Domingo, 28 de abril de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Eric Nepomuceno
La verdad verdadera es que Brasil va muy retrasado en el rescate del pasado y de la memoria. En relación con justicia, ni hablar: hace tres años la corte Suprema de mi país revalidó la esdrújula Ley de Amnistía decretada en plena dictadura militar, asegurando irreversible impunidad a los criminales que impusieron el terrorismo de Estado y secuestraron, torturaron, violaron, asesinaron. Impusieron el horror y están impunes.
En el mapa del mundo unas cuarenta naciones se lanzaron al dolorido viaje en búsqueda del pasado y la verdad. Algunas, con el destacado ejemplo de Argentina, se lanzaron a fondo. A estas alturas hay en Argentina más de 200 agentes del Estado –militares, policías, civiles– juzgados, condenados y presos, incluso dos genocidas que fueron dictadores supremos, Jorge Rafael Videla y Reynaldo Bignone. Y los juicios prosiguen, desde que en 2004 el fallecido presidente Néstor Kirchner permitió al abogado Eduardo Luis Duhalde, su secretario de Derechos Humanos, anular la vergonzosa amnistía decretada por Carlos Menem.
Brasil cuenta, desde marzo del año pasado, con su Comisión de la Verdad. Y luego de ese tiempo, sus integrantes empiezan a recibir críticas de varios sectores progresistas de la sociedad (bueno, de los militares, claro, ni hablar: hicieron de todo para impedir que fuese implantada y, con el buen auxilio de la prensa hegemónica, conservadora por definición, no dejan de bombardearla).
La razón de las críticas: la excesiva lentitud de los trabajos y la poca o nula transparencia. Hasta la presidenta Dilma Rousseff, ella misma víctima de cárcel y torturas de los veinte a los veintidós años, no esconde su malestar. Pidió más acción, más agilidad y principalmente transparencia. Dice Dilma que es necesario crear algo parecido a una conmoción nacional. Que, por ahora, no ocurrió, y dudo mucho que ocurra.
Mi país ha preferido (y sigue prefiriendo) olvidar el pasado, adormecer la memoria e ignorar la verdad. Y nuestra muy peculiar corte suprema optó por refrendar una Ley de Amnistía que, si en su época fue la única posible de alcanzar, hoy día es una aberración sin límites. Una corte suprema cobarde y vil, la de mi país.
Pese a todo, hay que reconocer que contar con una Comisión de la Verdad no deja de ser un avance. Pero duele.
Las limitaciones de la Comisión de la Verdad son enormes. Para empezar, no puede siquiera recomendar punición alguna: la maléfica Ley de Amnistía sigue vigente.
Pero hay otras limitaciones. El grupo de siete brasileños considerados ilustres –y casi todos efectivamente lo son– cuenta con dos asesores por comisario. Es decir, tenemos 21 personas trabajando en régimen de tiempo integral. Hay, claro, otros ayudantes. Pero el núcleo es esa mezquindad. En Sudáfrica, hubo 400 personas.
Pero la peor limitación es otra: la recalcitrante determinación de no revelar detalles mientras ocurren los trabajos.
La Comisión tiene poder legal de convocar testimonios. Se sabe que al menos 15 represores comparecieron. ¿Qué dijeron? ¿Quiénes son? ¿Qué hacen hoy día? No se sabe.
Algunos miembros de la Comisión quisieron que se revelara el paso a paso de su trabajo. Otros no. Y con eso, nada.
Y sin embargo, se avanza. A la par de la Comisión Nacional, se instauraron comisiones estaduales. Y algunas se muestran especialmente activas y osadas.
La de Rio Grande do Sul, por ejemplo, avanza sobre un tema tenebroso: las acciones de la Operación Cóndor, acuerdo entre las dictaduras del Cono Sur para secuestrar y asesinar disidentes. Poco a poco se obtienen datos sobre secuestros de argentinos y uruguayos en Brasil.
La de San Pablo es, quizá, la más contundente. A principios de abril, se oyó el testimonio de una reconocida socióloga, Marise Egger Moellwald. Ella en octubre de 1975 fue presa. Contó que las mujeres sufrían abusos sexuales todo el tiempo. Contó del horror que vivió, que vivieron.
No se trata de revelar algo nuevo. No. Se trata de oír la voz de los que sufrieron, y que no se conforman con la impunidad. De oír nombres. De eso se trata: de contrastar la dignidad de los derrotados con la prepotencia abyecta de los vencedores.
Que, a propósito, ¿son vencedores de qué, además de su infamia?
También se tuvo acceso a la lista de visitantes de los centros de tortura de San Pablo. Empresarios, periodistas y diplomáticos norteamericanos. Que iban a asistir a las sesiones de tortura. Cómplices vulgares y baratos.
Sí, sí, es poco, muy poco, lo que se logra poco a poco. Pero es mejor que nada. En mi país, repito, la sociedad prefiere el silencio y el olvido.
Recuerdo a mi buen amigo Eduardo Luis Duhalde diciéndome: “Sí, sí, estoy de acuerdo, hay que dar vuelta la página. Pero antes hay que leer y revelar lo que está en ella”.
Ojalá eso se logre alguna vez en Brasil. Y ojalá alguna vez mi país tenga la dignidad de no sólo reconocer lo que pasó, sino de hacer justicia y merecer su propia memoria.
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