Domingo, 28 de enero de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Crónica sobre el apogeo y decadencia de las AFJP. Las ideologías en danza. Los alcances del proyecto de reforma del Gobierno, las piezas que le calzan y las que le faltan. Y unos apuntes sobre eso que llaman “el mundo”.
Por Mario Wainfeld
Un par de días se demoraron los economistas-fetiche de la derecha para reaccionar contra la reforma al sistema jubilatorio anunciada por el gobierno. En el ínterin casi nadie defendió a las otrora gloriosas AFJP que no fueron echadas de la plaza pero sí “privadas” de privilegios imbancables. Como sucedió con la reestatización del Correo o de Aguas Argentinas, nadie en el ágora se compadeció de la caída de los falsos ídolos de antaño. Sólo sus lobbistas más desenfadados encienden luces amarillas, a sabiendas de que han quedado en irrisoria minoría.
El régimen no fue derogado pero sí se cambió su tendencia, irónicamente en el sentido de otorgar más libertad al aportante. La paradoja no existe: el pretenso liberalismo de los noventa siempre fue falso, prebendado, tapadera de un modelo concentrador, individualista e insolidario.
Hace diez o quince años no sólo se fantaseaba que era más rentable y seguro confiar en empresas privadas sin tradición y dotadas de bandera de corsario que en el Estado. También tenía más glamour suponerlo. El Estado, entonces, no era mínimo ni un árbitro de esos cuya virtud es no dejarse ver. Era un referí bombero y gritón que aseguraba a las AFJP clientela cautiva. Llamativo modelo de construcción del capitalismo el argentino, sustentado en la garantía cambiaria, la timba financiera y las prestadoras de servicios públicos. Que tamaña sandez haya gozado de aprobación por los ciudadanos en tanto votantes y consumidores revela los desvaríos en que puede caer una sociedad. Extravíos hoy pasados de moda pero que quizás conserven vida latente.
Claro que el desempeño de las aseguradoras de fondos de pensión fue básico para su desprestigio. Con todo a su favor, el mapa actual, según datos oficiales, dice que de cada 10 trabajadores que “cosechan” las AFJP sólo 3 eligen ese sistema, los otros 7 son indecisos que engordan el acervo de las privadas merced a la arbitraria protección que les otorgaba la legislación ahora revocada. In dubio, pro capitalismo de pillaje.
Entre la minoría que sí ejercita la opción, las preferencias se reparten por mitades. Fifty para la capitalización, fifty para el reparto.
El espejismo augurado, el de millones de pequeños capitalistas thatcheristas acumulando en sus respectivas cuentas y arbitrando en su beneficio fue desmentido por la rigidez del régimen (que los encarcelaba en su opción expresa o tácita) y por el devenir económico. En tiempos del uno a uno, muchos pensaban que era viable salvarse de a uno. A fe que había anzuelos para tamaños incautos: los retiros voluntarios, la reconversión a remisero o kiosquero (con su vago ascenso de clase como bonus), las colocaciones en dólares o pesos-dólares que rendían más. La evolución demostró que el aportante no tiene competencias suficientes para sustraerse al contexto económico general. La historia reciente escarmentó a quienes creyeron que se salvarían solos, lo que habilita a parafrasear una consigna célebre: casi nadie se capitaliza en una comunidad que no se capitaliza.
El cambio introducido es parcial y no podía ser de otra manera. Más de once millones de trabajadores están afiliados a alguna AFJP, aunque (producto de la malaria, de una evasión no menor y de la extendida informalidad) un poco menos de la mitad son aportantes regulares. El resultado definitivo del proyecto en cuestión irá dependiendo de las decisiones de los trabajadores. Claro está que tanto las señales oficiales (las que acompañan la ley y los fundamentos de su política económica) cuanto la dura experiencia han revalorizado el régimen estatal. El rumbo verosímil, indicado y propiciado (pero no impuesto) es un sistema jubilatorio con base estatal con opción al privado para quien así lo elija.
Un presupuesto ideológico (camuflado apenas por el discurso eficientista) primaba en el esquema anterior, el de un mundo dividido entre ganadores y perdedores, un darwinismo cerril no exento de demagogia. El Estado providencia –que se desmantelaba sin contrapartidas ni precauciones– es un permanente distribuidor de ingresos entre sectores sociales y generaciones. El sistema contributivo supone una serie de valores solidarios, trasladados incluso al plano temporal. Cimentado en la venta fantasiosa de un excitado presente, el sistema económico que hizo roncha en la Argentina se basaba en la venta del patrimonio público y el creciente endeudamiento. Ahora bien, la deuda pública es también un arbitraje entre generaciones, todo lo que se difiere lo paga alguien. Un buen modo de medir las calidades morales de un colectivo social es ver cómo trata a los “débiles” (chicos, viejos, desocupados). La opción durante demasiado tiempo fue hacerlos sujeto de deudas mientras se los desproveía de derechos.
El engaña pichanga de la falsa sustentabilidad derivada de la venta de bienes sin reposición y de la toma de divisas con condiciones impagables tuvo todos los ingredientes de la demagogia que suele achacarse a “los otros”. A los populistas que en estos tiempos son los que trabajan con equilibrios fiscales, atesoran el superávit y cuidan el centavo. En medio de ese cuadro, que los consabidos gurúes de la city que vivaban al menemismo y callaban durante el gobierno aliancista (en tanto sus comitentes fugaban capitales a lo pavote) adviertan sobre el riesgo fiscal sólo habilita una risa sarcástica.
El proyecto de ley es coherente con otras medidas del Gobierno, básicamente la ampliación del universo de beneficiarios, lo que se logró promoviendo la jubilación de las empleadas domésticas y la regularización (vía moratoria) de una multitud de trabajadores que no llegaban, ni ahí, a tener los aportes en regla. Una consecuencia típica de una etapa donde la imposibilidad de concretar todos los aportes fue la infausta regla y no la excepción.
Con todas esas herramientas, con el paso a paso que es típico en la actual administración, se propende a revertir la anterior orientación, aquella que se inclinaba a dividir la sociedad entre aportantes y excluidos, según la sugestiva descripción de Pierre Rosanvallon. El sistema actual apunta a la universalidad, como debe ser. “Las prestaciones sociales –añade el citado sociólogo francés– tienen una dimensión de ciudadanía (...) y a su manera dan testimonio de una forma de igualdad. Es por ello que para algunas prestaciones debe conservarse cierta forma de universalidad, aunque se practique una selectividad razonable”.
La remisión a un estimable cientista europeo no es descabellada, porque en muchos de los países de ese continente se han preservado, claro que con modificaciones, los sistemas de protección social. Los sabihondos de estas pampas que hablan del “mundo” ignoran esa circunstancia. Según ellos el mundo es, para casi todas las variables, Estados Unidos. Para los salarios prefieren a China.
La reforma laboral y el proyecto de cambio del régimen previsional van en el mismo sentido, el de desandar los rumbos de desbaratamiento de conquistas de la última década del siglo pasado. Le queda en carpeta la modificación del régimen de accidentes de trabajo, morigerando las tropelías cometidas por las ART, otro engendro pensado sólo en función de la rentabilidad empresaria. La Corte fulminó por inconstitucional la ley vigente, su reemplazo se debate desde hace tiempo, los lo-bbies empresarios ponen trabas y el propio gobierno dilata su presentación. Si honrara el (correcto) mandato tácito de la Corte y su propia decisión inicial, Néstor Kirchner podría terminar su mandato con tres leyes que marcan una interesante reversión institucional.
No se trata de un nuevo paradigma, polar con el anterior, pero sí de un cambio de signo. Esa tendencia requeriría como lógico complemento la demasiado postergada reforma impositiva. Kirchner, como su actual contendiente Roberto Lavagna, siempre receló de esos cambios, en una etapa de bonanza y buena recaudación. El símil con la caja de Pandora presidió sus resquemores. Cuando se haga la semblanza del actual Presidente habría que dar cuenta de que tuvo mejor disposición para abrir la susodicha caja en materia de derechos humanos que en lo que hace a ciertas variables económicas, con las que fue más conservador.
Pero volvamos al nodo de esta columna, la política laboral del Gobierno. Una política reformista, plasmada institucionalmente, que tal vez sea el mejor ropaje de un gobierno. Aunque su retórica, muy a tono con la de la oposición que le tocó, prefiera las autodefiniciones más radicales, más fundacionales, más de trincheras. Así (a todo o nada, en mala hora) se debate en estas pampas donde todavía es un tópico si se jode o no con Perón.
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