Jueves, 11 de diciembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
Hace unos meses, el cronista compartió una entrevista colectiva con una alta funcionaria del gobierno de Nicolas Sarkozy. Revistaba en el Ministerio de Ecología, creación del presidente francés y una de sus criaturas favoritas. La funcionaria explicaba, con manifiesto orgullo, que su ministerio era el más importante. Página/12 le preguntó por qué ranqueaba tan alto. La mujer se encogió de hombros, dando a entender que la respuesta era sobreabundante y consignó que era el ministerio con más presupuesto y más funcionarios. Este diario, confrontado a lo evidente, no quiso detallarle que en su patria esa respuesta racional sería mal vista por mucha gente de postín. Que el Estado tenga dinero es leído como algo afrentoso (la repugnante “caja”), la abundancia de recursos humanos es sospechosa. Ese estadio primitivo del debate político, que se le ahorró a la gentil anfitriona, seguramente es una prolongación del embate privatizador de los ’90, enancado en una ideología individualista y antiestatista que conserva muchos más fieles de lo que sería saludable.
El afán recaudatorio fue uno de sus aspectos más valorables de los gobiernos kirchneristas. Para plasmarlo, tecnificó y modernizó a la Anses y la AFIP, que fueron mucho más eficientes que en décadas anteriores. La reforma estatal fue acometida parcial pero exitosamente en áreas concebidas como centrales, lo que (¡horror!) también insumió mucho dinero. La sed oficialista incidió en jugadas fallidas de la actual Presidenta. Las retenciones móviles son el ejemplo más sonado. Pero también había un ansia de conseguir divisas en el esquema imaginado para la oferta de pago a los holdouts (que incluía un ingreso de dólares cash), implorada luego por la crisis económica mundial.
El nuevo escenario económico, no podía suceder de otro modo, motiva al Gobierno a fortalecer los pilares de su modelo: reservas, superávit, dinero líquido para responder a contingencias políticas. Es el ADN del kirchnerismo, pero también la lógica que mueve a muchos otros gobiernos, si no a todos. El colapso capitalista no cesa, no se sabe dónde iremos a parar, como decían las viejas. Forzados a dar respuestas, estadistas de todas las naciones corren como bomberos con mangueras que escancian plata. El sector público es el que repara los desquicios, el que estimula la reactivación (o, aunque más no sea, procura poner coto a la recesión), el que dinamiza los mercados, el que interviene con acciones y cantidades jamás vistas. Argentina no está fuera de esa ecuación.
La solidez fiscal es esencial, lo que justifica la tendencia de las acciones desplegadas por el oficialismo en los meses recientes. El objetivo es indiscutible. Los instrumentos elegidos, otro cantar. De todo hay en esas viñas del Señor.
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La reforma previsional es el mayor acierto del Gobierno en este terreno y aún su medida más encomiable en un año poco propicio. Desbaratar el perverso sistema de capitalización es un logro histórico, reparador de desvaríos recientes. Fondear al estado en tiempos tormentosos, un componente esencial, que mejorará las perspectivas fiscales, al menos en el corto plazo, el que más interesa cuando prima la incertidumbre.
Las medidas que se trataron ayer en el Congreso mientras se escribía esta nota son menos redondas y estratégicas, para empezar.
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En el Senado se aprobó un paquete “viejo”, previo al desmoronamiento de Wall Street. Votaron 47 legisladores a favor y solo 17 en contra, una diferencia que es oxígeno para el oficialismo.
La crisis, más vale, jugó a favor en la prórroga de la Emergencia Económica que, a mediados de año, parecía un exceso. La normalidad cesó, esta vez por torpezas acuñadas en otras latitudes.
La ratificación de la ley de Cheque era deseable, pero la coyuntura actual y las proyecciones para el año próximo clamaban por ampliar la cuota coparticipable. Las finanzas provinciales están apretadas, hay varias con déficit, el clima desalienta la creación de impuestos o el aumento de las tasas actuales. Darle una mano a las “cajas” de los gobernadores es pura política preventiva, para el cortísimo plazo.
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El oficialismo consiguió la media sanción de un combo anticrisis en Diputados, incluyendo a sus puntos más controvertidos. El margen de la votación fue holgado, 131 votos a 75.
Es una ley ómnibus, que rejunta varios proyectos que podrían haberse discutido por separado. Así y todo, es un abordaje muy parcial de los desafíos de la coyuntura.
La amplia moratoria que se aprobó tiene lados flacos, en especial porque va a contrapelo de la instalación de una nueva cultura tributaria. De cualquier modo, la emergencia y la necesidad de habilitar empresas como “sujetos de crédito” podrían servirle de justificación.
Lo que no tiene asidero ni justificación es el blanqueo de capitales, con mal gusto bautizado “repatriación”. Se trata de un jubileo fiscal, de toda laxitud, un verdadero premio a la irregularidad y al dinero negro. Se polemiza acerca de si, en un contexto de desconfianza, servirá para que ciertos capitales vuelvan del exterior o salgan del colchón. Aún si eso ocurriera (previsión que excede la ciencia del cronista) es una norma indeseable, un pésimo mensaje moral y económico.
En síntesis, el oficialismo tiene orientada la brújula y la oposición tiene motivos válidos para cuestionar algunos puntos que se le proponen. Bueno sería que todos dieran cuenta de la magnitud de las dificultades y revisaran su estilo despiadado de hacer política, poco aconsejable cuando crece el riesgo de naufragar, no ya (o no solo) por torpezas propias, sino por la desmesura del escenario que generaron otros.
Más allá de críticas ya apuntadas, el mantenimiento de la iniciativa gubernamental es el horizonte más satisfactorio, el que más se aviene a la situación global. La crisis demanda más estado y más gobierno.
También, si de plata se trata, requiere acciones que la dirijan derechito al bolsillo de los que menos tienen. Dos ejemplos vienen a cuento, sin agotar la enumeración. Aumento en las jubilaciones antes de marzo, una hipótesis usual de trabajo del gobierno. Políticas sociales de ingresos, una que dista mucho de estar entre sus favoritas.
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