Domingo, 24 de julio de 2011 | Hoy
EL PAíS › ADELANTO EXCLUSIVO DEL LIBRO LA PRESIDENTA, HISTORIA DE UNA VIDA, DE SANDRA RUSSO
Desde que llegó a la presidencia, Cristina Fernández de Kirchner no dio ninguna entrevista a medios gráficos (la última fue a este diario antes de asumir) y sus contactos con los medios se redujeron aún más desde la muerte de Néstor Kirchner. Por eso, no es uno de los méritos menores de la autora de La Presidenta, historia de una vida, la indispensable biografía escrita por Sandra Russo que editorial Sudamericana distribuirá en librerías a partir del 1º de agosto, el haber conseguido concretar largos diálogos con CFK que le sirvieron tanto para afinar los resultados de su trabajo como para iluminar los momentos más importantes de la vida de la protagonista con su propia palabra. Una parte de esas definiciones presidenciales es lo que Página/12 adelanta a sus lectores. Así aparecen verdaderas revelaciones sobre su trayectoria, la relación que la unió y aún la une a Néstor Kirchner, su formación política, los momentos claves de su mandato (como la 125, la ley de medios, Fútbol para Todos, la estatización de las AFJP, el matrimonio igualitario) y hasta el relato de la última noche que pasó con Kirchner y lo que ella considera su legado.
Por Sandra Russo
El padre y la madre nunca se llevaron bien. Era una de esas tantas parejas que no se entienden. No tenían nada que ver el uno con el otro. “Nunca me puse a analizarlo demasiado”, dice Cristina, y yo me acordaré de esto cuando ella cuente, más adelante, su tropiezo con la psicología.
En cuanto a su hermana, asegura tajantemente que era la más querida de esa familia. “Siempre le reproché a mamá que la quisiera más a ella que a mí, y eso no me lo puede negar. Es completamente cierto”, desliza. A Gisele la quisieron mucho todos, ella y Néstor también. Gisele es médica. Hizo toda su carrera en hospitales públicos, nunca quiso ejercer la medicina privada. Debió jubilarse por una enfermedad oncológica. Hace unos años sufrió un trastorno bipolar, del que se recuperó.
–Decían que era yo la bipolar. Les da lo mismo, mezclan todo. Confunden a una persona con la otra, pasan por alto lo que significa en una familia ver a alguien tan joven ponerse tan mal. Fue terrible cuando se enfermó.
Gisele es muy inteligente y tiene un alto grado de sensibilidad. Extrema, te diría. Hay gente que padece esa enfermedad y que tiene una percepción muy aguda de las cosas, y vos sentís que casi te adivina, que te lee el pensamiento. Cuando se acepta el tratamiento, los pacientes responden muy bien. El problema dura hasta que lo aceptan, porque Gisele no quería tomar la medicación.
Para mí su enfermedad fue muy fuerte, muy dura. Siempre tuvimos una relación muy estrecha, más de lo común entre hermanas. Ella dependía de mí más que yo de ella, porque mi mamá me la enchufaba siempre. “Andá con tu hermanita”, “No, mamá, no tengo ganas de ir con mi hermanita”. Pero me tenía que hacer cargo. Eso me reventaba. Ella me adora, soy su ídola. Néstor la adoraba, y ella a él también.
Esta mujer que hoy representa a muchos sectores, pero que defiende prioritariamente a los trabajadores organizados, creció escuchando en su propia casa que el que no trabaja es porque no quiere y que los argentinos son vagos. El estribillo del antiperonismo. Su análisis se basa en esas condiciones materiales, familiares, en esa prefiguración del mundo que toma cuerpo en la infancia. Cristina Fernández nunca se psicoanalizó. Lo que hizo, sí, fue inscribirse un año en Psicología. Una experiencia cuyo recuerdo le parece “insoportable”.
Cristina era perito mercantil, y cuando llegó el momento de inscribirse en Derecho, que era la carrera elegida, hubo un obstáculo administrativo. En Derecho no aceptaban peritos mercantiles y había que rendir diecisiete equivalencias.
–Como si los peritos mercantiles fuéramos almaceneros con título, qué ridículo. Yo como perito mercantil había cursado muchas materias que tenían más que ver con Derecho que cualquier bachiller. Había cursado Derecho usual, Derecho administrativo, Economía política. Pero no hubo nada que hacer ese año y me inscribí en Psicología, que no se daba en Humanidades sino en un instituto que quedaba muy lejos y había que estar muy temprano. Dios, llegaba hasta ahí y me decía a mí misma “qué hacés vos acá, escuchando esto”. La materia que más me gustaba era Antropología cultural, estaba la cátedra de Mario Margulis. Pero había un ayudante...
Escuchar esas cosas tan temprano... –se agarra la cabeza y se ríe–. No era para mí. A mí me gusta discutir, pero sobre cosas concretas. Detesto hablar sobre bueyes perdidos. No lo toleraba. Yo quiero discutir con resultados. Discutimos y bueno, vos tenés razón, yo tengo razón, cedemos los dos un poco, en fin. Pero no puedo soportar la incertidumbre –dice, todavía explicando su aburrimiento en las clases de Psicología, pero ya virando en otra asociación–. Mirá los desaparecidos. Lo más terrible no fue la muerte, sino el estado nebuloso del de- saparecido. Muerte y tortura hubo siempre a lo largo de la historia argentina. Lo novedoso, lo perverso que introdujo la dictadura militar fue ese “no saber”. Eso nadie lo esperaba, era inconcebible. Y cada vez que uno lo piensa bien, sigue siendo inconcebible.
Pipa ya lo conocía a Néstor –era el pibe que vivía con su novio– cuando empezó a sentarse con Cristina en el curso. Néstor era identificable por la campera verde, brillante y jodón, pero decididamente no era un galán. De modo que cuando Pipa consoló a Cristina prometiéndole conseguirle un candidato, pensó en algunas posibilidades, pero ninguna de ellas incluía a Néstor.
Mientras, Cristina veía declinar su propio entusiasmo por el noviazgo con Cafferata, hubo varias reuniones en la casa de Pipa a las que Omar llegaba con su guitarra y sus amigos. Entre ellos estaba Néstor. Nada indicaba, en esos cruces previos, que entre ellos algo se encendería con tanto fuego.
Estéticamente, parecían polos opuestos. Cristina era impecable y Néstor, un desastre. Llegaron a estudiar una materia los cuatro juntos. Cristina era una máquina de leer, y a Néstor parecía difícil hasta sentarlo a la mesa.
Era el más comprometido de ellos con la FURN, pero no perseguía un promedio brillante.
El Día del Estudiante de 1974 iba a producirse el Gran Chispazo.
–El Centro de Estudiantes de Santa Cruz había festejado ese 21 de septiembre en el Parque Pereyra Iraola.
Néstor venía de ahí. Yo estaba en la casa de Omar, estudiando, porque teníamos un parcial de Reales, Derecho Civil IV. Llega Pipa y le dice que se había muerto su abuelo. Omar se fue con ella al velorio. Néstor me vio estudiando y se ofreció a ayudarme, porque nosotros estudiábamos de a dos. Uno leía en voz alta. Como Omar se fue, me dijo: “Yo te ayudo”. “Bueno, gracias”, le digo. Se sienta. ¡Y me empieza a discutir todo! –se indigna Cristina todavía–. Cosas que yo sabía. Yo decía algo y me interrumpía. “No, no es así.” “Cómo que no es así”, le decía yo. “No. No es así.” Hasta que me di cuenta de que estaba mamado. Le dije: “Querido, ¿vos me estás tomando el pelo? Andate a joder con tus amigos, que yo me voy a la mierda”. El se reía. Y no me fui, me parece. Creo que me quedé.
Cuando se encontraron por primera vez, ella tenía 20 y él 23. Se casaron a los seis meses de haberse conocido, pero eso no me lo dice. Toma un sorbo de la lágrima que le han traído, y habla de él sin que la voz experimente más que un temblor. Y de lo primero que habla es de las peleas. “Teníamos peleas memorables”, dice, y sonríe, como reconfortada por el recuerdo. “Arrancamos así, peleándonos. Discutíamos por todo, por cosas que nos parecían muy importantes y cosas que eran pavadas. Pero nos peleamos siempre, desde el primer hasta el último día.” Las discusiones las terminaba cualquiera de los dos, “el que creía que iba ganando”, aclara.
Cristina se extiende en el tema de las peleas. Creí que se había tratado de un mero comentario, pero a medida que sigue hablando, es obvio que eso es lo que más extraña. Pelearse con Néstor. Esa manera de hacerse compañía. Desarrollaron un arte de la pelea.
–Yo cuando me enojaba no le hablaba –dice usando un tono nuevo, mordaz, de jugadora–. Era lo peor que le podía hacer. No hablarle. Yo sabía que si resistía ganaba, pero me costaba mucho. He llegado a estar un día entero sin hablarle –afirma con la cabeza, como reconociéndose un mérito.
–¿Un día? No es nada –le digo.
–Pero para nosotros un día era una eternidad. No podíamos vivir sin hablarnos. El a veces se ensimismaba, y te dabas cuenta de que estaba enojado por la cara que tenía. ¡Cómo me reventaba esa cara de culo cuando no sabía qué le pasaba! “Qué pasa”, le preguntaba. Y él contestaba “nada”, con mal tono. Podía ser que le hubiera molestado algo de mí o de alguna situación. Pero yo no soportaba que me dijera “nada”.
Se habían acostumbrado a estar juntos todo el tiempo. Cuando Néstor fue intendente de Río Gallegos y durante los doce años que fue gobernador de Santa Cruz, Cristina tenía su despacho al lado del suyo. Incluso cuando era diputada nacional y pasaba los días de semana en la Capital, mantuvo su despacho junto al del gobernador. Pero en aquel tiempo, cuando de lunes a jueves Cristina se instalaba en el departamento de Juncal y Uruguay, comenzaron los llamados.
Repetidos, obsesivos, insistentes. Quienes los conocieron cuando él era intendente y ella jefa de campaña, o cuando él era gobernador y ella secretaria legal y técnica o diputada nacional, o cuando él fue Presidente y ella, además de “primera ciudadana”, senadora, o cuando ella fue Presidenta y él su primer militante, no dejan de mencionar los llamados que se hacían. Eran constantes y a toda hora. Mañana, tarde, noche, madrugada. Por motivos políticos y domésticos.
Cristina hace silencios cortos. Son pausas en la conversación que usa, creo, para ordenar lo que va volviendo a su mente y sus emociones. Ahora que ya ha tosido un poco y ha terminado su lágrima, dice casi admirada:
–Lo impresionante es que yo pensaba en él y el tipo me llamaba. Teníamos momentos telepáticos. Nos llamábamos en el momento y por el mismo tema en que estaba pensando el otro. Y cuando estábamos juntos, a veces ni hablábamos, con mirarnos ya nos entendíamos. Era muy impresionante, sí; la conexión era impresionante.
–Tener un interlocutor como ése es...
–Insustituible. No hay otra palabra. Con el que más me acerco ahora es con mi hijo, pero es totalmente distinto, es otra edad, otras vivencias, tenemos una relación de madre e hijo. Lo mío con Néstor fue increíble.
Ese fue el día de la masacre de Ezeiza. Volvía Perón a quedarse, y Ofelia Wilhem, la madre de Cristina, estaba emperrada en ir. Le anunció a su hija mayor que iría sola. Cristina decidió acompañarla, y encontrarse allí con las columnas de la FURN y el FAEP, las agrupaciones de Derecho. Quedaron las dos en medio de los tiroteos, aunque de una manera singular: fue la hija la que debió zamarrear a la madre para salir de allí.
–Yo estaba con la duda, porque quería ir con mis compañeros de la facultad, pero mamá... –dice Cristina y sonríe con alguna dosis de resignación–. Mamá quería ir, quería ir, yo le decía “Mejor quedate acá”, pero qué... Bueno, está bien, le dije, voy con vos. Salimos muy temprano, pasadas las cinco de la mañana. Fuimos con un compañero del gremio de mamá. Bajamos por Ciudad Evita, y entramos por una transversal. Había que dejar el auto muy lejos, así que caminamos mucho; serían las seis y media, estaba amaneciendo. Había una neblina muy espesa, casi cinematográfica. Entramos a Ezeiza y empezamos a caminar por la Riccheri, y yo me subí al guardarrail, para ver la perspectiva. Era impresionante.
Eran como hormigas. Venían de todas partes. Gente sola, gente encuadrada, con banderas, con cartelitos. Vi llegar un grupo con una bandera uruguaya. Vi indios tobas, altísimos. Vi una inmensa bandera del ERP 22 de Agosto.
Y todo envuelto en ese humo. Llegamos después de caminar horas, ya eran más de las diez. Yo me fui para el lado por el que sabía que iban a entrar los de la facultad. Era del lado donde estaba Evita. En el palco oficial, estaba el retrato de Perón enorme en el medio, de un lado estaba Isabel y del otro Evita. Nosotros nos íbamos a encontrar de ese lado. Apenas llego, siento ruidos. Pin pin pin.
Le pregunto a un tipo que vendía choripanes. “Sí, son tiros”, me dijo. “Pero están así desde la mañana.” Se empezó a formar muy claramente un cerco de la Juventud Sindical alrededor del palco, me acuerdo el color verde. A eso de las dos de la tarde... Yo no sé por qué me acuerdo tan bien de los horarios. Pero sí, a esa hora vi entrar las banderolas blancas con letras azules de la FURN y las azules con letras blancas del FAEP. Querían llegar al palco y no los dejaban. A las dos y cuarto, dos y veinte, veo que hacen fuerza para poder entrar. Armaron una típica formación de cuña, rompen el cerco y pasan. Y al instante, los tiros. La gente empezó a correr. Venían para el lado donde estábamos nosotras. Gritaban “¡Nos están cagando a tiros!”. Mi primera reacción fue meterme adentro del bosquecito, porque yo creí que los tiros venían solamente del palco. Me puse atrás de un árbol, y mi mamá gritaba “¡Yo me quedo a ver a Perón, yo me quedo a ver a Perón!”. Increíble. Yo le decía “Mamá, acá no nos podemos quedar”. Y de pronto, empezaron a tirar de todas partes. Tiraban del palco y tiraban de atrás. Yo la zamarreaba a mamá, discutimos. Ella gritaba. “¡A mí no me va a sacar nadie!”. Una discusión ridícula en una escena terrible. Empezamos a caminar y a chocarnos con los miles y miles que seguían llegando, y a los que desde un camión les decían “¡Compañeros, no retrocedan!”. Fueron momentos muy confusos. Fue infernal. Hicimos todo el camino a la inversa, fueron más horas caminando. A La Plata llegamos después de las ocho de la noche.
Cuando Néstor y Cristina se casaron y ya se habían ido de la Tendencia porque disentían con la lucha armada, Gisele los iba a visitar todos los días a la casa de City Bell, donde vivían con Chiche Labolita y Gladis Dalessandro. Un domingo hubo una marcha organizada por la CGT, el día que lo echaron a López Rega. Néstor y Cristina no habían ido.
–Ese domingo organizamos un asado en casa. Vinieron el Kuto Moreno, Hernán Fuentes, el hermano del actual senador Marcelo Fuentes, que ya se había recibido, Cachito Caballero, un neuquino, Carlos Negri, que había sido diputado por la JP. Todos estábamos en casa cuando llegó Gisele de la marcha. Yo me puse a revisarle unas carpetas y encontré un afiche de Evita Montonera. La llamé a los gritos. “¿En qué andás, vos?”, la increpaba yo. Nosotros éramos muy críticos, y no era ningún secreto. Néstor andaba a los gritos por los pasillos de la facultad. Nos oponíamos a lo que estaba claro que se venía. Que era la militarización de la política. Sólo podía tener sentido durante la proscripción, en dictadura, pero en democracia no. Con un gobierno electo, aunque no nos gustara, no. Y además nosotros, los de la Juventud, entrábamos a los barrios y la gente nos recibía porque éramos peronistas y ellos eran peronistas. Vos podías pelearte con Perón, pero ¿con el peronismo de la gente qué hacés? Eso no se quería discutir. Ese domingo con Gisele nos gritamos de todo, y yo terminé diciéndole “Te van a matar, tarada”. La agarramos con Néstor y la convencimos. Le salvamos la vida –afirma con la cabeza, los ojos se posan en el vacío–. Le salvamos la vida. Estoy segura. Le salvamos la vida.
–Yo nunca quise ser candidata. Nunca. Ni para Presidenta ni para senadora ni para diputada provincial. Me tuvieron que convencer siempre. Ya éramos el Frente para la Victoria Santacruceña. Yo insistí en que le teníamos que agregar “santacruceña”, quería ser más específica. Aquella vez, yo me negaba a ser candidata a diputada por el Frente para la Victoria. “No, no, van a decir que soy la mujer del intendente”, repetía, y me los quería sacar de encima. Todos se acordaron de eso cuando poco tiempo después hubo una película de Isabel Sarli que se llamó La mujer del intendente, ¿a vos te parece? Cómo me gastaron...
–Yo estoy acostumbrada a situaciones de extrema presión y a no perder la calma –dice precisamente en un tono muy bajo y controlado, soltando las palabras despacito–. Tengo muy alto el umbral de la presión psíquica, y muy bajo el umbral del dolor físico. Y ahora, con lo de Néstor, mucho más. El era más leche hervida.
Desde que él murió, es como si yo hubiera profundizado esa tolerancia a la presión. Están esperando que me salga de la vaina, pero no me salgo fácilmente. Ahora ya no tengo el contrabalanceo con Néstor, porque siempre cuando uno se sacaba, el otro contenía. Ahora tengo que hacerlo yo sola. Las cosas me afectan menos, todo se relativiza, se adquiere otra dimensión.
Cristina pone especial énfasis en el gobierno de Néstor y en lo que fue clave para determinar las propias políticas económicas: el desendeudamiento y la cancelación de la deuda, el reposicionamiento frente al FMI.
En el hotel, durante la entrevista, saco el tema. Aquélla fue una carta guardada durante la campaña, el as que el candidato medio desconocido trajo del sur bosquejado en su famoso cuaderno Arte tamaño oficio.
–Pero eso obedeció, más que a una decisión de gobierno, a una opción de vida –dice Cristina–. El odiaba tener deudas. Siempre administró su vida privada sin deudas. Desde que nos casamos tuvimos ahorros. Eso le vino de su cultura de inmigrante: tener algo y no deberlo era un valor. No es que Néstor vino con una teoría económica, no planteó el desendeudamiento leyendo economía. Para él lo lógico en lo privado era lógico en lo público. Estaba en su ADN. Obviamente consideraba a la deuda externa como el mayor condicionante histórico, y el pago al FMI... Eso le rondaba, le rondaba. Cuando Lula le contó que tenía la misma idea y que lo iba a hacer, dijo “es ahora”. Fue casi al unísono con Brasil. El llegó a la presidencia con la idea de ahorrar reservas. Es lo que hizo toda la vida, juntar plata para tener seguridad y no necesitar pedirle a nadie. Me acuerdo que una vez, en mi campaña para senadora por la provincia de Buenos Aires, estábamos en Ezeiza y se puso a charlar con Alfredo Coto. Y le dijo: “La Argentina para crecer necesita tener 50.000 millones de dólares de reserva”. En aquel momento todavía sonaba exagerado. Era el 2005, teníamos 20.000. Pero ése era el rumbo, y eso se logró.
–A mí en el 2008 me quisieron destituir. Sí. No tengo ninguna duda. No habían querido que fuera yo la candidata. Fundamentalmente el Grupo Clarín. Magnetto lo había ido a ver a Néstor a Olivos y le había dicho que no me querían como candidata. Se lo decían a todo el mundo. El otro día me vengo a enterar... Preguntale a Florencio Randazzo, pedile que te cuente cómo era, cuando él estaba convencido de que iba a ser yo la candidata, Felipe Solá le decía “no, eso se cae, mirá que yo hablo con Alberto Fernández y me dice que eso se cae”. Y Randazzo le decía “pero mirá que yo hablo con Néstor y es la candidata”, y el otro le insistía que no, que yo no era. El Grupo estaba ejerciendo mucha presión, eso yo lo sabía. Lo que no sabía era que el vocero del Grupo, hacia adentro, era nuestro jefe de Gabinete.
En el 2008, la 125 pasó de ser una decisión política aislada a ser el eje de discusión de todo el modelo económico y social. Por eso digo que fuimos obligados a la pelea. La situación nos obligó a pelear para defender el Gobierno. Vos prendías la televisión ese año y escuchabas las cosas que decían de mí y de Kirchner, y nunca se las habían dicho a nadie. A nadie. Nunca. Yo puedo hacer discursos con contenidos fuertes, pero son conceptos. Me devolvían agravios personales, uno atrás del otro. (...)
Cuando vi la embestida, la verdad, no dudé. Se dio naturalmente. No pensamos nunca en retroceder ni en negociar ni en hacer un gobierno débil. Me refiero a lo que me vengo refiriendo desde que empezamos a hablar. A las convicciones. A lo que me parecía lo mejor para el país. Yo me planté y bueno, dije, si me echan, que sea por lo que pienso y hago, no por lo que no me animo a hacer. No me iban a echar por débil. No quise ser como Alfonsín, que se terminó yendo después de haber hecho lo que no quería. Eso sí que no. Ni por estúpida, porque me estaban subestimando. Yo ya había empezado las reuniones con la Coalición por una Radiodifusión Democrática, el colectivo que durante años elaboró los 21 puntos originales del proyecto de la ley de medios. Quería interiorizarme. Alberto Fernández me preguntaba: “¿Qué vas a hacer con eso?”. “Nada”, le decía yo. “Me interesa.” “Mirá que a Clarín eso no le interesa”, me decía, y yo le contestaba: “No lo hago por si le interesa o no le interesa a Clarín.” Varias veces cruzamos ese diálogo. Era tenso. Terminé diciéndole:
“Y si al Grupo no le interesa, para qué te hacés problema vos”. Empezamos a trabajar más fuerte con la Coalición, pero creo que ellos tampoco creían que lo íbamos a llevar adelante. Nadie creía que nos íbamos a animar. Seamos sinceros. Nadie.
–Tampoco creían en el Fútbol para Todos. En realidad, si uno lo mira en perspectiva, en términos de cambio y transformación de las costumbres, eso fue muy fuerte. En este país había chicos de veinte años que nunca en su perra vida habían podido ver el partido en sus casas. Tenían que ir al bar de la estación de servicio a ver el partido. El que no tenía cable tenía que salir de su casa para ver el fútbol, porque mirá, se habla de pan y circo, pero a la gente pobre ni el circo le habían dejado. El que no tenía cable no veía el partido o no veía los goles. Estaba naturalizado. El Fútbol para Todos implicó una democratización muy visible, literalmente. Porque le cambió la vida a mucha gente. Hoy el fútbol se ve en familia. Fue más fuerte incluso de lo que pude prever cuando los directivos de la AFA vieron que estábamos dispuestos a tomar decisiones que nadie había tomado hasta entonces. Alguien a quien prefiero no nombrar, para no incendiarlo, vino y me dijo: “Te puedo hacer el contacto”. “Hacelo”, le dije. A los dos días nos reunimos con Grondona y otros directivos en Olivos, a las diez de la noche, y cuando estábamos hablando yo encaré a Grondona y le pregunté: “Qué pasa si alguien le ofrece más plata que el gobierno. ¿Usted acepta?” Y él me contestó: “No, señora, yo voy a arreglar con usted. No dude de mi palabra”. Decidí confiar.
–Otra medida definitoria fue recuperar los recursos de los trabajadores. Eso parecía imposible, y creo que si lo hicimos fue por el envión del 2008, cuando el mundo se vino abajo. Por eso yo lo valoro tanto a Amado Boudou. Porque fue él el que vino a traerme esa idea. Era un feriado. Me llama Massa, que era el jefe de Gabinete. Massa tiene una cosa... Cuando algo lo supera, cuando se pone nervioso, se ríe sin parar, pero casi histéricamente, pobre, no puede parar de reírse. Ese día me llamó muerto de risa, me decía que estaba con Amado, que Amado se había vuelto loco y que querían comentarme una idea. Bueno, le dije, vengan. Fuimos a la Jefatura de Gabinete. Sí, era feriado. Porque llegaron de sport. Llegan los dos. Amado me dice, mientras Massa se sigue riendo: “Presidenta, el mundo no va a volver a ser lo que fue. Tenemos que ir por las AFJP”. Le pregunté cómo sería. Y empezó a desplegar hojas y hojas, a explicarme. Massa, muerto de risa. Le dije a Amado: “Me gusta, pero llamemos a Kirchner a ver qué opina”. Y ahí mismo lo llamamos y le pedimos que fuera a la Jefatura. Estábamos sentados en mi escritorio. Néstor vino y se paró detrás, en el medio, y Amado volvió a desplegar las hojas y a explicar el proyecto. En ese momento el Estado estaba pagando el 60 por ciento para que las AFJP cumplieran con el pago de las jubilaciones mínimas. Nunca me voy a olvidar ese momento. Néstor escuchó todo en silencio, y cuando Amado terminó de hablar, no dijo nada. Primero le extendió la mano, y mientras se la estrechaba le dijo: “Estoy totalmente de acuerdo”. Para nosotros fue una noche muy importante. Néstor ya lo había pensado, incluso creo que llegó a analizar la recuperación de los fondos previsionales con Lavagna. Pero no se animó. En dos años hemos duplicado los fondos que ellos juntaron en doce. Era un negocio impresionante. Muchas de las cosas que hicimos ya las habían pensado otros, pero no se animaron. Pasó con la Asignación Universal, con la regulación de las prepagas, con Aerolíneas, con el Matrimonio Igualitario, con tantas cosas. Con cada una nos fueron diciendo oportunistas. Pero son nuestras ideas de siempre. Dijeron que éramos oportunistas con el matrimonio igualitario, por ejemplo, y ahora por suerte apareció esa vieja nota que le hizo Juan Castro a Néstor cuando era gobernador, y él se pronuncia a favor de la adopción de chicos por parte de parejas homosexuales. En todo caso, lo que aprovechamos es la oportunidad del poder, la usamos. Lo dijo él en su discurso inaugural, pero yo lo escribí y lo sentí siempre. Uno no llega hasta acá para dejar las convicciones en la puerta.
–El murió conmigo acá, en la cama –dice, sin que yo le haya preguntado nada al respecto, sin animarme a hacerlo–. El no murió en el hospital. Lo averigüé con el tiempo, atando cabos. Primero no entendí, por cómo se dieron las cosas, por los intentos que hicieron para reanimarlo. Pero después me puse a reconstruir todo, y lo llamé al médico para preguntarle. Y fue así, lo que pasaba era que el médico que estaba acá no se animaba a decírmelo. También fue porque nadie podía aceptar que estaba muerto. Yo no podía. Todo lo que hicimos esa mañana fue desesperado –dice, repiqueteando las uñas largas y nacaradas en el brazo de madera del sillón, después de haber apurado la palabra “muerte”. Pero con una levísima negación de cabeza, el repiqueteo de las uñas, se da coraje, y sigue, ya repuesta.
–Me queda el consuelo de que haya sido acá. No hubiera soportado que muriera en Olivos. El odiaba Olivos. No veía la hora de volver acá. Amaba este lugar. Esto se lo di yo. Lo descubrí y se lo di. Lo hice yo y contra su voluntad. Fueron años de peleas. Me decía: “Dejate de gastar ahí” –se ríe–. Pero después le transmití el amor por este lugar, y no había nada que añorara más que estar acá y dormirse su siestita en el sillón antes de ver el partido.
Y después Cristina, cuando yo creía que, ya rearmada y con la angustia un poco disipada, se iría alejando del tema, se sumergió sola y directamente en la noche del 26 de octubre. Esa noche se pelearon y se rieron como siempre, como en sus mejores noches, y hasta se besaron delante de sus sobrinos, algo que, aunque no lo dice, ella asocia con lo premonitorio.
–Ese último fin de semana fue especialmente cálido, tranquilo. Nosotros no éramos de hacernos demostraciones de afecto en público, delante de la gente. Fijate que yo no me di cuenta. Patricio, el marido de mi sobrina Natalia, fue el que me lo dijo. “Vos lo besaste”, me dijo, y me acordé. Habíamos cenado con ellos dos, con Patricio y Natalia. Salió publicado que habíamos cenado con Lázaro Báez. Nunca en mi vida cené con Lázaro. Esa noche yo estaba escribiendo un tweet para el día siguiente, que era el del Censo. A Néstor le reventaba el Twitter. Me decía: “¿Otra vez con esa boludez?”. Y yo le contestaba: “Dejame de hinchar, si a mí me distrae. ¿Yo te digo algo de tus partidos de fútbol?”. Pero me ganó por cansancio y dejé el tweet para el día siguiente. Y ahí quedó. Esa noche vinieron mis sobrinos y habíamos mirado 6, 7, 8, estábamos allá, mirá –me dice y se para y camina unos pasos. Me acerco. Me señala en el otro extremo del living enorme un sillón de tres cuerpos, mullido, color habano–. Néstor estaba sentado en esa punta y yo en esta otra. Enfrente del sillón está el televisor. El hacía zapping. Y de pronto dejó un canal en el que estaba el gordo D’Elía. Le preguntaban quién le gustaba más como candidato, si Néstor o yo, y el gordo decía que no podía elegir, pero le insistían, y dijo: “Bueno, le voy a dar una respuesta de Néstor: él decía ‘en la facultad yo era un cuatro y Cristina era un diez’”. Nos reíamos los cuatro y Néstor dijo entre dientes: “Gordo traidor”. Me causó tanta gracia, tanta ternura... que me estiré hasta la punta donde estaba él, y le di un beso en la boca. Fue el último beso que le di. Después nos acostamos y pasó lo que pasó.
–Néstor tenía sentido de trascendencia –dice Cristina–. Eso es lo que a mí me encantaba de él. Porque lo tenía, militaba. Porque lo tenía, siempre se tomó las cosas con esa pasión, sólo porque tenía ese sentido de trascendencia podía creer que veinte personas eran cinco mil. Y eso es lo que logró transmitir. Yo creo que los jóvenes que se han acercado a la militancia lo hacen porque hoy hay algo que trasciende a lo personal, a lo individual. Néstor estaría muy orgulloso de haber dejado como legado la noción trascendente de la política.
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