Domingo, 7 de diciembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Antes de empezar, algunas aclaraciones:
La primera es que realizar un balance ponderado de una gestión local es mucho más difícil que evaluar el desempeño de un gobierno nacional. En este último caso, es inevitable observar el trazo grueso, las líneas generales, las grandes orientaciones. En el otro, en cambio, es posible penetrar las políticas públicas específicas y analizar sus resultados, una tarea factible pero mucho más difícil en la medida en que implica analizar temas complejísimos y diversos.
En el caso del gobierno de la ciudad, el análisis se complica aún más por el hecho de que la mitad de su presupuesto se destina a educación y salud. Sin embargo, la clase media utiliza de manera parcial el sistema educativo –las escuelas privadas tienen un peso importante en la Capital– y todavía menos los hospitales públicos, por la incidencia de las obras sociales y prepagas. Pese a ello, es la clase media la que realiza los diagnósticos y los impone en la opinión pública a través de los medios de comunicación. Y desde luego, son funcionarios de clase media quienes diseñan e implementan las soluciones. Los gobiernos –y sus balances– son siempre clasemediocéntricos, aun cuando la población foco sean los sectores de menores ingresos.
Finalmente, la evaluación encuentra una complicación extra. El 70 por ciento de los pacientes de los hospitales públicos porteños no vive en la ciudad sino en la provincia, mientras que las escuelas, sobre todo las del sur, también atienden a muchos bonaerenses. Ninguno de ellos vota en la Capital.
Aclarados estos puntos, se ensaya a continuación un balance no de la gestión sino de la lógica política que guía las principales decisiones de Mauricio Macri, a casi un año de su asunción como jefe de Gobierno.
En una mirada general, Macri ha acumulado serios conflictos en las dos áreas más importantes a su cargo, salud y educación. En la primera, la idea de centralizar las compras derivó en una crisis de desabastecimiento que puso en jaque a los hospitales. Algo similar ocurrió con las becas educativas y con el discutido aumento a los docentes, que derivó en largos días de huelga y la conclusión de que plata, al final, había.
Pero donde más claramente puede apreciarse la lógica política que explica las confusas idas y vueltas de la gestión macrista es en la cuestión de las villas y el transporte. Macri no necesariamente tiene malas ideas: ni focalizar las becas en los más pobres ni centralizar las compras de los hospitales para bajar los precios son decisiones intrínsecamente incorrectas; el problema es que, a la hora de diseñar soluciones y aplicarlas, el ex presidente de Boca se obstina en ignorar las condiciones sociales, políticas y culturales en las que opera. Y es esto lo que hace que planes no siempre malos se traduzcan en políticas fallidas.
Por ejemplo, urbanizar las villas para integrarlas al tejido urbano puede ser una respuesta progresista a la crisis de la vivienda, pero nunca podrá hacerse efectiva si se considera el tema en su aspecto puramente arquitectónico. Las villas no son un problema urbanístico, sino la manifestación urbana del drama social. Cuando surgieron, en los ’60 y ’70, eran todavía lugares de paso –sitios transitorios al estilo del Hotel de Inmigrantes– en el contexto de una sociedad que aún ofrecía posibilidades de movilidad social ascendente. Los cambios estructurales de los ’90 –de los que Macri no participó como político pero sí se benefició como empresario– convirtieron a las villas en lugares de permanencia, lo que explica las transformaciones que tanto irritan a ciertos vecinos de clase media: la proliferación de negocios dentro de la villa, la organización política de sus habitantes, su extensión en altura.
El otro caso donde esta lógica fallida se aprecia perfectamente es el del tránsito. Como explica el especialista en transporte de la Cepal Ian Thomson, cada ocupante de un auto es responsable de una congestión en promedio doce veces mayor que la que produce quien se desplaza en colectivo. Es lógico, entonces, que el gobierno procure facilitarles la vida a los castigados usuarios del transporte público creando carriles exclusivos, una buena idea que tiene, además, un sentido igualitario, ya que busca mejorar las condiciones de traslado de los ciudadanos que carecen de un auto propio.
Las dificultades del gobierno porteño para negociar desde una posición de fuerza terminó favoreciendo al lobby de los taxistas, que tras una marcha que logró colapsar la ciudad durante algunas horas consiguió que Macri les permitiera utilizar los carriles de colectivos. La flamante policía de tránsito no alcanza para controlar el nuevo sistema, y hoy basta con subirse a un auto y manejar alegremente por los carriles macristas para comprobar que cada día son menos exclusivos.
El gran tema de la inseguridad, que supuestamente sería uno de los ejes de su gestión, llevó a Macri a embarcarse en una desgastante pulseada con el gobierno nacional. Demoró seis meses en comprobar lo evidente –que no le iban a pasar la Policía– y entonces decidió construir una fuerza propia, para lo cual creó una escuela con el asesoramiento del ex federal Jorge Palacios. Lo mismo con los subtes: Macri se quejaba de que la Casa Rosada le bloqueaba el financiamiento que había negociado con las AFJP y ahora, con el sistema reestatizado, sospecha que nunca accederá a esos fondos.
La acusación de que los Kirchner no lo ayudan y que incluso torpedean sus iniciativas seguramente es cierta, pero no debería asustar a nadie. Una vez más, se trata de pura lógica política: hasta donde pueda, el gobierno nacional difícilmente contribuirá al éxito de quien asoma como su principal rival.
Pero la política ofrece otras alternativas que Macri no ha sabido explotar. Es hasta obvio aclararlo: se trata de que a Kirchner le resulte más costoso no ayudarlo que seguir bloqueándolo, es decir, forzarlo a cooperar. Hay muchas formas: Macri podría haber intentado una batalla en la opinión pública que erosione la posición de la Casa Rosada hasta que finalmente no le quede otra alternativa que ceder, podría haber lanzado una estrategia judicial sofisticada o podría haber intentado jugar la presión de su bloque en el Congreso Nacional, pero ha preferido asumir una estrategia de victimización que no le calza como a De la Rúa y que sólo contribuye a desdibujar su imagen de hombre de acción.
Con el tiempo, la gestión Macri ha ido decantando hacia la típica salida de los jefes municipales en apuros electorales: mostrar cosas que se vean. El macrocentro tapizado de nuevos parquímetros, las paredes saturadas por la campaña publicitaria “Jugá limpio” y el lanzamiento de festivales y eventos culturales son muestras de iniciativas muy vistosas que no requieren una planificación de largo plazo ni una gran capacidad de gestión. Y que tampoco exigen resolver el gran problema de gobernabilidad de la ciudad, que es la articulación con los castigados municipios del conurbano. Es mucho fácil pegar carteles y poner parquímetros que, digamos, reentubar el Maldonado, construir la autopista ribereña o mejorar el nivel educativo, aunque seguramente mucho menos importante.
El problema es que esta técnica tal vez no sea suficiente para saciar las expectativas que generó en buena parte de la sociedad porteña la llegada al poder de Mauricio, que construyó su carrera política alrededor de la idea de eficiencia como contrapunto a la supuestamente irremediable incompetencia de los pusilánimes alcaldes del progresismo. A un año de su asunción, Macri parece consciente de que las cosas lucían infinitamente más sencillas desde el lado de la crítica tecnocrática del mostrador que desde los rigores de la gestión política. El problema es que su respuesta consiste en inclinarse cada vez más a la lógica de la hiperexposición típica de Jorge Telerman, cuya gran herencia de gestión son los insólitos BKF de cemento que aún pueblan algunas desafortunadas plazas de Buenos Aires.
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