Domingo, 12 de julio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
El gabinete y la liturgia del Salón Blanco. Un esquema parlamentario trabado, primeros gestos de la oposición. Distintas elecciones, la necesidad de leerlas. La agenda ya escrita y la que está por hacerse. La asignación a la niñez, en el nuevo escenario. El poder presidencial, peripecias y oportunidades.
Por Mario Wainfeld
Los cambios en el gabinete tuvieron sabor a poco. Mucho más juego de la silla (rotación del elenco estable) que incorporaciones. Tampoco hubo apertura a fuerzas no peronistas y sólo el ministro de Salud viene del justicialismo del interior. Dos de los ingresantes, Julio Alak y Juan Pablo Schiavi, son peronistas todo terreno, que calzarían en esta administración o en otra panperonista, fuera esta reutemanista o macrista. Schiavi, incluso, lo hizo hasta hace poco.
La rekichnerización refresca poco. Su mayor aporte, a priori, es que promete contrapesar la carencia de palabra pública del oficialismo, uno de sus lados más flacos. Amado Boudou y Aníbal Fernández son, en prospecto, mejores espadas que sus predecesores para lidiar en los medios, en el Parlamento y en el cara a cara con opositores o corporaciones. Por lo demás, los pingos se verán en la cancha.
Los actos de asunción, como los escolares, son muy didácticos no tanto por las palabras (no las hubo el miércoles) sino por la liturgia en general. Deben auscultarse las presencias, las ausencias, las vestimentas, las fragancias, el saludómetro. En la tenida del Salón Blanco las ausencias fueron más llamativas que las asistencias. Parafraseando a Macedonio Fernández, esta vez faltaron tantos que, si faltaba uno más, no entraba. El ausentismo de los intendentes conurbanos fue casi total. El empresariado nacional (o no tanto) hurtó el cuerpo, apenas un poco más que la flor y nata de la cúpula de la CGT.
Los anuncios de la Presidenta en Tucumán aportaron más para el imprescindible relanzamiento del Gobierno. Declaraciones ulteriores de funcionarios empujaron en el mismo sentido. Cristina Fernández comenzó a bosquejar una agenda temática y algunas herramientas dignas de mención. La reforma política es necesaria, darle centralidad es un modo tácito de autocrítica. También es un tópico cuya eficacia depende de conductas futuras, sin impacto cercano para las gentes de a pie.
La reinstalación del Consejo Económico y Social sería una buena nueva, aunque ponerlo en marcha es bien complicado. Es saludable, para ir matizando la ausencia de debate público, la generación de un ámbito institucional de discusión, consulta y participación. El proyecto que el oficialismo viene meneando desde fines del año pasado, “a la española”, exigiendo dictamen (obviamente no vinculante) del Consejo para algunas leyes le daría un anclaje en la realidad. Para evitar que la innovación se diluya o se transforme en una Babel de demandas y reproches, el Gobierno debería proveer una agenda de mediano plazo, como eje de discusión y de referencia. Aldo Ferrer, cuya palabra siempre orienta y jamás socava al Gobierno, plantea como necesidad un programa económico indicativo, así fuera para los dos años que restan de mandato presidencial. Para el kirchnerismo, inclinado a la sorpresa, la no deliberación previa (a menudo ni siquiera interna) sería toda una novedad, imprescindible para repechar lo que viene. El oficialismo impuso una épica del hecho cotidiano, con un rumbo general sujeto a volantazos. La coyuntura impone una propuesta más amplia, señales a mediano plazo, ideas-fuerza de un programa de desarrollo y de tránsito de crisis, metas cuantificables.
Florencio Randazzo, Aníbal Fernández y Ricardo Echegaray agregaron precisiones al mensaje presidencial. Los dos primeros verbalizaron que hay que asumir la derrota y sus implicancias. El ministro del Interior reconoció la falibilidad del Indec, albricias. El titular de la AFIP mentó la posibilidad de discutir las retenciones. El esquema “Nixon en China” pareció sobrevolar su aparición, las treguas son especialmente creíbles cuando se involucran los halcones.
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Cuadro de situación: En su blog Saber Derecho, el jurista Gustavo Arballo apunta que la primera minoría oficialista en el Congreso será, posiblemente, la más estrecha que haya tenido gobierno alguno desde el ’83. Y vaticina un empate negativo, porque ni el Gobierno ni la oposición podrán hacer lo que quieran ni encontrar puntos de acuerdo. Las cuentas parlamentarias son complicadas, con tantos peronistas volátiles y tantos minibloques, se toman con pinzas. La profecía, por cierto, es controvertible. Pero sí es un dato la tendencia, la dificultad de articular en un esquema parlamentario tan dividido, con una cultura política intolerante. Todo el espectro político debe cooperar para sostener la estabilidad institucional, incluida una oposición habituada a la crítica sin propuestas, tanto como a jugar a todo o nada.
El oficialismo cuenta con una solidaridad objetiva, la de los gobernadores, deberá consolidarla con acciones. Todos ellos necesitan que haya sustentabilidad económica, paz social y gobernabilidad. Hasta ahí, el común denominador entre los “neokirchnernistas” que aspiran a encabezar el post kirchnerismo, los radicales (K o boinas blancas) y los opositores de todo color, quizá con la excepción de la unitaria Capital.
Claro que ese acuerdo virtual requiere concesiones del Gobierno. La primera ya está puesta sobre la mesa: otro reparto de recursos económicos entre Nación y provincias. También se reclama una interlocución cotidiana con el gobierno nacional, eventualmente a nivel presidencial.
Otras, que brotan incluso del frente interno, aluden a normas distensivas que resten puntos de fricción con la oposición. Dos demandas institucionales surgen de cajón: reformas en el Consejo de la Magistratura y en los llamados “superpoderes”. El Consejo fue un error germinal del oficialismo, no tanto (piensa el cronista) por las atribuciones conferidas a quien gobierna, acaso razonables, sino por la ínfima mayoría con la que impuso una norma que tiene rango cuasi constitucional. Esa victoria por un pelito era una bomba de tiempo: la taba se daría vuelta cuando mudara la composición de las cámaras. El sentido común de gobernadores y de legisladores oficialistas es apurar esa batalla perdida, para diluir sus costos.
Los superpoderes están en la picota. Muchos gobernadores gozan de incumbencias parecidas, el chubutense Mario Das Neves sinceró esa charada y adelantó que no se sumará a la cruzada opositora. Quizá pueda negociarse emparejar los tantos en todos los distritos, superpoderes semejantes en nación y provincias. El kirchnerismo tendría mejores chances de hacerlo en la Legislatura de la Ciudad Autónoma si no hubiera sufrido un revés abrumador.
Es prematuro augurar el comportamiento de los conglomerados opositores más poderosos. Los primeros escarceos muestran más constructivo al Acuerdo Cívico y Social (ACyS) (donde priman ahora los radicales en detrimento de Elisa Carrió) que a Unión-Pro. Es en apariencia curioso porque serían los radicales, en la persona del vicepresidente Julio Cobos, los beneficiarios mayores de un escenario destituyente. Pero quizá prime la templanza, incentivada porque el ACyS se ha vuelto competitivo y puede aspirar a llegar al gobierno por vía del voto, con legitimidad mayor, no espuria.
Francisco de Narváez y Felipe Solá, hasta ahora, bregan por ocupar el sitio que dejó vacante Elisa Carrió: el del opositor más enconado e intratable. Las ecuaciones personales explican, que no justifican, sus acometidas irresponsables. El ex gobernador está muy atrás en la competencia de presidenciables peronistas; su conducta es una manera de hacerse visible, una de sus obsesiones perennes. De Narváez, con un caudal más sólido, quizá teme su evaporación. La galaxia peronista no le ha dado mucha bolilla después de su éxito resonante. Macri y Solá se entretienen más en su propio devenir. Y los compañeros diputados, ya se sabe, tienen bandera de conveniencia, un karma que también jaquea al oficialismo.
Con esos bueyes habrá que arar, para cerrar las reformas institucionales impuestas por el voto. Y para diseñar algo más relevante: el diseño económico, social y laboral para los años venideros. Para incursionar en él, tal vez sea útil una...
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... ojeada retrospectiva: El economista Enrique Silberstein escribió, muchos años atrás, que los grandes logros de Juan Domingo Perón se plasmaron antes de su primera presidencia, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Puede matizarse el diagnóstico, aunque concordando en que fueron sus años iniciales los más sustantivos, los que hicieron época y tendencia. El cronista intuye una similitud con el oficialismo, que trascendió todas las expectativas en el inicio de la gestión de Néstor Kirchner y concentró allí sus mejores aciertos. Agigantó su poder y las reservas, introdujo novedades, amplió sus alianzas, acrecentó su base electoral. Un consenso extendido acompañó ese ciclo, porque convenía a “todos”. Los actores sociales y económicos prosperaban, así fuera en proporciones diferentes. Los mandatarios provinciales y municipales se consolidaban, como se corroboró en 2005 y 2007.
Las mutaciones llegaron, al mismo ritmo infernal que la economía: imponían reformas de segunda generación, sintonía fina. La emergencia iba pasando, se remodelaba la estructura social. El oficialismo ya daba cuenta de no registrar del todo los nuevos retos, las elecciones presidenciales disimularon su retraso. Puesta a optar entre la continuidad (con promesa de emprolijamiento y mejoras) y un salto al vacío en manos de una oposición diseminada, la ciudadanía respondió con racionalidad instrumental, eligiendo masivamente a Cristina Fernández. En la parlamentaria de 2009, los opositores pudieron valerse del voto útil para castigar al oficialismo, sin resolver sus cuitas. No fue sólo una astucia electoral, algo más de fondo había pasado.
El ímpetu del “modelo” consolidado desde 2003 produjo un crecimiento enorme, distribuido “de afuera hacia el centro” en la geografía nacional. Fue un poco a la que te criaste, lo que al cronista le parece válido cuando era central salir como fuera del estancamiento y la crisis. Lo primero que germinaran cien flores, su ordenamiento era (ordinal y valorativamente) secundario.
Las economías regionales prosperaron, se reactivó la industria, se generaron millones de puestos de trabajo. Esos son los blasones del kirchnerismo, que se proclamaron en campaña, sin notar que un nuevo mapa había emergido y que era hora de hacerse cargo de las contradicciones engendradas por el “modelo”. Hubo, seguramente, fascinación excesiva por un conjunto acotado de instrumentos, suponiéndolos aptos para conseguir todos los objetivos de una sociedad. Las herramientas devinieron menos eficaces a medida que cambiaba el contexto.
Abordemos, a vuelo de pájaro, las mutaciones sucedidas en la clase trabajadora. Las conquistas fueron dispares, como se puede observar en cualquier manifestación oficialista, ulterior a 2005. El sector de trabajadores formales se benefició en materia salarial, en la famosa distribución de la torta. También le tocaron mejoras (o recuperaciones) institucionales valorables: convenciones colectivas, Consejo del Salario, leyes reparadoras del desquicio noventista.
Al mismo tiempo, una fracción significativa del universo de trabajadores tuvo un tránsito menos acelerado y más oscilante. Los desempleados, los informales siguieron siendo muchos. En los primeros años, su condición mejoró merced a la ampliación del mercado laboral. Más adelante, se estancó (o retrocedió) su situación relativa, aún cotejada con la de sus compañeros de clase mejor posicionados. En paralelo, crecieron (mejor: se ampliaron) sus justos reclamos. Es un tema denso para despachar en unas líneas, permítase el atajo de un ejemplo. Para una persona desocupada en 2003, conseguir una changa más o menos estable fue un salto de calidad, mucho más vasto que la mejora del presupuesto familiar. No se resume en unos pesos más: reorganiza la existencia, aumenta la autoestima, estructura la vida familiar. De entrada, subirse a un tren atestado para ir al conchabo, sin ser una fiesta, es un costo compensable. Con los años, la perspectiva se corrige. La calidad (¿?) del transporte público se transforma en un castigo y una demanda. El boleto subsidiado ya no basta para contemplar las necesidades de los usuarios. La comparación con los pares es una referencia inevitable, dolorosa. Las convenciones colectivas de trabajo, en 2008, pactaron aumentos que duplicaron o triplicaron la inflación falseada por el Gobierno. El resto de los trabajadores no tuvo la misma protección y padeció más el aumento del costo de vida.
Es claro que la política social del oficialismo no resolvió los dilemas de nuevo cuño, tal como aconteció en otros órdenes, como el del decisionismo centralista. Se pasó de pantalla, un mérito. Se rezagó respecto de las implicancias, un brete.
Con esos datos y en una contingencia sorpresiva, valdría la pena poner en primer plano la asignación universal por hijo. La coyuntura es insólita. Casi todo el arco opositor la promueve, con distintos ropajes y variados (en general escasos) grados de precisión. El núcleo duro del kirchnerismo (con mucha fuerza la ministra de Desarrollo Social) se ha opuesto a esa conquista, que podría haber sido el primer derecho nuevo consagrado en los últimos 20 años. La justificación del rechazo es la apología del trabajo, como núcleo vertebrador de la economía y la armonía social. Nada cabe objetar a ese criterio, salvo que algo debe hacerse si el objetivo ideal no se concreta en seis años de crecimiento chino.
En un artículo publicado en este diario, el joven blogger Martín Rodríguez (Revolución-tinta-limón) propone que el Gobierno formule una agenda social coherente con su praxis y su discurso, limando posibles choques con la oposición. En una nota que hizo circular el especialista en temas laborales Julio Godio se mociona algo similar. Ambos incluyen al ingreso a la niñez en esa nómina. O sea, una medida progresiva para profundizar el modelo, reconociendo sus límites y contradicciones.
Sólo hay un argumento de peso contra la medida y es su eventual financiamiento. Es un aspecto sustancial, digno de abordaje riguroso. Otros razonamientos, alguno ya descripto, son pobres y atávicos.
Enarbolar esa bandera, explorar seriamente su sustentabilidad, tendría varias virtudes en sintonía. La primera, ya se dijo, es crear una institución que contemple a los más humildes. La segunda, hacerse cargo de un agujero negro del “modelo”. La tercera, agregar un incentivo keynesiano para dinamizar la demanda interna.
Puede sumarse otra motivación, más sutil. Es una necesidad del oficialismo y del sistema democrático comprometer a la oposición en una discusión seria sobre la asignación de recursos. Forzarla a hacerse cargo de su pasión por desfondar al Fisco, para beneficiar a la producción sojera. El economista Miguel Bein, siempre afilado en sus juicios, ironiza sobre la coyuntura destacando que “del lado de la oposición hay (...) una fila de propuestas para expandir el gasto sin financiamiento a la vista: surgen presiones para disminuir las retenciones a la soja, aumentar jubilaciones y solventar a provincias y empresas en problema”. Curiosa cartilla para una oposición predominantemente de centroderecha, añade el cronista.
La discusión sobre las retenciones está en gateras, será un issue para medir la prudencia de todos los protagonistas. Si el contraargumento es la necesidad de redistribuir el ingreso, la asignación universal añade un nuevo encanto. Una medida mucho más sensible que reestatizaciones fastuosas, sin repercusión inmediata en el bolsillo de los necesitados y de improbable oportunidad en medio de una crisis económica mundial.
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La Rosada más que Olivos: La interpretación del voto popular es siempre una construcción, menos patente que sus efectos en la legitimidad y en el reparto de poder. Este cronista cree que es sustancial la comparación entre los resultados de 2005, 2007 y 2009. Supone que se eligió con márgenes de libertad en todos los casos y que los cambios de parecer no se deben a mutaciones súbitas o a emancipaciones repentinas.
El 28 de junio acotó el poder de la Presidenta, acrecentando el parlamentario y el de los gobernadores. El poder no es una materia estática, es bien factible que algo o mucho pueda disminuir, lo que sería una buena nueva para los poderes fácticos. Las primeras reacciones de las corporaciones empresarias revelan que olfatean esa retracción y procuran avanzar a paso redoblado. La Vulgata dice que es sano restar fuerza al Ejecutivo. El cronista no comparte, valorativamente, esa premisa. Y añade una observación, más tangible que los pareceres. Durante el mandato de Néstor Kirchner, el poder presidencial (plebiscitado con apoyo creciente dos veces en elecciones) fue siempre mayor que el que tuvo después Cristina Fernández. Muchos factores coadyuvaron –se ahorra su enumeración aquí–, pero debe subrayarse que uno fue el funcionamiento del matrimonio presidencial. La dupla jamás funcionó bien y más bien fungió opacando, eclipsando y limitando a la Presidenta. No hubo sinergia entre Néstor “construyendo afuera” y el peso de la mandataria.
El escenario actual carga sobre la Presidenta el reto de mejorar las perspectivas del oficialismo: suyas son las competencias, suyo el mandato popular, suyas deberían ser la iniciativas más relevantes. Será la acción de gobierno (o no será) la herramienta para recobrar legitimidad y perspectivas. Las construcciones políticas de las que se habla en estos días, una supuesta fuerza de centroizquierda descolgada del peronismo y sin contactos con los poderes territoriales, contradice el ADN del kirchnerismo y sobreestima el peso de la retórica. Tras años de gobernabilidad fundada en la relación con el PJ y la CGT, un cambio de discurso es insuficiente para convencer a los aliados que se perdieron o para reclutar nuevas adhesiones. Y nada aporta para apuntalar la colosal misión de gobernar coherentemente el país.
La clave, la difícil clave, que necesitan los ciudadanos (en especial los que el kirchnerismo aspira a representar y en parte aún representa) es cumplir el mandato republicano y popular. Las semanas que vendrán, tan vertiginosas como las dos que ya pasaron, darán pistas acerca de cuál es el rumbo elegido.
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