Domingo, 12 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
La comitiva argentina, más impactada por la formidable ovación que despidió a Ricardo Lagos que por la ordenada, mesurada, previsible (“a la chilena”, sintetizaba ayer un encumbrado viajero) asunción de Michelle Bachelet, no ocultaba su satisfacción por “el destrabe” de las tratativas con el gobierno de Tabaré Vázquez. Nadie duda de que se trata, apenas, del principio.
El azar del calendario determina que coincidieran en la misma semana la destitución de Aníbal Ibarra y el giro que ha tomado el conflicto con Uruguay. Nada de azar y sí de tendencias hay en el peso que tiene en la agenda política la movilización de minorías aguerridas, de representatividad acotada pero profunda.
“Nos durmieron”, describe el gobierno argentino, culpando a sus contrapartes uruguayas del punto a que llegó la construcción de las plantas. Es una verdad parcial, enunciada de modo autocomplaciente. Durmió el gobierno argentino (a decir verdad dos, el de Eduardo Duhalde y el de Néstor Kirchner), pues suyo era el primario deber de percibir y prevenir las implicancias ambientales y políticas de tamaños emprendimientos a pocos kilómetros de la costa argentina, frente a una ciudad en crecimiento, animada por una importante actividad turística. La constante aceleración de la política pública nacional, su endémica debilidad en materia de planeamiento, su (fascinante pero riesgosa) pulsión por el día a día propiciaron que se desperezara tarde.
El activismo del pueblo entrerriano rompió la inercia y catalizó un cambio que desembocó en esta etapa de negociaciones, sensata vía que ojalá prime desde ahora.
Debilitado, el gobierno argentino se valió (quieras que no) de la movilización popular. Vista su propia lógica, no le quedaba otra. Por lo pronto, Kirchner ha hecho un punto de honor en no reprimir la protesta social, muy azogado por la suerte que les cupo a Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde cuando eligieron otro camino. Esa tolerancia, que es muy difícil de entender para observadores y gobernantes de otros países (incluidos los vecinos y hermanos), le ha funcionado bastante bien. Contra lo que decían sus opositores en 2003 y a principios de 2004, el país no se ha transformado en un soviet piquetero y la actividad productiva no ha sucumbido (antes bien, llegó a niveles record). Un surtido repertorio de tácticas le posibilitó cooptar, diluir, envolver a la mayoría de los emergentes sociales que ganaron la calle. Sin reprimirlos jamás, cediendo lo suyo a los más aguerridos, acumuló empero una cuota de poder ponderable y garantizó un nivel de gobernabilidad inimaginable un bienio atrás.
Lo que no le alcanza para evitar que ese sujeto poliforme reaparezca expresado por misceláneos sectores sociales. Entre los trabajadores prolifera una dirigencia combativa, muy asambleística, mucho más radical que la media de los dirigentes cegetistas. Sectores basistas muy disciplinados propiciaron y lideraron muchos conflictos laborales de empresa o de sector, con resultados nada desdeñables.
En tanto el movimiento de desocupados menguaba (o se encolumnaba con el Gobierno), las calles, las rutas y los medios albergaron la emergencia del solitario y doliente Juan Carlos Blumberg, de los familiares de las jóvenes víctimas de Cromañón, de los vecinos de Gualeguaychú.
La relación del oficialismo con estos últimos es bien compleja. Ni el gobernador Jorge Busti (muy proclive a la sobreactuación) ni el kirchnerismo los controlan del todo y acaso no los “conducen” en el sentido que le atribuyen los peronistas al vocablo. Más allá de la presencia de funcionarios comunales y provinciales en el movimiento asambleístico, éste no reporta ni se subordina al gobierno nacional o al provincial. Pero es evidente que la protesta, incluidos los cortes de puentes, munió a la diplomacia argentina de una circunstancia fáctica para contrapesar a los hechos consumados que (con magra solidaridad y alguna tozudez) fueron acumulando las empresas europeas y el gobierno uruguayo. Para lograr ese cometido, para involucrar a Uruguay y a las empresas Botnia y Ence, el gobierno argentino consintió una demasía, que los cortes de ruta interfirieran en el tráfico internacional, violando tratados internacionales vigentes. También obtuvo una funcional aquiescencia temporal del gobierno chileno, que manejó con llamativa prudencia los reclamos a que tenía derecho. Un afán cooperativo animó a la administración del saliente Lagos, consecuencia de la excelente relación que tejió con él la administración Kirchner.
Jugando al límite incluso con un colectivo social que no domina, valiéndose de un capital simbólico que se ganó en buena ley en la región, el Gobierno llegó a una instancia que se debió gestionar dos o tres años atrás, en un contexto más tranqui, con menos presiones y sin chimeneas ya edificadas. Las dilaciones no son reparables del todo pero se abre un resquicio para la racionalidad. Aprovecharlo exige una negociación seria, calificación que impone explicar al pueblo argentino, al de Entre Ríos en especial, que es difícil que puedan colar los planteos de máxima de los asambleístas de Gualeguaychú. Ir a un tribunal internacional no es tener el pleito ganado, como sugirieron con verba ampulosa el gobernador Jorge Busti y algún funcionario nacional, anche algunos juristas. Proponer una pericia ambiental no asegura que prime una solución inflexible, como aseveran demasiados políticos argentinos.
Es un deber insoslayable preparar a la población para una salida negociada, que contemple razones e intereses mutuos, lo que incluye la autoestima del pueblo y el gobierno uruguayos, amén de su innegable derecho a decidir el rumbo de su economía.
La salida más sensata –la relocalización de las plantas unos cuantos kilómetros al sur de Fray Bentos desprovistas de su afrentosa cercanía a Gualeguaychú– fue propuesta por Argentina demasiado tarde y ya no es factible. Queda por explorarse un sistema más complejo, de tracto permanente, consensuar un método de tratamiento de los afluentes con un mecanismo binacional permanente de contralor que incluya a pueblos y gobiernos. No pinta sencillo, ni aun como hipótesis de laboratorio, que haya un esquema de acuerdo que complazca a todos los actores, en especial a los ambientalistas más acerbos.
De todas formas, es el camino posible en cuyo horizonte podrían surgir nuevas protestas y reproches de sectores no predispuestos a revisar sus reclamos de máxima.
Este relato fija la mira de este lado del río, en el curioso sistema político argentino. El caso Gualeguaychú es otro más que subraya las ambivalencias de la movilización sectorial que es un acicate o un freno para los gobiernos. Y, a veces, un actor exacerbado y excesivo. A menudo, las cosas al mismo en tiempo en proporciones mudables.
Al tiempo, la participación popular dentro de los cauces institucionales está rezagada. La acción directa impone o altera la agenda. Los referéndum, plebiscitos, consultas populares, consejos económicos sociales, el Consejo del Salario, las comunas (por no mentar sino un puñado de ejemplos) escasean o funcionan a espasmos. ¿Sería la participación activa por los cauces legales una solución definitiva a los riesgos de los excesos de la acción directa? Seguramente no serían su fin o un corte quirúrgico, lo que por lo demás no es deseable. Pero sí podrían ser un modo homeopático de ir procurando un sistema político menos brutal, menos excluyente, más dialoguista, más consensual, en esencia más democrático, que no acallara la voz de la calle ni la confinara siempre en la vereda de enfrente a la de los poderes instituidos.
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