Viernes, 6 de octubre de 2006 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Los que conocían a Sergio Moreno desde su Rosario natal, los amigos de toda la vida, los parientes, los compañeros del “Poli”(técnico) donde cursó el secundario, los de la facultad en la que incursionó en la política, lo llamaban “Kimba”, por el león de una serie de televisión. Los que lo encontramos en esta Capital en la que se sentía local, que se sepa, jamás usamos ese apodo. Se lo identificaba sin mayor creatividad como “el pelado” por razones perceptibles a simple vista, desde bastante antes de que cumpliera los cuarenta. Otro dato notorio era su fruición por el vestir, que no conocía renuncios ni treguas y que permitía que a las doce de la noche, tras una jornada de trabajo atroz, mantuviera una facha que muchos no portan ni cuando entran a una fiesta.
Lo primero que vi de él fue, más vale, lo obvio. Un calvo delgado, asombrosamente elegante en una redacción donde no abundan los hombres trajeados y los bien trajeados son una franca rareza. A poco, comenzamos a trabajar juntos. Compartimos la responsabilidad de la sección política casi siete años, entre 1997 y 2004. Eso quiere decir que pasamos juntos por lo bajo nueve horas diarias, desde la tarde hasta pasada la medianoche, cinco días a la semana. Bastante más tiempo que el que se dedica a casi cualquier otra cosa de la vida, incluidos los afectos más cercanos. Lo llevamos como marcan las reglas del arte: discutiendo mayormente a los gritos, riendo a carcajadas por motivos inexplicables para profanos, enojándonos entre nosotros o con terceros por detalles que nadie podía recordar una hora después. Como era poca la convivencia para terminar de redondear nuestras charlas, nos íbamos juntos en taxi a los respectivos hogares prolongando la velada.
El trabajo de editor impone decenas de decisiones inmediatas, casi todas tomadas en lapsos angustiosos e insuficientes. El tema es tener una línea coherente, decidir en vez de cavilar, poner “actitud” (como dicen los cronistas de deportes) y adicionarle toneladas de dedicación y de pasión que disimulen las carencias humanas y los errores cotidianos. Creo que con eso cumplimos.
Sergio era un periodista cabal y orgulloso. Lo fascinaba su profesión y llevaba pegada al corazón la camiseta del diario. Lo arrobaban las noticias, las primicias literalmente lo hacían temblar. Su memoria era prodigiosa, su olfato para jerarquizar la información casi infalible. Cuando escribía a todo lo que da con dos dedos adquiría una concentración formidable, su visión periférica y su ansiedad por ver todo lo que lo rodeaba entraban en black out y no oía si se le hablaba. Era una ocasión única para lograr un milagro: dirigirle la palabra y no esperar una réplica demoledora.
Transmitía su fervor (y su mal carácter) de modo inequívoco. Embellecía con su estilo el lenguaje despiadado propio de la actividad. Un político nefasto era, en su primera síntesis, “un agente de Kaos” o “un personaje consagrado al Mal, con mayúsculas”. Una nota precisa era “una bomba”, una diatriba bien fundada se describía como “un frasco de vitriolo en la cara”. Los desasosiegos cotidianos también disparaban símiles hiperbólicos. Una pretendida tapa “se nos caía a pedazos”, se “perdía en el fondo del aljibe” y tal.
Fue un imitador notable de cuanta persona conspicua o ignota cayera bajo su mirada. De una gama enorme de personajes, recuerdo especialmente sus composiciones de Eduardo Menem (con una reproducción formidable de las conflictivas erres de palabras como “tarde” o “recuerdo”) o de Domingo Cavallo, gestos incluidos. El celeste de los ojos lo ayudaba en este último menester, pero los cimientos de la aptitud eran su capacidad de observación, una enorme dosis de ironía y un afán de contar que es la marca mayor del periodista.
Era insaciable su ansia de saber, que se patentizaba en parvas de libros consumidos, películas devoradas o diarios aprendidos de memoria con la gula y el desorden propios del autodidacta.
La hiperquinesis, la vocación, la sed de aprender y de transmitir, el dandismo, eran una primera capa de la cebolla, accesible a cualquiera.
Pero lo mejor de Sergio, estoy seguro desde hace varios años, era una segunda capa, menos ostensible porque el hombre aparte de garra cargaba con un par de pudores. Hablo de su condición irredenta de pibe de barrio, que se hizo cosmopolita andando el tiempo pero que conservaba un fervor primario, tierno si se lo sabía ver. Un pibe que no dejaba de deslumbrarse ante lo nuevo, de entusiasmarse por el trabajo, de embroncarse con la injusticia, de alegrarse por hacer lo que le gustaba. Fue un tipo belicoso como pocos e intratable con los flojos, pero también pródigo con la risa fácil, el brulote, el afecto espontáneo y cálido.
Casi cuatro años peleó con temple contra el cáncer. Hasta los últimos momentos hizo un mundo de seguir escribiendo y de no mostrarse desfalleciente ante sus colegas y sus fuentes. El sábado pasado redactó su última nota. Ese mismo día ingresó en la última de muchas, cada vez más frecuentes, internaciones.
Amaba con extroversión a la vida, a su esposa Carolina Polak que lo acompañó en los tiempos mejores y en los más crueles, a sus hijos Patricio y Alvaro (dos pibitos que se le parecen en la cara y en una vivacidad apabullante). Sabía honrar las confidencias de los amigos, la buena mesa, el queso manchego, los vinos, los licores. Se puso insoportable cuando su Ñuls salió campeón... Eso sí, todo lo hizo sin aflojarse el nudo de la corbata.
Conversamos de cosas asombrosas en los meses más recientes, signados por una paradoja: siendo tan joven, conocía la inminencia de su final. Esta nota tributa a esas charlas metafísicas, de las que huíamos por consenso mutuo a los diez minutos, para obsesionarnos durante horas con el diario, la política vernácula y su saga interminable. De cualquier modo, en esos paliques raros pude decirle a Sergio, con quien nos hicimos amigos a partir del laburo, algo no tan sencillo de confesar entre un rosarino aporteñado y un porteño insoportable, como es uno. Algo chocante para nuestra arrogancia común y para un machismo no menor: que más allá de respetarlo como periodista, y de agradecerle la información, la consagración y los torrentes de sangre que vertió en Página/12, lo quise mucho.
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