Jueves, 11 de diciembre de 2008 | Hoy
PSICOLOGíA › INTERRELACIONES ENTRE EROS Y LENGUAJE
El gran George Steiner examina las relaciones entre los actos sexuales y el habla, ya que “la enunciación es la punta del iceberg de los significados sumergidos, implícitos” y “en ninguna parte esto es más omnipresente y más formativo que en las cámaras de resonancia de lo erótico”.
Por George Steiner *
¿Cómo es la vida sexual de un sordomudo? ¿Con qué incitaciones y cadencia se masturba? ¿Cómo experimenta el sordomudo la libido y la consumación? Sería extremadamente difícil obtener testimonios fiables. No conozco ningún corpus de investigación sistemática. Sin embargo, la cuestión posee una marcada importancia. Atañe a los centros nerviosos de las interrelaciones entre eros y lenguaje. Pone en el perplejo centro de la atención el tema, absolutamente decisivo, de la estructura semántica de la sexualidad, de su dinámica lingüística. Se habla y se oye hablar de sexo, en voz alta o en silencio, exterior o interiormente, antes, durante y después de las relaciones. Las dos corrientes de comunicación, las dos puestas en escena son indisolubes. La emisión es parte integrante de ambas. La retórica del deseo es una categoría del discurso en la que la generación neurofisiológica de actos de habla y de actos amorosos se implican recíprocamente. La puntuación es análoga: el orgasmo es el signo de admiración. Lo que se sabe de la sexualidad de los ciegos demuestra las esenciales funciones de la representación interiorizada, de una imaginería verbal en la cual los valores lingüísticos y táctiles se determinan y se refuerzan entre sí. En ninguna otra interfaz de la estructura humana están tan íntimamente unidos los componentes neuroquímicos y lo que consideramos como los circuitos de la conciencia y del subconsciente. Aquí, la mentalidad y lo orgánico forman una sinapsis unificada. La neurología atribuye reflejos sexuales al sistema nervioso parasimpático. La psicología aduce impulsos y respuestas voluntarios cuando se analizan los procederes sexuales humanos. El concepto de “instinto”, por su parte, sólo escasamente comprendido, caracteriza la fundamental zona de interacción entre lo carnal y lo cerebral, los genitales y el espíritu. Esta zona está saturada de lenguaje.
Los elementos de esta inmersión lingüística –entramos y salimos del lenguaje cuando preparamos, mantenemos y recordamos relaciones sexuales– son tan numerosos y complejos que desafía cualquier intento de enumeración exhaustiva y más aún a una clasificación sobre la que haya acuerdo. Se afirma que el lenguaje es al mismo tiempo universal y privado, colectivo e individual. Todo hombre y toda mujer no impedido recurre de manera automática, si podemos decirlo así, a un almacén de palabras y construcciones gramaticales preexistentes y accesible. Nos movemos dentro del diccionario y la gramática de la posibilidad. En proporción con nuestras capacidades mentales, entorno social, formación académica, origen geográfico y patrimonio histórico, imaginamos nuestro lenguaje propio. Pero aun estando imbuidos del mismo ethos y entorno social étnico, económico y social, todos y cada uno de los seres humanos, desde el imbécil y casi incapaz de expresarse hasta el verbalmente dotado, desarrollan un “idiolecto” más o menos eficiente, es decir, su peculiar código de medios léxicos y sintácticos. Apodos, asociaciones fonéticas y referencias ocultas marcan estas singularidades. Cuando no se propone la tautología, como en la lógica formal y simbólica, el lenguaje, aun el rudimentario, es polisémico, de estratos múltiples, expresivo de intenciones sólo imperfectamente reveladas o articuladas. Codifica. Esta codificación puede desde luego ser perceptible, originarse en recuerdos compartidos, aspiraciones históricas, contextos políticos y sociales. Pero también puede ocultar necesidades y significaciones esenciales, individualizadas, intensamente privatizadas. El lenguaje es en sí y por sí multilingüe. Contiene mundos. Considérese simplemente el lenguaje de los niños. La mayoría de las veces, la enunciación articulada es la punta del iceberg de los significados sumergidos, implícitos. Hablamos, oímos “entre líneas”. La comprensión y la recepción son actos que intentan descifrar un código, entrar en él.
En ninguna parte es más omnipresente y más formativa esta “linealidad” que en las cámaras de resonancia de lo erótico. Es un lugar común que la dirección escénica, tanto retórica como verbal, de la seducción está repleta de verdades a medias, con tópicos adoptados o falsedades que, a su vez, han de ser glosadas por el objeto de deseo. Los sonidos que acompañan al orgasmo, a menudo situados en el umbral de la verbalización y que en ocasiones parecen retroceder a la prehistoria del lenguaje, pueden ser deliberadamente mendaces. Tienen su brutal poética de la hipocresía, como la tienen los floreos y las sinceridades, hechas drama, de la elocuencia erótica. El monólogo y el diálogo –o más exactamente el monólogo en tándem– pueden alternarse, pueden fundirse en una riqueza de cadencia y matiz casi imposible de analizar sistemáticamente. Se intuye que durante la masturbación palabra e imagen están más estrechamente relacionadas, más “dialécticamente” vigorizadas que en cualquier otro proceso comunicativo humano. Las cartas de Joyce a Nora constituyen un palpitante testimonio de esta interacción. Incluso por sí solos, una palabra, un grupo de sonidos pueden desencadenar una jadeante excitación (el célebre faire catleya de Proust). La imagen se despliega dentro del sonido. Así, la masturbación tiene su gramática muda. Sin embargo, dentro de sus intimidades, en los recovecos de la íntimo, están funcionando factores públicos. La fraseología erótica y sensual de los medios de comunicación, la jerga amorosa del cine y la televisión, la declamación de la publicidad con sus vaivenes y el mercado de masas estilizan y convencionalizan el ritmo, la marcha, los elementos discursivos de millones de parejas. En el mundo desarrollado, con su corrosiva pornografía, incontables amantes, sobre todo entre los jóvenes, “programan” sus relaciones amorosas, conscientemente o no, con arreglo a unas líneas semióticas precocinadas. Lo que debería ser el más espontáneamente anárquico, individualmente exploratorio e inventivo de los encuentros humanos se ajusta, en gran medida, a un “guión”. Hasta es posible que la última libertad, la autenticidad final sea la de los sordomudos. No lo sabemos.
La bendición de la variedad creativa se obtiene no sólo entre lenguas distintas, es decir, “intelingualmente”. Actúa profusamente dentro de cualquier lengua determinada, “intralingualmente”. El más exhaustivo de los diccionarios no es más que una abreviatura resumida, obsoleta ya cuando se publica. El uso léxico y gramatical está en perpetuo movimiento y fisión. Se escinde en dialectos locales y regionales. Los factores de diferenciación funcionan como entre clases sociales, ideologías explícitas o sumergidas, credos, profesiones. La jerga puede variar de un barrio de la ciudad a otro, de una aldea a otra. De una manera que sólo se ha dilucidado parcialmente, la lengua es moldeada por el género. Muchas veces, hombres y mujeres no quieren decir lo mismo cuando pronuncian o escriben la misma palabra. No entender “no” como una contestación es un indicador simbólico. Los cambios en significado e intención dentro de una generación y entre una y otra son constantes. En ciertos momentos de la historia social, de la conciencia familiar, de los reflejos del reconocimiento mutuo, estos cambios pueden tornarse espectaculares. Esto parece ser así en nuestro acelerado presente, entre grupos de edad separados por la mecánica misma de la información. Así, diferentes niveles de la sociedad, diferentes localizaciones geográficas, géneros y grupos de edad pueden llegar a estar al borde de la mutua incomprensión. La pluma estilográfica no habla con el iPod.
La fragmentación lingüística está al servicio de necesidades tanto agresivas como defensivas. Hablamos “por” nosotros mismos y solicitando al otro, rebelándose contra él o desafiándolo. Hasta las expresiones más corteses y gramaticalmente instruidas contendrán partículas de slang calculadas para acentuar la intimidad o la exclusión. Se obliga al muchacho de la escuela de elite, al novato, al cadete pardillo a memorizarlas cuando se reúnen con sus iguales. La jerga de la banda callejera o del hooligan futbolístico no es menos esnob, menos ritualizada. Se deduce que todos y cada uno de los intercambios semánticos, aunque se hagan en la misma lengua e incluso entre íntimos –quizá más marcadamente aquí–, comportan un proceso más o menos consciente, más o menos elaborado, de traducción. No hay mensaje, no hay arco de comunicación entre fuente y recepción que no tenga que ser descodificado. La inmediatez de la comprensión es una idealización del silencio. Habitualmente, la descodificación tiene lugar en el instante y, por así decirlo, pasa inadvertida. Pero cuando surgen las tensiones, privadas o públicas, cuando la desconfianza o la ironía o algún elemento de falsedad dejan oír su ruido de fondo, la interpretación recíproca, el acto hermenéutico puede devenir arduo e incierto. Entran en juego unos signos auxiliares. El tono, la inflexión, la entonación, el lenguaje corporal tanto pueden aclarar como ocultar. Es lo no dicho lo que se dice más alto.
En los lenguajes del erotismo y el seco, estos atributos y opacidades alcanzan su más alto grado de complicada intensidad. Como he sugerido, no hay otro ámbito de la conducta humana en el que la fisiología presione tanto a la mente (una demarcación ya de por sí problemática y discutida). En el transcurso de las relaciones sexuales, el subconsciente se abre camino machaconamente hacia cada fibra de sensibilidad e impulso nervioso. La imaginación se hace carne, adquiere forma corporal, por citar la consumada expresión de Shakespeare, bodies forth. A su vez, la carne imagina y clama. Esto es encarnación y lo demás es cuento. La concordancia etimológica es engañosa, pero “semen” y “semántico” se unen en las emisiones, tanto corporales como lingüísticas. Ya he aludido a las partes “privadas” de la oración. Activan tanto el monólogo como el diálogo. Tanto el lenguaje habitual del onanismo como el de la relación compartida, a su vez un término de comunicación, alternan entre los encuentros diacrónicos y sociales, por una parte, y la referencia personal, oculta y singular, por otra. Es aquí donde florecen los “lenguajes privados”. El giro más manido y llanamente coloquial puede asumir una abundancia de comunicación secreta, de incitación hermética. La masturbación pone en escena las paradojas del soliloquio. Inaudiblemente o en voz alta, la corriente verbal hace implosionar voces, sonidos, metáforas, recuerdos y anticipaciones. Nos oímos a nosotros mismos en un complicado proceso de voyeurismo auditivo. En el caso de los semianalfabetos, esta condensación es previsiblemente un tanto trillada y repetitiva. Cuanto más rico es nuestro inventario léxico y gramatical, más inventiva es nuestra orquestación interior. Me refiero una vez más a los coruscantes virtuosismos del autoenvío erótico en las cartas de Joyce y en Ulises; pero John Cowper Powys, un “marturbador furiosamente inspirado”, apenas es menos dotado. Cuando están implicadas dos o más partes –la masturbación mutua es un tema perenne en el género erótico y en la pornografía– las variantes son demasiado matizadas y numerosas para enumerarlas (aunque Sade intenta precisamente hacer este índice exhaustivo, una obsesiva parodia de las enciclopedias de la Ilustración). Las parejas inventan sus dialectos particulares del deseo y la satisfacción. Sus lenguajes de alcoba proceden la mayoría de las veces de fuentes de carácter público, la imprenta y las técnicas gráficas. Pero si se dispone de recursos imaginativos puede asumir modos esotéricos, neológicos, totalmente privados. Las novelas de Updike tienen oído fino para estas compulsivas intimidades e invenciones del intercambio sexual. Los amantes se hacen regalos recíprocos que tienen un significado oculto. Dan nombre a los objetos y a las circunstancias que amueblan sus espacios en un adánico impulso de recreación. Literalmente ponen título a partes de sus cuerpos, a posturas sexuales, a las intimidades que preceden a la desnudez. Nabokov celebra estas palpitantes donaciones, en especial entre amantes cuyas lenguas maternas son distintas. El amante rogará a la persona amada que pronuncie estas palabras, aumentando la excitación. Hay un vertiginoso relato de este ritual en una obra de ficción de Edna O’Brien. Cuando el congreso sexual, una designación arcaica pero reveladora, se convierte en lo que los físicos denominan el irresoluble “problema de los tres cuerpos”, la confluencia del discurso privado y el público, del lugar común y la novedad, puede tornarse casi indescifrable. En el léxico y en la sintaxis –entretejidos y polisémicos– de los sonetos de Shakespeare hay momentos en los que una tercera voz parece entrometerse en la pareja, enriquecerla, pero también deconstruirla. Este juego se hace más polifónico por el notorio enmascaramiento del género o por sus ambigüedades. Contemplamos el pas de deux y de trois de grupos de palabras como spend, expend y expense en todo el tejido del verso.
Por tanto, todo lenguaje y subconjunto dentro del lenguaje vigoriza, narra, recuerda el sexo en su propia clave específica. Este procedimiento está en perpetuo movimiento; cambia constantemente. Hay incluso claras numerologías del eros. Considérese el significado de “69” en la alusión occidental moderna. Estas variables dan forma a todos los componentes de la relación íntima y de la verbalización sexual, ya sea privada o pública, solitaria o combinatoria. La seducción, la estimulación previa, el coito, el epílogo al orgasmo, el relato subsiguiente, interiorizado o expresado, difieren tanto como los mismos vocabularios y gramáticas. Cada lengua y estrato dentro de esa lengua trazará fronteras diferentes entre las expresiones adecuadas y las que son tabú, entre palabras nocturnas y usos lícitos. De una manera sutil pero imperiosa, segmentarán y marcarán el ritmo de la relación, del cronómetro de la excitación y la satisfacción masturbatoria o conjunta. Diferentes lenguajes y lenguajes dentro de lenguajes delinean, simbolizan, evalúan eróticamente diferentes partes y funciones del cuerpo en su propia perspectiva. Los nombran o los disfrazan en consonancia. La poesía renacentista detalla la corporalidad sexual humana; reside en les blasons du corps. Lo que en un sistema de actos de habla es una designación y desnudez permitida es algo oculto, incluso sacramental, en otro. En el ardiente centro de este laberinto están las asociaciones performativas entre la oralidad semántica y las múltiples prácticas del sexo oral. Las “lenguas” son esenciales tanto en el repertorio discursivo como en el fisiológico. Los labios desempeñan un papel decisivo en ambos. Los epigramas de Marcial son una guía a este quid híbrido. Discretamente veladas, las referencias cruzadas entre elocuencia y felación o cunnilingus refulgen en los sobrentendidos de la poesía barroca y libertina.
* Fragmento de “Los idiomas de Eros”, en Los libros que nunca he escrito, de reciente aparición (Fondo de Cultura Económica).
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