Domingo, 12 de julio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González *
Confieso que una extraña picazón sobreviene cuando veo la foto de Lula entregándole a Obama la camiseta número 5 de la selección de Brasil, firmada por todos sus jugadores. ¿Quién no quisiera ese trofeo que encarna los máximos fetichismos contemporáneos? Entre presidentes, mayor intimidad que ésa, difícil lograr. Allí están el sudor, las lágrimas y el temblor emotivo de los pueblos. En materia de ofrendas, ninguna sería superior a esos regios talismanes. Regalar la camisa “canarinho” en vez de alguna cerámica de los pueblos antiguos del depredado Amazonas o las obras completas de Drummond de Andrade. Tudo bem. No me quejo ni esgrimo una letanía intelectualoide. La Argentina está lejos de poder construir esa imagen primorosa, tipo G-8, tutéandose con Sarkozy, la Merkel y felicitándose con Obama por la correcta intervención de la OEA en el tema Honduras. La Argentina se molestó en viajar hasta allí, pobre, con el avioncito pizpireto, de un lado para otro, transpirando la camiseta para nada, mientras la acción de verdad consistía en la que hacían los “países serios”, mirando densas pantallas en las cancillerías expertas y dando órdenes remotas de negociación. Nada de ofrecer conferencias ineficientes en distantes parajes junto a un presidente depuesto que lucía un extraño sombrero panamá de alas anchas. ¡Ay, las erráticas militancias!
No se precisa mayor imaginación para recrear lo que deberían decir –mirando a cámara– nuestros comunicadores sociales. He aquí algunas versiones sobre la entrega de la camiseta de la selección brasileña por parte del juicioso obrero Lula al doctor en leyes de Yale, Mister Obama. Diría Nelson Castro: “Con gran sentido de la circunspección, Lula ofrendó a su aliado una novedosa panoplia, propia de los gobiernos maduros: un ejemplo a imitar, señora Presidenta”. Diría Morales Solá: “En la vida de las naciones hay gestos de decoro en cuyo espejo conviene mirarse, mientras nosotros demoramos quién sabe para cuándo las firmas de nuestra camiseta”. Diría Teté Coustarot: “¿Tanto costaba darse cuenta que había que agarrar el fibrón para que firmen nuestros jugadores mientras perdíamos tiempo por allí, metiéndonos en honduras, bien lejos de los poderes más sobrios del mundo?”. Diría Van der Kooy: “Los símbolos de un país que no improvisa, Brasil juega con la geopolítica del fútbol pero con el famoso Itamaraty moviendo sin aspavientos los hilos invisibles de la política latinoamericana: así proceden las naciones atinadas”. Diría Fontevecchia: “Lula tiene la Fortuna de Petrobras, las Caras del Seleccionado Nacional, las Noticias del Brasil potencia y el Perfil del país razonable”. Diría Eliaschev: “Todo el mundo se ríe de una republiqueta que sobreactúa el tamaño de sus entrometidas narices, mientras Obama fraterniza con un presidente que es un verdadero estratega aun cuando habla sobre Ronaldinho”. Diría Grondona: “Un conmovedor tema aristotélico-tomista, el fútbol como diplomacia comunitaria en la ciudad terrenal, sin populismo ni estatismo”. Diría Jorge Asís: “El gobierno argentino, profesorrr Grondona, sólo puede firmar una camiseta descascarada con los santos óleos de su hecatombe”.
Sí, claro que he inventado estas opiniones, escuetas ironías, inocencias que los triunfadores de las jornadas electorales sabrán dispensar. Pero creo que retratan lo que de alguna manera se ha dicho o puede decirse. Luego de la grave derrota electoral, el Gobierno es atacado con toda clase de argumentos, que tienen una ubicuidad sorprendente y el nítido deseo de la extremaunción. Si la Presidenta viaja a Honduras, debería estar acá; si está acá, es culpable de no atender debidamente la epidemia; si no hace autocrítica, está despojada de toda noción de diálogo, y si llama al diálogo, se olvida de decir cuándo, con quién, por qué y sobre todo admitir que dialogar significa aceptar los pliegos completos de la rendición.
El Gobierno está cercado, perdió severamente en las palabras aunque no necesariamente en los números. Pero sobre éstos, debe computar votos que no son propios ni les serán amigables en un futuro cercano. Al mismo tiempo, ensaya cambios difíciles, in extremis. Gambeteando de apuro, convoca currículas y biografías que restan disponibles. Seguramente tratará de alimentar con ciertas piezas a los glotones que dando órdenes por teleconferencia, en griterío de compadres, transitan con sus carros victoriosos. Deberá hacerlo, pero con razones que surjan de su autorreflexión, pues la hora de infortunio obliga a la novedad que a nada ni a nadie exime de una mayor imaginación política.
¿Seriedad? Ninguna medida desesperada libera el imperativo de invocarla. Pero la seriedad no es la supresión del compromiso explícita e implícitamente adquirido, ni el fatalismo, alojado en toda propuesta política, de refugiarse en las cisternas preexistentes. En esas inertes maquinarias políticas heredadas que se complacen de su propio sarro. Llámense justicialismo, radicalismo, cívicos, republicanos, duranbarbistas, con sus variaciones, entremezclas y complementos. Política maquínica. De personal entrenado, algunos por semiólogos de vanguardia, fabricantes de cotillón serio, llamando seriedad a la presentación con nuevos sortilegios de los poderes arcaicos, tradicionales, jerárquicos, pero que supieron aplebeyarse, masificarse.
¡Qué zoncera jauretcheana esta Argentina que desea ingresar al estatuto de “nación seria” omitiendo o anulando las pocas pero necesarias reconstrucciones de lo público y lo estatal del último período! ¿Es serio poner grilletes en las medidas más interesantes en torno de las estatizaciones? ¿O quebrar la atmósfera política de relación con los aires azarosos y sorprendentes de este momento histórico? Y digo, aún, con notorios errores, muchas veces incomprensibles, que tan caro cuestan y que urge resolver, en una oscura sociedad que se complace en armar cadalsos cotidianos al compás del tamboril.
Los que promueven el slogan del país serio, tranquilo, sin convulsiones, han protagonizado la mayor empresa de demolición simbólica de las últimas décadas: erigieron demencias frente suyo y hasta algunos parecían hacerlo sembrando cartillas de izquierda social. Nadie se aterroriza por ello. No hay recelo, todo está coordinado por los locutores de los horarios nocturnos que pasmaban audiencias acusando de crispación. Grave improperio. ¡Cómo les sirvió esta palabra! En el inocente latín “crispación” apenas aludía a los cabellos rizados. Ahora se le agregan antiejemplos de estadistas nunca crispados. “Como Bachelet”. “Como Lula”. A los campeones de la lid ya los vemos trazar una línea, materia estrictamente grondoniana, entre los serios y los no serios.
Es una fuerza delimitadora entre lo celestial y lo licencioso. En el primer pelotón están todos, menos los réprobos derrotados. Y en el séptimo círculo dantesco habita ya el Dr. Kirchner y sus malditas huestes, con su otro yo, el del Doctor Caligari, que lanza jarrones contra la pared en el piso más alto de un hotel y lo persiguen con palos los ciudadanos expulsándolo de la ciudad mientras lo abandonan los intendentes que por fin retornan al peronismo serio, del segundo cordón serio, del país serio, del continente serio, del asistencialismo serio, del narvaísmo serio. Por fin se deshicieron del loco.
El Gobierno empleó la idea de “capitalismo serio”, en verdad, un neodesarrollismo no siempre bien explicitado. Es que la expresión que se esgrimió numerosas veces no conviene exactamente a lo que hay que desplegar. Ni convencía a los que se consideran serios por poseer poderes, decisiones y pértigas adecuadas para ello, ni entusiasmaba a quienes deseaban moverse en el sentido de una historia popular crítica y novedosa. Abierta a nuevos nombres. A esas primicias aún no escritas habrá que seguir buscándolas en los rincones activos de la lucidez crítica argentina. Si se quiere, llamaremos seriedad a estos acontecimientos reparadores. Serán trances del lenguaje, nuevas camisetas que haya que transpirar y después, por qué no, las firmaremos con nuestro propio nombre.
* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.
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