Domingo, 28 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Lilia Ferreyra
El único perro que quiso Rodolfo Walsh, a quien sus íntimos amigos y compañeros llamaban El Capitán, fue el Perro. Le puso el ojo a mediados de la década del ’60, cuando Horacio tenía poco más de veinte años y ya sabía todo lo que hay que saber del oficio de periodista. “No sólo sabe; sabe cómo poner en acto lo que sabe”, dijo Rodolfo y no dudó en convocarlo para encarar, junto con Rogelio García Lupo, su compinche desde los años juveniles, el desafío de hacer el Semanario de la CGT de los Argentinos que lideraba Raimundo Ongaro. Así fue que lo conocí, una tarde de aquel lejano marzo del ’68, cuando Horacio entró a nuestro departamento con su perrito Miguel en brazos. No necesitó que El Capi alargara la justificación política del proyecto y a los pocos minutos ya estaba organizando la salida del semanario: que el papel, que la diagramación y el diagramador –”el Oso Smoje”, propuso–, que la imprenta, ¿y la gráfica: fotos o un ilustrador? (creo que en su cabeza ya tenía el nombre del Lolo Amengual), ¿y los colaboradores? ¿y el estilo de escritura? Y así siguió mordiendo todos los bordes del formidable trabajo mientras Rodolfo sonreía casi aliviado y yo le daba jugo de naranja a su bebé.
Unidos por la tarea militante en el Semanario, en el Peronismo de Base, en Montoneros y el periódico Noticias, compartieron los tumultuosos años ’70 en los que se fue entretejiendo una amistad muy especial cimentada en el rigor de los análisis críticos, en filosas discusiones pero sobre todo en la convicción de necesitarse mutuamente más allá de la diferencia de edades y temperamentos.
En marzo del ’77, pocas semanas antes de su secuestro, en una de las tantas noches en que hablábamos del riesgo de caer en manos de comandos militares, Rodolfo me dijo casi como un mandato y un legado que si a él lo llegaban a desaparecer, lo primero que yo debía hacer era llamarlo a Horacio. Sabía que el Perro iba a continuar con los trabajos que quedaran inconclusos y con el ejercicio de una concepción del oficio del periodista enraizado en el compromiso político con su época. Pero también para dejarme bajo su cuidado y protección. Los años transcurridos desde entonces dan testimonio de la lúcida certeza del Capitán sobre el porvenir de su ausencia.
Porque fue con Horacio con quien hicimos innumerables copias de la Carta a la Junta en el mimeógrafo que tenía escondido en el placard de su casa, y fue Horacio quien retomó Ancla en junio del ’77 y preservó los despachos de la Agencia Clandestina al mismo tiempo que hacía jugosos asados en un rincón arbolado del club Ferro para distraer la tristeza. Y fue Horacio quien potenció con sus notas y su libro sobre la prensa clandestina la memoria de Rodolfo en los primeros años de la democracia.
El legado del Capitán fue para mí la llave de una entrañable amistad que se forjó en esos tiempos difíciles hasta hacerse incondicional... con algún ladrido feroz de vez en cuando. Por todo eso y por todo lo que queda en el tintero por falta de espacio, gracias, Horacio.
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