Domingo, 3 de diciembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › UNA CANDIDATURA QUE CAMBIO EL ESCENARIO
La candidatura de Scioli, lo que expresan los candidatos polivalentes. Las razones de Kirchner, su mensaje a la tropa propia. La fórmula provincial en disputa, un postulante firme. Las dudas de Macri, cuitas con Lavagna y López Murphy. Se arma el rompecabezas en Capital. La triangulación, ventajas y riesgos.
Por Mario Wainfeld
Opinion
Daniel Scioli es, verosímil aunque no probadamente, una carta ganadora del oficialismo, una fuerza dominante que agigantó su poder y predicamento gobernando en una época de crecimiento chino. A contrapelo de ese ecosistema propicio, el kirchnerismo cuenta con muy pocos candidatos aptos para sumar votos al pingüino o a la pingüina.
A su vez, Mauricio Macri es el mejor candidato de PRO en Capital, Buenos Aires y en las presidenciales. Tanta abundancia lo sume en un dilema hamletiano, que Kirchner (a puro decisionismo e inventiva) le ahorró a Scioli. Juan Carlos Blumberg (un emergente extrapolítico o más bien antipolítico) podría sustituir al presidente de Boca con chances menores pero no ominosas en la provincia. En los otros distritos, los recambios eventuales están a años luz de las perspectivas del titular.
El lavagnismo tiene un solo candidato taquillero y otro tanto ocurre con el ARI de Elisa Carrió, quien, más allá de sus altibajos y devaneos, es la única dirigente de proyección nacional de su fuerza.
La implosión de los partidos políticos y la crisis de representatividad se hacen presentes a la hora de armar el tablero electoral de 2007. Todos padecen del síndrome de la frazada corta, más allá de sus sensibles diferencias de potencial y de organización.
El desplazamiento de los partidos políticos (que aún con sus limitaciones y agachadas expresan una promesa genérica de cómo y para quién se va a gobernar) a mano de las personalidades no es un invento vernáculo, como el dulce de leche. La socialista Ségolène Royal encarnó en Francia la presencia de candidatos seductores para la audiencia en detrimento de los dirigentes de carrera, por no dar más de un ejemplo cercano. Pero quizás en la Argentina la entropía de los partidos políticos tenga un rango internacional muy alto.
Si a todas las fuerzas políticas les cuesta generar consensos, el caso del oficialismo tiene ribetes llamativos, precisamente porque su abrumadora preeminencia haría imaginable desempeños más eficaces. Aunque en el disco rígido del kirchnerismo nadie acepte el error (o aunque más no sea la revisión sensata de lo hecho), es tentador asociar la carestía de cuadros propios “votables” con la enorme centralidad presidencial, con una praxis que eclipsa y obtura a figuras alternativas, aun a los propios integrantes del séquito presidencial o del gabinete nacional. El sistema solar dispensa poca visibilidad a los planetas. La hiperpresencia de los Kirchner, en una época propicia, acumula para su prestigio pero, ay, no derrama ni aun sobre sus fieles.
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Scioli es, explicado por Kirchner y sus allegados más íntimos, una variante del mal menor para el Frente Para la Victoria (FPV), enaltecida por sus virtualidades electorales que lindan con el infinito. “Va a sacar más de la mitad de los votos –se entusiasman, resultadistas–; el Presidente lo hizo medir en Chivilcoy, que da una proyección muy certera sobre el interior, roza la mitad de los votos. En el conurbano, arrasa.” Los sondeos conservan crédito, más allá de las débacles política y metodológica de Misiones.
Según los estrategas K, la presencia de Scioli aborta una jugada concebida por Eduardo Duhalde, que venía persuadiendo a Macri, la de jugarse en Buenos Aires. “Macri le pisaba los talones a Aníbal, que era (excluidos Felipe Solá y Cristina) el nuestro que mejor medía. Scioli lo dobla”, se solazan en el primer piso de la Rosada. Y predican “los opositores saben que van a perder, lo único que les cabe es seleccionar la derrota que menos los lastima. Para Macri, seguramente, es salir segundo en la presidencial”, dictamina, profetiza, intuye, acaso desea un alter ego del Presidente.
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Los pruritos ideológicos (o como piso, la exigencia de una mínima coherencia política del aspirante a gobernar la provincia más importante del país) son aceptados puertas adentro, pero se matizan con promesas a la fuerza propia, a los compañeros que se ilusionaron con el desembarco de Cristina Fernández de Kirchner en 2005. “Para juzgar la jugada esperen a mirar las listas de diputados, la fórmula a gobernador, el gabinete”, propone una figura determinante del gobierno nacional.
Los cuadros más convencidos del kirchnerismo recibieron mensajes de ese tenor tras al baldazo frío de la instalación del candidato. La tropa tendrá alicientes para acompañar a Scioli, para movilizarse y hacer campaña. Algo que sólo se consigue cuando hay aliados en las listas, en sitios accesibles. Prematuras declaraciones del piquetero Emilio Pérsico alabando sin ambages a Scioli sugieren que la consigna algo caló.
La intervención enérgica de Kirchner es la apuesta de sus aliados provinciales. Dentro de los cotilleos de Palacio, el canciller Jorge Taiana está primero en terna para la vicegobernación. “Jorge es una figura de fierro, a Néstor le hubiera encantado que fuera él candidato, pero las mediciones no lo ayudan”, comenta un inobjetable vocero del Presidente.
Graciela Ocaña, una de las dirigentes favoritas de Alberto Fernández, también podría embellecer la fórmula, aunque allegados a la Hormiguita dicen que no integra, precisamente, el club de admiradores de Scioli.
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Para los consultores requeridos por el Gobierno, Scioli “da” muy bien. Sustentado en elementos de empatía personal y emocional, tiene un apabullante nivel de conocimiento público. Puede decirse, redondeando apenas, que todos los bonaerenses lo conocen y pocos lo rechazan. Aníbal Fernández, malgré sus raids mediáticos y su experiencia de gobierno local, provincial y municipal es reconocido por siete de cada diez. “Y ojo, que si se repregunta algunos lo confunden con Alberto”, chimenta un asesor de postín.
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La falta de raigambre territorial de Scioli, su desnudez organizativa, son traducidos como una virtud, al menos por comparación. “Kirchner no podía dejar la provincia en manos de quienes expresan una visión similar a la del duhaldismo”, comenta un contertulio de este cronista. “No es una crítica a Aníbal, a Pampuro o a Sergio Massa, pero sí una descripción de sus límites”, agrega cuando se le pregunta sobre una conclusión de cajón. Supuestamente Scioli, más desguarnecido, más rodeable, otorga mayores garantías.
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Kirchner ofrendó coherencia en el altar del éxito electoral, con la velocidad que lo caracteriza y que sorprendió, una vez más, a sus competidores. El argumento legalista fue la primera, enclenque, respuesta. La falta de reflejos expresa un problema más general: la oposición no tiene aptitud para “hacer política” con los escenarios que surgen. Ni siquiera después de Misiones consiguió urdir algo más que declaraciones previsibles. El abecé de la política exige en esos casos capitalizar la victoria, transformarla en acción, enriquecer el discurso público, generar lecturas activistas capaces de penetrar en la sociedad, convocar a nuevas movidas, valerse del éxito como palanca y no como tema de tertulia. Una atonía general aflige a la oposición, que no consigue superar las reuniones cenaculares y el formato periodístico.
La solicitada que publicó Roberto Lavagna fue un episodio interesante de esa crisis. El precandidato se mostró como tal valiéndose de un género racional pero especialmente frío y muy demostrativo de su individualismo. La convocatoria a debatir, prácticamente sobre su plan económico, fue menos fuerte que la expresión de su voluntad y así impactó entre sus posibles aliados.
“Mauricio está abatido. Suspendió las reuniones que había programadas con el lavagnismo hasta que Roberto haga un gesto de acercamiento”, dice un dirigente de PRO que dialogó ayer con su referente. Nadie cree que Macri tenga disposición para ser aguatero de una entente opositora, como proclamó, pero el esquema cerrado con el que Lavagna respondió a su convocatoria le pareció demasiado.
Otro que está enojado, a su modo más volcánico que el ingeniero-heredero, es Ricardo López Murphy. Lavagna le escuece, que el quórum de los cónclaves no lo incluya lo encona más. Día a día, la alianza de conductas que propugna Carrió, incluyéndolo expresamente, da la impresión de seducirle más que un frente germinal en el casi siempre es puenteado, en tanto nadie lo consulta ni se priva de recordarle su quinto puesto en los comicios del año pasado. Una asamblea de su partido en la provincia de Buenos Aires, en los próximos días, tal vez sirva de caja de resonancia de esas broncas y esos horizontes.
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La migración de Scioli permite al FPV proponer un candidato más coherente con sus banderas progresistas en la Capital. Daniel Filmus arranca debajo de Jorge Telerman según los propios sondeos de la Rosada pero, de Kirchner para abajo, todos dan por hecho que llegará a la Jefatura de Gobierno.
Una paradoja de la historia es que, si Kirchner no lo hubiese requerido en Educación, Filmus estaría hoy en el lugar de Telerman. Su promotor para la cartera de Educación fue Alberto Fernández, quien también debió persuadirlo, café de por medio, en una clásica confitería de Santa Fe y Coronel Díaz. Ahora, como jefe de ministros, lo incita a competir en otras ligas.
Los perfiles de Telerman y Filmus, seguramente, se sobreimprimen más entre sí que con el de Scioli, lo que hace presumir una competencia muy firme. El jefe de Gobierno no suelta prenda acerca de qué haría si Kirchner desautoriza su candidatura, pero todo induce a pensar que su táctica será adelantar las elecciones para despegarlas de la nacional, limitando la implantación de Filmus. Y bregar para conservar la pole position en la virtual interna abierta del sector. Fernández lo detesta desde hace años (ya se lo hizo saber a Aníbal Ibarra cuando este le comentó que Telerman sustituiría a Filmus en su fórmula), pero los posicionamientos diluyen las broncas, como comprueba el caso Scioli.
El macrismo, que debería celebrar que Scioli le ha dejado más disponible una franja del electorado, no atraviesa su mejor momento. Macri, el candidato más taquillero, no decide dónde jugar ni termina de lanzarse. Y está en un muy mal momento, de momento encapsulado puertas adentro, con Horacio Rodríguez Larreta, quien ostenta su voluntad de lidiar por el distrito y su (conveniente) convicción de que “Mauricio debe jugar en la nacional”.
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Dick Morris, el asesor electoral de Bill Clinton que tuvo su cuarto de hora en estas pampas, analizó distintas tácticas para imponer candidatos, en su libro Juegos de poder. Bautizó como “triangulación” el recurso de valerse de banderas del adversario para imponerse. “Utilice sus herramientas para arreglar el auto de ellos”, metaforizó. Aun en su visión híper pragmática, muy condicionada por el centrípeto sistema político norteamericano, Morris previno sobre un límite: “Ningún político puede darse el lujo de ser una copia exacta de su adversario”. La candidatura de Scioli explora las virtudes atribuidas a la triangulación y se aventura en sus riesgos.
La gobernabilidad y la coherencia establecen una tensión dialéctica, vinculada a la ética de la responsabilidad y la de las convicciones. Kirchner expresa, y a menudo sincera verbalmente, esa contradicción que pugna día a día pero cuyo resultado se mide en plazos largos.
La unción de Scioli para un distrito que jamás soñó es una concesión a la gobernabilidad, expresada en clave electoral: la votación 2007, madre de todas las batallas. Aun medida desde sus propias premisas –que incluyen el viejo adagio de promediar pasos atrás y adelante– la decisión de Kirchner sólo sería exitosa si coronara en un triunfo en las urnas y pariera un futuro gobernador a la altura de un desafío formidable. Desde luego, en los cómputos del kirchnerismo se computa en el haber de Scioli los sufragios que pueda sumar la fórmula provincial para la revalidación nacional del actual oficialismo.
Lo que se pone en juego es una gran provincia, con un conurbano que es un problema nacional requirente de políticas de Estado específicas. Amén de una perdurable alianza entre delito y financiamiento espurio de la política, que poco (o nada) ha cambiado en los últimos años. Una policía brava, cómplice o autora de crímenes políticos variados en los últimos y cultora del gatillo fácil.
Eso para empezar.
A primera vista, es lógico concordar con las profecías optimistas del Gobierno acerca de las perspectivas electorales de Scioli. Pero es muy difícil (nada es del todo imposible en el mundo de los afanes humanos) imaginar que Scioli puede estar a la altura del mandato que puede llegar a lograr.
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