Viernes, 26 de septiembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › PIDEN IMPUTAR AL EX JUEZ VALERGA ARAOZ Y AL EX FISCAL STRASSERA
Ambos ex funcionarios ganaron prestigio por participar del Juicio a las Juntas. Sin embargo, los querellantes en la causa por la Masacre del Pabellón 7, en la que murieron 64 personas, cuestionan su actitud cuando les tocó investigar. Para el fiscal, hubo “desidia judicial”.
Por Alejandra Dandan
El 14 de marzo de 1978, unos cuarenta uniformados del Servicio Penitenciario Federal entraron a requisar a golpes el Pabellón 7 de la cárcel de Devoto. Antes de irse cerraron la puerta de ingreso y comenzaron a disparar armas de fuego y a lanzar gases lacrimógenos contra los presos. Los presos taparon los ingresos con las camas y los colchones y mientras arrojaron lo que tenían a mano. Hubo una llama y 64 personas muertas en medio del incendio. Esto que se conoce como la Masacre del Pabellón 7 es parte de una investigación cerrada dos veces por la Justicia y reabierta recién este año en que la Justicia federal la encuadró como delito de lesa humanidad. Los últimos dictámenes señalaron muy enfáticamente la pésima intervención de numerosos funcionarios judiciales en las primeras épocas. Hablan de “de-sidia judicial” y de una “total inexistencia de imparcialidad”. Entre antiguos jueces y fiscales hay muchos que ascendieron en la carrera judicial. Los querellantes piden ahora que sean imputados.
Entre los nombres más conocidos está el de Julio Cesar Strassera y Jorge Valerga Aráoz. Ambos formaron parte más tarde del Juicio a las Juntas de Comandantes, pero hoy se muestran en los medios como parte del lobby contra las causas de lesa humanidad que avanzan sobre algunos de sus amigos. Es el caso de Strassera con el juez marplatense Pedro Hooft o el de Valerga Aráoz con su cliente, el empresario Carlos Pedro Blaquier. Durante esas presentaciones, más o menos formales, ambos aparecen en nombre de una supuesta moral biempensante, amparados por el aura que les dejó el Juicio a las Juntas, y credenciales de un compromiso que estos expedientes tiran por el aire.
Claudia Cesaroni es abogada, criminóloga y hace dos años se presentó en los tribunales con Hugo Cardozo, uno de los sobrevivientes, a pedir la reapertura de la causa. Ella hizo una investigación que publicó en el libro La Masacre del Pabellón Séptimo, de editorial Tren en Movimiento, 2013. Y que fue base de los últimos dictámenes. Un capítulo del libro está dedicado a la intervención judicial. Ella rastrea orígenes y continuidades de distintos funcionarios. Y entre ellos el de Strassera y Valerga Aráoz, quien el 30 de julio cierra la causa de modo provisorio con un dictamen que ella llamará “vergonzante”: “El 30 de julio de 1979 al juez Jorge Valerga Aráoz, que no ordenó ni tomó ninguna medida importante en la causa, que no entrevistó en forma directa a nadie, que ni siquiera visitó una vez la cárcel de Devoto, le basta una carilla, plagada de inexactitudes y falsedades, para dictar un sobreseimiento provisorio”. Señala que toma, por ejemplo, “como cierta la versión penitenciaria, según la cual los internos enloquecieron y en plena dictadura militar se rebelaron sin motivo contra el cuerpo de requisa”.
Carlos Nino –agrega Cesaroni– “fue uno de los principales asesores de Alfonsín para delinear su política de juzgamiento de las violaciones de derechos humanos. Al hacer una caracterización de cada uno de los miembros de esa Cámara (Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal a cargo del Juicio a las Juntas), reserva para (Jorge) Torlasco y Valerga Aráoz la siguiente descripción: ‘Eran miembros de carrera del Poder Judicial, con un fuerte espíritu de cuerpo y neutralidad política’”.
Con esa base, las querellantes piden una investigación e imputaciones por lo menos por falta de administración de justicia. Datos que se vieron consolidados en el mes de febrero, cuando el fiscal Federico Delgado difundió el primer dictamen sobre este caso en el que pedía la reapertura. “Adelantaremos que se trató de una investigación meramente formal, que no tuvo por objeto la averiguación de la verdad de los hechos ni la realización del derecho penal material. Ello se verifica a partir de las circunstancias que a continuación señalaremos, que ponen en evidencia la desidia judicial y la total inexistencia de imparcialidad en la investigación”, sostuvo.
El primer nombre judicial en los expedientes es Guillermo Federico Rivarola, titular del juzgado en lo Criminal y Correccional Federal Nº 3. Dice Cesaroni: “Llegó a la cárcel, supuestamente dispuso una serie de medidas, y luego, salvo tomar una o dos declaraciones testimoniales y mentir, diciendo públicamente que no había heridos de bala, no tomó ninguna decisión importante”. Rivarola es el mismo juez que tuvo en manos la investigación por la masacre de los curas palotinos. En 1989, el periodista Eduardo Kimel publicó la investigación de La Masacre de San Patricio en forma de libro y ahí describió que “la actuación de los jueces durante la dictadura fue, en general, condescendiente, cuando no cómplice de la represión dictatorial. En el caso de los palotinos, el juez Guillermo Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”. Kimel fue querellado por el juez, que ya había ascendido a camarista, recuerda Horacio Verbitsky en una nota publicada en este diario. El CELS patrocinó su caso hoy símbolo de la pelea por la libertad de expresión, que llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Strassera era fiscal federal ante ese juzgado. Fue el primero en introducir la cuestión de la competencia entre el fuero federal y el penal ordinario, un eje que atravesó más del primer año de expediente. Su “única intervención”, recuerda Cesaroni, fue para decir que los acontecimientos “configuran hechos de carácter común” y debían pasar al fuero penal ordinario. “De los presos quemados vivos, asfixiados y ametrallados, Strassera no se ocupó. No hay mención alguna en estas 15 líneas, a las únicas víctimas de ‘los acontecimientos ocurridos en la Unidad 2’: los 64 muertos y los 97 sobrevivientes.”
El 12 de junio de 1978 recibió el expediente Jorge Valerga Aráoz, titular del Juzgado Nacional de Instrucción Nº 28. “Quizá porque estaban entretenidos con los partidos del Mundial de Fútbol que había comenzado el 1º de junio y terminado con la Selección Argentina coronada como campeona el 25 de junio y porque luego llegó la feria judicial de invierno –dice la abogada–, recién el 18 de julio de 1978 el fiscal criminal y correccional Carlos López Correa emitió su dictamen.” Con todos los argumentos inversos a Strassera dice que “debe intervenir la Justicia federal”.
Ese mismo día, Valerga Aráoz no acuerda y el fiscal apela. El expediente va a ir y venir, así, del fuero ordinario al federal. Vuelve a Rivarola, pasa a la Procuración y la Corte antes de volver a Valerga Aráoz para el dictamen final.
El 18 de julio de 1979, el fiscal López Correa solicitó el sobreseimiento provisorio. El 30 de julio de 1979, a Valerga Aráoz “le basta una carilla para dictar un sobreseimiento provisorio”. Algunos tramos del dictamen son los siguientes. Y van con la respuesta de Cesaroni:
Valerga Aráoz: “Que en un momento dado el personal policial fue rodeado por la mayoría de los allí internados, por lo que el jefe de la dotación ordenó el repliegue, lo que así se hizo”.
Cesaroni: “Además de vergonzoso, ignorante de lo más básico: no se trataba, obviamente, de personal ‘policial’, sino penitenciario. No se hace mención a los disparos, reconocidos por los propios funcionarios en sus declaraciones ‘testimoniales’”.
Valerga Aráoz: “Luego de ello comenzaron a arrojar contra los colchones calentadores a kerosene encendidos, iniciándose de esta manera el pavoroso incendio que diera lugar al presente sumario. Que resulta del informe de Bomberos de la Policía Federal, obrante a fs. 810, que los colchones referidos, por corresponder a espuma de poliuretano, son de extraordinaria velocidad de combustión, razón por la cual el pabellón se convirtió en fuego, produciéndose consecuentemente un desorden entre los alojados para escapar de las llamas y el humo tóxico que generaba dicho incendio”.
Cesaroni: “El señor juez llama ‘desorden’ a la desesperación de decenas de hombres enloquecidos de dolor, que intentaban escapar del fuego y del humo, y que eran baleados desde la pasarela y desde fuera de las ventanas, mientras se quemaban y asfixiaban y nadie intentaba apagar el fuego”.
Valerga Aráoz: “Que después de un rato, y merced al auxilio de los bomberos, fue sofocado el siniestro”.
Cesaroni: “Suponemos que el señor juez ni siquiera leyó el expediente que estaba archivando. Si lo leyó, estaba mintiendo deliberadamente. Como ya hemos visto, los bomberos jamás apagaron el fuego, porque, cuando llegaron, a las 9.15, el subdirector de la unidad, y responsable de la instrucción penitenciaria, el subprefecto Gómez, les impidió ingresar”.
Valerga Aráoz: “Que, como consecuencia del mismo, fallecieron los internos que figuran en el listado de fs. 636/637”.
Cesaroni: “No es cierto, no es como consecuencia ‘del mismo’ sino, al menos en parte, por disparos, por golpes, y por torturas seguidas de muerte”.
El director del Instituto del Quemado había dicho ya que “era la primera vez en su vida que ve a muertos quemados con herida de bala”.
En 1984, el aporte de un testigo de la masacre logra la reapertura de la causa. El 1º de diciembre de 1986, estaba Armando Chamot a cargo del juzgado que había sido de Valerga Aráoz. Y decide sobreseer provisoriamente.
Dice Cesaroni en el final del capítulo: “Habían pasado tres mundiales de fútbol de adultos y cuatro juveniles desde la masacre. Habían gobernado varias juntas militares y medio gobierno democrático. Habían intervenido un juez federal y un fiscal federal, tres jueces de instrucción y tres fiscales de instrucción, varios secretarios, otros cien funcionarios judiciales, incluida una cámara, un procurador general y una corte suprema. Habían declarado cuarenta penitenciarios y ciento veinte presos. Se habían gastado mil trescientas diecinueve hojas en el expediente principal, litros de tinta, kilómetros de oficios y partes. Se habían emitido sesenta y cuatro certificados de defunción, y no se había logrado ni un poco de justicia”.
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