Domingo, 3 de diciembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Atilio A. Boron *
En el día de ayer, la Plaza de la Revolución fue escenario del desfile militar preparado en conmemoración de los cincuenta años del desembarco del “Granma”. El desfile fue el acto final de una serie de actividades artísticas y culturales que tuvieron lugar en días anteriores bajo el auspicio de la Fundación Guayasamín para celebrar el octogésimo aniversario del nacimiento de Fidel. Pese a que éste aún se encuentra convaleciente, estaba en el ánimo de los centenares de miles que acudieron a la plaza la posibilidad de que el Comandante hiciera su primera aparición pública desde finales de julio, cosa que no ocurrió.
Pese a ello, la revista militar fue una experiencia bien interesante pues no sólo desfilaron las tropas sino que, después del paso de los diversos regimientos de la infantería, la aviación, tanques y vehículos lanza-misiles, cerraba la marcha una compacta muchedumbre cuyo número había sido originalmente estimado en trescientos mil pero que, en la práctica, doblaron esa cifra. Extraño espectáculo es ver en América latina un desfile militar cuya retaguardia esté formada por una multitudinaria marcha popular, con gentes de toda condición portando miles de improvisados carteles, hechos con cualquier clase de material y con todo tipo de leyendas, que revelaban por una parte el carácter voluntario de su participación –no hay en Cuba acarreos de masas hambrientas ni micros contratados por los organizadores, pues esa gente fue toda a pie desde sus barrios– y la fresca espontaneidad con que cada quien lanzaba y escribía sus consignas, que iban desde un romántico “Fidel te quiero” hasta un “Bush, si los mandas pa’cá no vuelven pa’llá”.
En su intervención Raúl Castro, que habló como ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, reiteró el ofrecimiento de “resolver en la mesa de negociaciones el prolongado diferendo entre Estados Unidos y Cuba” a condición de que Washington acepte dialogar de igual a igual con el pequeño David caribeño, respetando la soberanía nacional cubana y absteniéndose de intervenir en sus asuntos internos. Dijo también que “estamos dispuestos a esperar pacientemente el momento en que se imponga el sentido común en la conducta de los círculos del poder en Washington”. ¿Y de Fidel qué? El hermoso libro Cien horas con Fidel, que recoge sus diálogos con Ignacio Ramonet, apareció en su primera edición en agosto de este año. Sus setecientas y pocas páginas habían sido previamente revisadas, con la minuciosidad que lo caracteriza, por el Comandante, corrigiendo fechas, datos históricos y anécdotas varias y, como lo reconociera el propio García Márquez, introduciendo correcciones de estilo como sólo pueden hacerlo los más eminentes conocedores de nuestra lengua. Pocas semanas después, en su forzoso retiro, Fidel volvió a leer el texto y encontró algunas imprecisiones en sus dichos y errores de imprenta que hicieron necesario publicar una segunda edición en septiembre, en coincidencia con la Cumbre de los No-Alineados. ¿Quedó satisfecho Fidel? No, por supuesto. Para desesperación de Ramonet y sus atribulados editores, la relectura que hizo de su texto puso al descubierto nuevas ambigüedades y algunos errores formales que, una vez subsanados, dieron origen a una tercera edición del libro, que ahora consta de 813 páginas. ¿Qué prueba esto? Dos cosas: que Fidel sigue trabajando, con el cuidado y la prolijidad con que hizo todo en su vida, y que su extraordinaria lucidez sigue intacta, descubriendo errores e imprecisiones allí donde la avezada mirada de sus interlocutores encuentra un texto impecable. En suma, que está reponiéndose de un cuadro muy complejo pero que está entero. Y que con esos mismos atributos con que hoy relee y corrige incesantemente un escrito que sintetiza más de medio siglo de luchas por la emancipación de América latina libra una batalla, que descontamos será exitosa, para neutralizar la amenaza que se cierne sobre su salud.
* Politólogo.
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