Domingo, 12 de julio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Analizar el discurso de la televisión y la prensa es un ejercicio útil, aunque no tanto para denunciar el hecho de que los medios defienden intereses, algo evidente, perfectamente legítimo y que sabemos desde los tiempos de la Escuela de Frankfurt, sino para detectar sus paradojas y contradicciones. Una interesante en tiempos de cambio de gabinete es la de la gestión. Los medios han contribuido como pocos a convertir la gestión en un atributo esencial para el desempeño electoral –tal candidato tiene experiencia de gestión, aquel es bueno para un cargo parlamentario pero no para uno de gestión, tal otro tiene equipos de gestión–, aunque luego de las elecciones casi siempre se desentiendan del tema.
Ocurre que analizar con un mínimo de seriedad una gestión –ministerial, municipal, provincial– es dificilísimo. Un ejemplo sencillo: el Ministerio de Ciencia y Tecnología cuenta con cinco subsecretarías, una docena de direcciones, organismos descentralizados como la Agencia Nacional de Promoción Científica, el Conicet y el Gactec, cuerpos asesores como el Cofecyt o el Cicyt, programas como Sicar, Prodec, Iaeste, Sicytar. Y si esto ocurre con un ministerio pequeño y nuevo, con unos 800 millones de pesos al año de presupuesto, qué decir del Ministerio de Planificación y sus 30 mil millones de presupuesto, sus cinco secretarías, trece subsecretarías, 35 direcciones, 29 organismos descentralizados...
En general, los medios –y el público– huyen de estas cuestiones. Hay, por supuesto, algunos periodistas superespecializados con el tiempo y las ganas necesarios para analizar a fondo un tema de gestión, y también algunos casos claros por lo evidentes –la actual gestión del Indec– o por circunstancias extraordinarias: tal vez uno de los pocos saldos positivos de los 127 días de insoportable conflicto con el campo haya sido el hecho de que ahora sabemos mucho más que antes acerca de lo que comemos, de dónde viene esa comida o cuánto cuesta producirla, en momentos en que no era raro que en los almuerzos familiares se hablara de la curva de retenciones, el túnel subfluvial o el precio del glifosato.
Pero son excepciones. Los medios, más por limitaciones de formato, tiempo y recursos que por una maldad inherente a ellos, son incapaces de abordar las complejidades y sofisticaciones técnicas necesarias para entender –y mucho menos evaluar– una determinada gestión, por lo cual suelen recurrir a dos caminos: el denuncismo o el enfoque político, que es el que se utiliza a continuación para analizar el cambio de gabinete anunciado la semana pasada por Cristina Kirchner.
El cambio en el elenco ministerial se venía venir desde la derrota en los comicios del 28 de junio, como un recurso clásico para recuperar la iniciativa, remozar la propuesta K y tratar de tender nuevos puentes con la política y la opinión pública. El anuncio dejó algunas conclusiones. La primera es la continuidad de Guillermo Moreno, cuya presencia oscurece las luces que podrían introducir los demás ministros, aunque los rumores del fin de semana pronostican un posible paso al costado para los próximos días.
La segunda, tan importante como la primera, es el perfil del nuevo jefe de Gabinete y del flamante ministro de Economía. Las ventajas derivadas de la personalidad mediática de ambos funcionarios –los dos son buenos comunicadores, aunque muy diferentes entre sí– parecen haber pesado mucho en la decisión, lo cual resulta muy lógico en tiempos de crisis económica, en la que buena parte de la capacidad de recuperación depende de las expectativas sociales.
Pero, más allá del aspecto comunicacional, lo central es que la elección de Aníbal Fernández y Amado Boudou parece situar al Gobierno entre dos extremos, como si después de seis años no tuviera más remedio que recurrir, para los dos principales puestos del gabinete, a un duhaldista del Conurbano (aunque sea portador sano) y a un tecnócrata multifunción formado en el CEMA. No se trata de criticarlos a priori, pues su idoneidad para desempeñar sus nuevos cargos se verá en un tiempo, sino de llamar la atención sobre la incapacidad del kirchnerismo de construir –porque los funcionarios, como los edificios, se construyen– un perfil de funcionario que conjugue afinidad política, solvencia técnica y capacidad mediática. La decisión revela hasta qué punto el sistema radial de conducción kirchnerista impidió erigir algo parecido a una organización colectiva –que no tiene necesariamente que ser un partido, puede ser una línea interna, un movimiento– capaz de proveer al gabinete de –usemos la expresión setentista– cuadros. Como resultado de este déficit político, el Gobierno se ve obligado a apelar a dos funcionarios que lo habitan pero que provienen –por trayectoria, por afinidad y hasta por la manera en que se visten y se expresan– de sus márgenes.
La tercera novedad del cambio de gabinete es su conformación a partir de enroques y ascensos antes que mediante la incorporación de nuevas figuras, neutralizando la oportunidad de aprovechar la jugada para articular con otros sectores políticos y sociales. Esto nos lleva a la cuestión de la base política y las versiones que circularon en los últimos días acerca de la supuesta intención de Kirchner de reconstruir la transversalidad.
La primera señal llegó en la conferencia de prensa post derrota, en la que Cristina elogió a Pino Solanas. Poco después, Oscar Parrilli razonaba que Proyecto Sur, al situarse a la izquierda del Gobierno, no podrá dejar de apoyar las medidas más audaces del oficialismo. Finalmente, Kirchner insinuó ante la asamblea de Carta Abierta que, tras renunciar a la jefatura del PJ, caminará el país para recuperar viejos aliados.
Algunos todavía sueñan con ello, pero la verdad es que parece difícil. El primer problema es de incentivos: ¿por qué motivo quienes acaban de obtener buenos resultados electorales como candidatos independientes deberían acercarse a un gobierno de popularidad en declive? El razonamiento de que las fuerzas políticas situadas a la izquierda del kirchnerismo apoyarán sus decisiones más jugadas, aunque correcto desde el punto de vista teórico, no necesariamente se verificará en la práctica, como demuestra la abstención de Claudio Lozano en la discusión parlamentaria por la 125.
El caso más interesante es el de Pino Solanas, que con el segundo puesto en la Capital se convirtió en uno de los grandes ganadores de las elecciones y en el depositario de un voto castigo al Gobierno gracias a un discurso desprovisto de inflexiones municipalistas –tal vez su mayor proeza fue demostrar que es posible realizar una excelente performance sin hablar de inseguridad– y centrado en grandes temas nacionales. El problema es que parece razonable que Solanas, con todo derecho, exija, para una eventual colaboración legislativa con el oficialismo, la concreción de al menos algunas de sus propuestas, entre las cuales figuran, según el plan de gobierno de Proyecto Sur, la renacionalización del petróleo y el gas, la creación de un “polo de corporaciones industriales del Estado”, la reorganización de una Junta Nacional de Granos, la suspensión del pago de la deuda externa ilegal y ¡una reforma de la Constitución para instaurar una democracia participativa!
El Gobierno podrá estudiarlas, aunque parece difícil que pueda implementarlas, y en todo caso sería un error leer el ascenso de Pino como el signo de una inesperada y definitiva izquierdización del electorado porteño, interpretación tan superficial como aquella que afirma que la victoria de De Narváez se debió a una súbita derechización bonaerense. Y existen además otros obstáculos para establecer algún tipo de acuerdo de convivencia con estas nuevas estrellas: aunque muchos intelectuales se obstinan en ver la política como un territorio de creatividad en el que todo es posible, la verdad es que la mayoría de las veces configura un juego de suma cero. El discurso anti-minería de Solanas, por ejemplo, choca de lleno con las necesidades de los gobernadores de la provincias mineras, algunos de los cuales, como José Luis Gioja, son unos de los pocos apoyos con los que cuenta el Gobierno dentro del peronismo, y que ya han dejado en claro su rechazo total al ambiental-nacionalismo del director de cine.
El cambio de gabinete parecía una oportunidad adecuada para renovar y ampliar la base política del Gobierno, si no con las nuevas figuras en ascenso al menos con los sectores más cercanos del peronismo, pero su conformación a partir de enroques dejó la sensación contraria. ¿Por qué esta obstinación endogámica? Nunca hay que descartar el error o la irracionalidad en las decisiones de los líderes, pero a veces es útil recuperar la historia. Si se revisan el últimos tramos de los tres grandes ciclos políticos desde la recuperación democrática (el alfonsinismo, el menemismo y el kirchnerismo), es fácil descubrir que la apuesta final fue la misma: cuando el país se le escapaba de las manos, Alfonsín designó a su amigo Juan Carlos Pugliese como ministro de Economía; Menem, tras prescindir de Domingo Cavallo, gobernó sus últimos años en “piloto automático”, y ahora Kirchner se resiste a abrir el gabinete y soltarle la mano a Moreno. ¿Estaban todos equivocados? Quizás, aunque la estrategia también se explica por la necesidad de –en un contexto de debilidad– consolidar el núcleo básico de poder y concentrar la mayor cantidad de decisiones posibles. Abrir el gobierno a otros actores y fuerzas políticas está muy bien, pero implica necesariamente ceder espacios, algo que a ningún líder le gusta hacer (y menos en retirada).
Dos días después de anunciar el nuevo gabinete, la convocatoria de Cristina a un diálogo político y social pareció funcionar como un contrapeso. Y es que el Gobierno necesita reconstruir su base política, reconciliarse con un sector de la sociedad (como escribió Edgardo Mocca en la revista Debate, en democracia no hay proyecto transformador que se pueda sostener sin el voto popular) y definir la ecuación de gobernabilidad sobre la cual piensa transitar los dos años y medio de gestión que aún le quedan por delante. La respuesta de la oposición fue heterogénea, pero la sensata propuesta de Jorge Capitanich de elaborar una agenda parlamentaria común para fortalecer la gobernabilidad revela claramente que la gran mayoría de la dirigencia peronista quiere evitar un colapso institucional que ponga en peligro sus gestiones actuales y sus ambiciones futuras.
Entre tantas noticias cruzadas, el hecho de que a la mayoría de los actores les convenga que el Gobierno termine normalmente su mandato es un signo de consolidación democrática que no debería pasar inadvertido.
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