguridad pública en tema militar. Porque, en el fondo, el gravísimo problema que puso a la población de Río frente a frente con el poder bélico y la capacidad aterrorizante de los que controlan cerros y favelas es la ausencia total de una política de seguridad pública que va mucho más allá de acciones policiales. Que abra espacio para la recuperación de territorios, por cierto, pero que a la vez recupere poblaciones para la ciudadanía.
México puso 50 mil hombres de las fuerzas armadas para combatir el narcotráfico. Pasados cuatro años, el resultado es desastroso: en Ciudad Juárez, por ejemplo, uno de los polos de los narcos, hay una media de 27 asesinatos por día. Más de uno por hora. Son narcos que asesinaron a miles y miles de personas y, excepto por ese dato, nada cambió. Es mucha sangre a cambio de nada.
Mucho se habla, en Río, de recuperar y retomar el control sobre territorios ocupados por los narcotraficantes. Pero se habla solamente en términos militares.
Mientras no se hable en asumir el control social de esos territorios –es decir, implantando escuelas, guarderías, un sistema de salud por más mínimo que sea, de cultura, de sanidad– todo va a seguir igual.
Cuando cierro esta crónica, todavía no se invadió el Complexo del Alemán. El pánico sigue palpable en el aire, tan palpable como la sangre de los más de 50 muertos de esos últimos días. Y todavía nadie explicó qué se hará después que las tropas militares cumplan con el rol que la policía no supo cumplir, y que alguien le diga al gobernador qué es que él puede decir.
* Periodista y escritor.
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