Domingo, 5 de septiembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Kafka y Victor Hugo, evocados en un fallo penal. Las divisiones internas entre los jueces. Los que abarrotan cárceles y los que honran la Constitución. Los que dejan ver los procesos y los que apagan la luz. La Corte ante la judicialización. Sus manejos, límites. La ley de medios, presiones privadas y reproches públicos.
Por Mario Wainfeld
Marta Isabel Brizzolaro intentó llevarse, subrepticiamente y sin pagar, un chocolate blanco marca “Día” de un supermercado. La mercadería valía dos pesos. Fue descubierta, denunciada, se abrió una causa penal. En junio de este año, la Sala V de la Cámara del Crimen porteña decidió absolverla, declarando la “falta de acción”. El argumento central de las juezas que formaron mayoría, Mirta López González y María Laura Garrigós de Rébori, fue lo que en jerga legal se llama “principio de insignificancia”. Consideraron “nimia” la “afectación al derecho de propiedad”, que es el protegido cuando se penaliza al hurto.
La ciudadana, pues, quedó dispensada de culpa y cargo, tras un trámite que insumió meses, dos instancias, horas de labor, un toquito de fojas que seguramente costarán más de dos pesos, zozobras, esperas y padeceres. El juez Rodolfo Pociello Argerich votó en disidencia, por la condena, aduciendo que la protección al derecho de la propiedad “es tan amplia que éste se verá afectado, más allá del valor económico que la cosa posea”.
El caso prueba algo usualmente subestimado por los profanos, es que la ley siempre es interpretada, traducida por los jueces. Un dato incrementa su moraleja impactante: la señora Brizzolaro tuvo suerte con el tribunal que le tocó. En la mayoría de los juzgados y Cámaras del país, prima el criterio de Pociello Argerich. Hace pocas semanas un hombre fue enviado a juicio oral, eso sí, por un hurto de mayor magnitud: seis barras de chocolate. La misma Sala V tiene antecedentes similares votados en sentido inverso, con otra integración. La encausada también fue “afortunada” por el momento histórico en que lo hizo. Diez años atrás, sus chances de salir absuelta eran estadísticamente mucho menores que ahora.
El cronista siempre reniega cuando se llama “Justicia” al Poder Judicial, un estamento del Estado que no debería definirse por el objetivo que (imaginariamente) persigue. Los otros poderes no tienen esa eminencia, a nadie se le ocurriría apodar (por ejemplo) “bien común” al Legislativo o “bienestar general” al Ejecutivo.
Las divergencias entre los jueces son comidilla cotidiana. Son enormes, tan grandes como la distancia que va de la sanción penal a la inocencia de una mujer que manoteó un chocolatín que no le movió el amperímetro al patrimonio de su “víctima”.
Hay situaciones más divulgadas, más tremendas, que se reseñarán en párrafos siguientes.
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Presos sin condena: La voz de la calle pide condenas tremendas. Un periodismo fervoroso descubre culpables de pálpito, hace tabla rasa con la presunción de inocencia. La vindicta colectiva, a la que suman dirigentes políticos y gobernantes, agrega otras ilegalidades: que los sospechosos vayan a parar a la cárcel “ya” es exigido como regla cuando, conforme a las normas, es una excepción.
Según cálculos de los organismos de derechos humanos, en la provincia de Buenos Aires hay 22.500 presos sin condena, atravesando extensos procesos. Son el 75 por ciento de los encarcelados. La senadora Hilda González de Duhalde reclama la construcción de más cárceles. El gobernador Daniel Scioli recibe una vez al mes a la Comisión de la Memoria, que le reclama por los ciudadanos privados de su libertad siendo, hasta tanto haya sentencia firme en su contra, inocentes. Los escucha, con su habitual modo respetuoso, y no hace nada por reparar el desquicio. Más bien lo agrava.
El Poder Judicial no es ajeno a estas tropelías. No podría serlo, de él surgen las prisiones preventivas dictadas a mansalva, con la mirada más puesta en la opinión pública (o en su tramo más vociferante) que en los códigos. Son consabidos la extracción social y el color de la tez de casi todos los reclusos.
Hay, por cierto, secretarios, jueces y fiscales que reman contra la corriente en defensa no de la delincuencia, sino del acatamiento a la Constitución. Son, como las camaristas mentadas líneas arriba, minoría dentro del conjunto, aunque a veces puedan conseguir victorias tácticas.
El círculo se cierra con la tutela tribunalicia a las policías bravas. Las fuerzas de seguridad salvajes siguen siendo un flagelo en casi todas las provincias. Los lazos con el poder político territorial son frecuentes. Su eficacia se redondea con magistrados manoduristas que fungen como aliados de los policías que deshonran su uniforme.
Hay un debate tremendo entre, simplificando un poco, dos corrientes judiciales, pero la corporación, hermética por tradición, no lo somete a la luz pública.
Los jueces, a diferencia de quienes representan al pueblo como legisladores o mandatarios, no tienen ningún incentivo profesional para hacerse entender por el vulgo. La ciudadanía no los elige por el voto, ni los reemplaza, ni los derroca.
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Juicios sin público: Semanas atrás el presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, presentó un informe sobre el estado de las causas que investigan crímenes de lesa humanidad. Pronunció un notable discurso en el que subrayó que su avance no es un mérito exclusivo de “la Justicia” sino de la sociedad en su conjunto. Resaltó también como un avance la publicidad de esos procesos, por vía de su difusión a través de medios electrónicos. Reconoció que había “resistencias” dentro del Poder Judicial pero eligió concentrarse en los avances. Tal vez la opción fue buena, edificante cuanto menos. Pero las resistencias justifican una lectura a fondo.
Los jueces que se oponen a divulgar las audiencias contra los procesados por el terrorismo de Estado son un bloque homogéneo, que enfrentan los criterios del Alto Tribunal, que no son obligatorios. Lo hacen por motivos ideológicos, a menudo por empatía por los procesados. Sus resistencias buscan privar a la ciudadanía de información, velar los rostros de los represores. No es su único favor, también hay muchos que cooperan con los defensores dilatando los trámites hasta el infinito, admitiendo chicanas sin sustento, aceptando recusaciones sin destino o excusándose ellos mismos de intervenir alegando causales que no son las establecidas, taxativamente, en los códigos. Los genocidas pregonaban que el silencio es salud, quienes los encubren suponen que ocurre lo mismo con la opacidad a la mirada pública.
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Corte y pegue: La Corte Suprema es la mejor del período de la recuperación democrática. La mayoría de sus integrantes fue designada a propuesta del entonces presidente Néstor Kirchner. Sus Señorías no se alinearon con el Ejecutivo, en un saludable gesto de autonomía, eventualmente objeto de alarde o sobreactuación.
El presidente del tribunal es un juez de perfil público alto, que se ha esforzado por ser protagonista en el Agora y por sacar a los togados de sus ámbitos silenciosos y recoletos. La publicidad de las sentencias, las audiencias públicas, la creación de un Centro de Información Judicial que divulga en tiempo real sentencias, acordadas y resoluciones son algunos de sus gestos congruentes (e inéditos) en ese sentido.
La Corte es superior a la media de los jueces en su concepción ética, su versación y su apego a los derechos humanos y constitucionales. Pero, a la vez, el liderazgo de Lorenzetti se afirma en su representatividad corporativa. La Cuarta Conferencia de jueces celebrada la semana que hoy termina (otra iniciativa del presidente de la Corte) reflejó ese doble rol, que conlleva ambigüedades y desafíos.
Cuando Lorenzetti convoca a iluminar los procesos contra los represores y a dinamizarlos, consigue el apoyo de un sector. Las ovaciones las gana cuando alega sobre la independencia respecto del “poder” (político, que de los otros no se habla). Un cónclave de jueces tiene bastante de plenario gremial: autoalabanzas, cero autocrítica, elusión de los conflictos internos, defensa de las exenciones impositivas, propias de una élite.
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El otro camino: La “judicialización de la política” dista de ser un fenómeno autóctono. Pulula en otras latitudes, al calor de la pérdida de potencia de los poderes representativos. El sociólogo francés Pierre Rosanvallon lo cifró así: “El ciudadano se ve a veces tentado de esperar de un juicio los resultados que ha desesperado de obtener de la elección”. En la Argentina, legisladores y funcionarios también van a los estrados, tras ser derrotados en las instituciones que integran.
La judicialización sobrecarga a los tribunales de responsabilidades imposibles de cumplir acabadamente. La Corte maneja la cuestión con prudencia, trata de autolimitarse, de incitar al Congreso y a los mandatarios nacionales y provinciales a zanjar políticamente las cuitas políticas. Entre muchos ejemplos, genera instancias de diálogo en los juicios de las provincias contra el estado nacional. También retuvo el fallo sobre la inconstitucionalidad de la prohibición del matrimonio igualitario, cediendo la primacía al debate parlamentario, que le dio mejor cauce, estableciendo una regla general, votada por los representantes del pueblo y de las provincias. El contundente rechazo a la demanda promovida por el diputado peronista federal Enrique Thomas como procurador ad hoc de los multimedios fue otra señal.
Claro que ningún tribunal puede negarse a decidir, lo que les deja a los togados cierto manejo de los tiempos. De cualquier manera, en la atmósfera caldeada de la política cotidiana frisa con lo imposible encontrar un momento en que la coyuntura no hierva. El recurso extraordinario interpuesto por el Estado nacional contra una medida cautelar que frena la vigencia de la “cláusula de desinversión” de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es, a no dudarlo, una brasa ardiente.
Cualquier estudioso de la realidad política sabe que, cuando están en juego intereses de empresas importantes, hay presiones proporcionales sobre los poderes públicos. La narrativa mediática criolla niega esa verdad universal, los Supremos la viven en el día a día. Se supone que están capacitados para superarla, será un esfuerzo.
Como en cualquier pleito, los cortesanos tienen un kit de interpretaciones a mano. Incluso una salida por la tangente, con base procesal: decidir que por tratarse de una medida cautelar no deben intervenir. Tres líneas y las citas de algún precedente (de todo pelaje los hay, como con el chocolatín) bastarían para sellar un tema crucial para el sistema democrático. Sería una salida en la tradición de Poncio Pilatos, inadecuada para la gravedad institucional que produciría la cautelar. Paralizaría (sin analizar el fondo del asunto y sin tener elementos tangibles para medir la magnitud del perjuicio económico de las corporaciones) una ley aprobada por una amplia mayoría transversal.
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Generalizaciones: Los cortesanos gozan de buena reputación, también bastante más elevada que la del Poder Judicial en su conjunto. Les importa conservarla, tanto como a Lorenzetti su liderazgo y su imagen pública. Parte de ese prestigio finca en su “independencia”.
Con esas coordenadas, la imprecación del ministro Amado Boudou contra “la Justicia express” fue, entiende el cronista, un paso en falso, una provocación. Seguramente no fue decisión propia, el oficialismo suele incurrir en el error de abroquelar colectivos divididos, criticán-dolos en bloque. Un reproche tan generalizado fuerza un repliegue al espíritu de cuerpo, que suma aun a quienes son minoría crítica.
La interpelación, rudimentaria a fuer de genérica, se verbaliza a la luz del día, mientras las corporaciones aprietan en las sombras. Habrá quien suponga que se buscó amedrentar a los Supremos, es un dislate: éstos disponen de poder, de entereza y de apoyos suficientes como para resolver a su guisa. Lo vienen haciendo desde 2004, sin limitaciones.
Sobreponerse a esos avatares (regaños en público, lobby feroz por línea privada) es una de las virtudes cardinales de los jueces de alto rango, que será puesta a prueba en plazos no inminentes pero tampoco tan largos.
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El pueblo dónde está: Los magistrados se arrogan representar a “la gente”. Sin embargo su organización, carrera y promociones están exentas del voto. El pueblo no vota jueces, porque así lo manda la Constitución.
También prescribe, desde hace largo siglo y medio, que el pueblo juzgue, implantando el juicio por jurados. Una exótica “política de Estado” ancestral ha dejado desactivada esa regla participativa, mutilación del poder ciudadano que algo tiene que ver con todos los tópicos que hemos recorrido, a vuelo de pájaro.
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