Viernes, 2 de septiembre de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Más allá de los sucesos de las últimas horas, Horacio González rastrea en la historia brasileña, sobre todo en los momentos constitutivos del varguismo, el brizolismo y el PT, las líneas que permiten una mirada más profunda sobre el golpe contra Dilma Rousseff y el país que encarna.
Por Horacio González
En su discurso de defensa, Dilma Rousseff citó una continuidad histórica que no era frecuentada habitualmente por el PT, fundado en una decisiva fisura, en un recodo irrepetible de la historia social brasilera -entre fines de los 70 y comienzos de los 80–, por los sindicatos metalúrgicos de San Pablo, sectores de la izquierda, las comunidades eclesiásticas de base, y hasta con la influencia de Félix Guattari y, por cierto, de la Universidad paulista, la más avanzada del país. Todo ello, luego que Lula se desdijera de una de sus frases imprecisas y precarias de los comienzos, pero muy restrictiva: “lugar de intelectual es la universidad”. Desmintiendo ese primer enfoque sindicalista despolitizado, el PT recorrió en más de treinta años un accidentado camino que es necesario recordar en los cartapacios de una gran historia, no siempre evocada con sutileza.
Dilma, no obstante, en su bien moldeado y enérgico discurso en el Senado, antes del vil derrocamiento que acaba de ocurrir, enhebró una larga historia brasilera. En su brava lectura, Dilma mencionó el suicidio de Vargas en 1954, los intentos de golpes contra Juscelino Kubischek y el golpe del 64 contra Joâo Goulart como puntos elevados de su mensaje en el Senado. No dejó de aludir a su militancia en la insurgencia armada, recordando la foto ya famosa de su interrogatorio por los militares, y comparó su actitud de mirar a los ojos a los represores, con esa misma mirada que ahora le dirigía a esos senadores conjurados, parte de un Parlamento de los peores que registra la historia latinoamericana, con diputados que vivaban al Duque de Caxias (el verdadero vencedor de la Guerra contra Paraguay) y al militar, con nombre y apellido, que torturó personalmente a Dilma en años lejanos, en el sur del país. Para ella era el mismo coraje en situaciones distintas, agregó Dilma.
Sobre Getúlio Vargas, abundó Dilma en mencionarlo como el autor de las Leyes de Trabajo (como es sabido, inspiradas en la década del 40 en la encíclica Rerum Novarum). No es posible dejar de pensar cómo aparecen ahora estas indicaciones históricas en un Partido cuyas condiciones de nacimiento lo obligaban a desprenderse del pasado con desinterés de principiantes, pero que era un pasado al que le incumbía investigar siendo el propio PT un inesperado, consagrado y díscolo heredero.Tarde o temprano, esa conciencia sobrevendría. En su momento de crisis máxima, ahora, acosado por las mismas derechas guarecidas en las semejantes vetas subterráneas que al emerger dieron los golpes del pasado o llevaron a Vargas al suicidio, el PT busca antecedentes, filones que parecen ya difuminados de una memoria antigua, hábitos que desde su surgimiento nunca había incorporado plenamente. Dilma ofreció un encadenamiento histórico bien fundado y sensible a la historia de más de medio siglo de política y tragedia brasilera. Ninguno de estos hechos (1954, 1964), tiene un hilo conductor meramente repetitivo, pero su trasfondo es la secuencia golpista zigzagueante que recorre el país. Vargas no tenía escapatoria pues iba a ser citado por el Tribunal que a instancias de su gran rival, Carlos Lacerda, se desarrollaba en la Base Aeronáutica del Galeâo, y la acusación no hacía fácil su defensa, pues los acusados de atentar contra el propio Lacerda eran personajes menores de su guardia personal, al parecer ligados al propio jefe de esa guardia de Vargas. En ese atentado contra Lacerda –antiguo jefe de las fuerzas del orden conservador en Brasil–, había muerto un oficial aeronáutico, su custodio.
De ahí que las fuerzas armadas pueden convertir la trama jurídica del juicio en un emplazamiento y cerco final a Vargas, que a pesar de su gesto de ultimación siempre fue recordado por las izquierdas brasileñas bajo la incómoda faz del “primer Vargas”, el que traza su legislación laboral a imagen de la Carta del Lavoro mussoliniana. Pero Vargas tiene muchas más aristas, pertenece a la escuela honorífica de los grandes políticos latinoamericanos, como Alem, Lisandro de la Torre o el uruguayo Brum. Vargas se suicida con una carta enigmática, con la arrogancia del ansioso de gloria a costa de su existencia, carta que conmueve al país y a toda Latinoamérica (El curioso visitante del Museo de Catete, en Río, hoy puede ver el pijama aun orlado en sangre de Getúlio, a modo de un esmalte lejano y seco, a la altura del corazón y del vago recuerdo de una antigua tragedia). El discutido presidente, contra el cual se había alzado el legendario teniente comunista José Carlos Prestes en los años 30, se dedica primero a combatir al PC(donde había menos obreros que jóvenes militares, y que llegan a “gobernar” varios días la ciudad de Natal, resiste en Recife, y aun varias horas en Praia Vermelha, en Rio; acontecimientos narrados por un escrito clásico brasileño, “Memorias de la cárcel”, de Graciliano Ramos) y luego, se suceden con el partido pro-soviético alianzas y acercamientos a la sombra de las fuerzas mundiales en pugna. Prestes había sido saludado en un poema por Neruda y era hacia los 40 la máxima figura del comunismo brasileño. Llega a cuestionar la posición del comunista argentino Vittorio Codovila en relación al peronismo. En tanto, el “udenismo” –la UDN, sigla estrepitosa del conservadorismo ancestral brasileño, encarnará el espíritu del golpe crucial del 64 y no es difícil, ya disuelta, encontrarla repetida en los rumbos que luego tomó Fernando Henrique Cardoso– cuyo nombre es el signo mayor de la desventura de la conversión al institucionalismo de derecha (que no desecha el “golpismo patriótico”) de numerosos intelectuales latinoamericanos. Vargas (el último Vargas), era más parecido a Yrigoyen que a Perón, y había advertido que las Fuerzas Armadas brasileñas (a las que el general y presidente Agustín P. Justo les había entregado su espada, descontento con la neutralidad argentina en la Segunda Guerra Mundial) destinaban un gran destacamento a Italia, para perseguir al nazismo en retirada y actuando esos conscriptos brasileros, los “praçinhas”, al amparo del V cuerpo del Ejército Norteamericano, cuyo jefe, el general Vernon Walters, regirá luego en silencio conspirativo, las sucesivas políticas de las derechas brasileñas. Este general de la CIA ha muerto hace tiempo, pero su alma flotante, si remedáramos cierta vulgata umbandista, es muy movediza y hoy se halla instalada en el triste cuerpo viviente del sórdido Michel Temer.
Vargas, que en su retorno se había puesto el póstumo traje del nacionalista industrialista, construye altos hornos y coquetea con el simultáneo peronismo –sobre todo el joven Goulart, su ministro de trabajo–, pero esas mismas fuerzas armadas que vuelven de los últimos sangrientos combates al amparo de los militares norteamericanos en los campos de Italia –en Monte Castelo, cerca de Boloña–, ya tenían un largo proyecto golpista que recién logran concretar en 1964. Allí está Lacerda en primera fila, aunque luego este famoso jefe del liberalismo de derecha reclamaría institucionalidad a Castelo Branco, el presidente militar.
El ciclo político de los militares –a Castelo lo suceden Medici, Geisel y Figueredo– dura casi dos décadas, en medio de grandes transformaciones sociales y culturales. Hay diferencias con Argentina. En primer lugar, la discusión sobre la represión contó con un sector militar que la amortiguó. El general luterano Geisel, se pronunció varias veces en torno a esa delicada cuestión, e inició un lento proceso político llamado “apertura”, que paradojalmente contó entre sus partidarios a un cineasta genial, Glauber Rocha, que buscaba hace años el talismán mesiánico o milenarista del resurgimiento popular brasilero inspirado en las formidables narraciones del novelista Guimarâes Rosa. En segundo lugar, una política económica que protegía el mercado interno. Pero el golpe del 64 había sido, con demora, el golpe que los militares pronorteamericanos preparaban contra Vargas una década antes, pero ahora retomando algunos temas del “Brasil potencia”, que el general Golbery de Couto e Silva, promovía como teórico de la “planificación estratégica” y cuya onda se iba a expandir hasta los años más recientes, con la ilusión de las plataformas atlánticas petroleras, las acerías, el biocombustible, el submarino nuclear y las macro-ciudades que seguían conteniendo procesos migratorios internos pero bajando ampliamente los niveles de pobreza, lo que el PT logra bajo una socialdemocracia fuerte, no sin seguir envuelta en la unánime utopía de la “potencia nacional”.
El PT había surgido del conurbano paulista donde estaban las fábricas de automóviles alemanas; su historia comenzó a espaldas del “populismo” anterior (Vargas, Brizola) y con el progresivo apoyo –en la medida que Lula iba desarmando sus prejuicios iniciales– de la izquierda universitaria paulista. En sus inicios, el PT rechazó el prohijamiento del ambicioso profesor Fernando Henrique Cardoso (que del tercermundismo sesentista había pasado a un liberalismo de derecha clásica, casi una mímesis de Lacerda después que en sus años mozos escribiera tesis antiimperialistas y sartreanas), pero también desdeñó la compañía del estrato anterior de la historia popular brasilera, representado por Brizola. Leonel Brizola ya se había apartado del varguismo canónico, y ahora era un socialdemócrata de ideas avanzadas, con una política cultural (en el gobierno de Rio) trazada por su amigo, el antropólogo Darcy Ribeiro. Darcy cultivaba la gran escuela del mito culturalista del “hombre cordial” y de las izquierdas sociales que deseaban desarrollar en la práctica una democracia racial, tema siempre recubierto de dificultades, como lo revela la obra de Florestan Fernandes, otro de los co-fundadores del PT. Este PT de los años recientes fue y vino con el fantasma del anterior populismo culturalista, por lo que las alianzas de Lula y Brizola tuvieron distintas alternativas y escasa fortuna electoral, pero Lula consiguió imponer lo que ya era su profunda madurez de estadista, construida con su idea inicial de “articulación” y con una especial tolerancia hacia las distintas variantes del PT (regionales e ideológicas), donde convivían los viejos militantes insurgentes de los 60, con toda clase de movimientos sociales y religiosos del archipiélago multicolor brasileño.
Dilma provenía primero de su bien recordada actividad en uno de los grupos armados en Rio Grande do Sul y, luego del reintegro del país a la vida democrática, expresó afinidades con el partido de Brizola (del cual fue funcionaria), y desde allí llega al lulismo petista y adquiere fuerte presencia en su carácter de economista y planificadora. Había sido sometida al “páu de arara”, abominable forma de tortura colgando al preso de un palo, en sus épocas de la militancia en el Polo Operário. Lula, a su vez, fue denominado “inmigrante Páu de arara”, en una formidable alegoría, proveniente aquí del folklore popular, pues así eran llamados los trabajadores nordestinos que viajaban en camión hacia la gran urbe industrial, tomados del palo que cruzaba la caja del vehículo. Así llegaban a Sao Paulo, en los años 40 y 50. La imagen de decenas de manos agarradas del palo central de la carrocería del vehículo, creaban la parábola de los populares vendedores ambulantes de aves (papagayos) cuyas patas se prendían a los palos con cordajes que las transportaban. Dos metáforas duras y contrapuestas; ironías de la tortura y torturas de la ironía.
El PT, que es ámbito de encuentros de una heterogénea colección de grupos y personas, al hallar por fin los filones oscuros de la cultura brasilera ribeteada de complejidades, debió dejar también “jirones de su vida en camino”. Y así rebajó al llegar al gobierno sus consignas de iniciación, en casi todos los campos de actividad. Aunque seguía y lo seguirá siendo la última frontera contra las derechas, que lo cercan ahora, pero es como si lo hubieran cercado hace décadas. Así, vemos paseándose entre los esperpentos del Senado al espectro de Lacerda o las manipulaciones más recientes de Cardoso y su muñeco ventrílocuo José Serra, improvisado canciller de Temer, con su pasado intelectual en las mismas izquierda por la que había transitado Dilma y que décadas después, en otra muestra de un aciago destino, viene a implorar su apoyo a la canciller Malcorra, frustrada gerenta general de la ONU.
En su último tramo, luego de una dificultosa victoria electoral, Dilma nombró como su Ministro de Economía al economista neoliberal que lo iba a ser de su contrincante, derrotado en las urnas.Terrible condescendencia que consistía en un canje de “gobernabilidad” por encima de la frontera caliente, que no auguraba nada bueno. Lula ya había asistido al primer recorrido dramático de la vida del PT en el Estado, en donde dos de sus políticos más importantes, militantes experimentados y probados, provenientes asimismo de las izquierdas más dramáticas de los 60 –José Genoino y José Dirceu–, fueron condenados a diversas penas por tráfico de influencias. Lula mantuvo siempre la solidaridad con sus colaboradores, por percibir claramente que eran los anticipos del golpismo los que operaban contran ellos, pero al mismo tiempo el PT era víctima de la irresolución de los partidos populares para crear más imaginativas relaciones entre el Estado, el gobierno y la sociedad, desglosando las finanzas de las empresas públicas del campo siempre minado del financiamiento de la política. Sin duda, se operó sobre el presupuesto público privilegiando objetivos emancipatorios y de justicia social, pero reanimando en parte un prejuicio antiliberal sobre usos específicos de esos flujos dinerarios, lo que generaba el talón de Aquiles de los partidos del nuevo progresismo latinoamericano. Precisamente, uno de los impulsores del “impeachment” fue Helio Bicudo, un jurista liberal que en su momento fue copartícipe de la fundación del PT, y que se sintió tocado en su “fibra moral” por los manejos y contra-prestaciones dinerarias (“mensalâo”, “Petrobras”). En las tensas escenas del Senado en Brasília, se destacó la presencia de Chico Buarque de Hollanda permanentemente al lado de Lula. Chico no solo es el autor de las más sensibles canciones sobre la vida popular, amorosa y cultural del Brasil, heredero mayor de Dorival Caymi, Ari Barroso, Noel Rosa y Tom Jobim (“El maestro soberano Antonio Brasileiro”, como dice en su canción “Para todos”) sino que es un eximio novelista, como lo demuestra en su última novela “Mi hermano alemán”, que a su vez es una historia que emerge de la frondosa biblioteca de su padre, el gran ensayista Sérgio Buarque de Hollanda. El PT ha caído y se volverá a levantar en esta historia brasileña, ahora mejor comprendida, hecha de cenizas y llantos. Lula y Dilma siguen de pie, estarán activos, como lo estamos nosotros, pues aquella historia es casi nuestra misma historia y nuestra historia es también, ahora con más razón, la de ellos. Y ellos somos nosotros.
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