Viernes, 1 de febrero de 2008 | Hoy
Por Alejandra Dandan
El hombre, entrecano, con una impecable camisa blanca, está detenido ante una pared, como arrinconado. “La verdad es que vine porque no me puedo perdonar la pasividad de los setenta.” Ricardo Gené no es un actor pero podría serlo. Se recibió de médico para la época del golpe. Para entonces, era residente del Hospital Rawson y vivía aterrado. “Vi a un paciente una vez, volví a verlo después, y después y después hasta que ya no lo vi; un día se lo llevaron y después supe que desapareció en el Posadas.” Gené juega con la idea de la “conversión”. “No me pierdo ni una marcha”, dice ahora. “Me hice fan de José Pablo Feinmann, hice todos sus cursos, voy al Instituto de la Cooperación y leo Página/12.. Para 1977, dice, “entré en una multinacional, ¡imaginate! Mi mujer estudiaba psicología, que era uno de los lugares que más controlaban. Y entre nosotros sí, entre nosotros hablábamos, pero yo digo que el miedo me paralizó”. En esos años de médico hacía sus salidas a los carritos de la Costanera, a los lugares donde cualquier clasemediero porteño podía toparse con los marinos de la ESMA en una cena. Esos años locos fueron tan locos que una noche de invierno, noche cerrada, salió con su auto por Lugones y un chico se le cruzó mientras iba corriendo. Estaba desnudo o casi desnudo en pleno invierno. “Si hasta nos dijimos: ‘Mira qué loco, si debe venir de una despedida de soltero’”.
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La ESMA tiene calles internas. Las calles no llevan nombres comunes. En la esquina de San Martín y Pinedo, por ejemplo, comienza el desvío hacia el Liceo Naval, el edificio de dos plantas recuperado por las Madres como espacio de cultura. Las aulas todavía están ahí, con las cañerías al descubierto, vacías y cerradas alrededor del edificio. Alguien se pregunta ahora si alguna vez esas aulas fueron salas de tortura, lugares de detención o de muerte. Nadie responde con precisión, tal vez, seguramente. En el camino, ante la entrada, todavía pueden verse viejos carteles. Horarios de Enfermería. Velocidad máxima 15 kilómetros. Ante la nada, arriba de algo, tapando algo pero con las ganas de taparlo todo aparecen cada tanto inmensas flores naranjas, de cartón, esparcidas por el campo con el dibujo del pañuelo de las Madres. Entre ellas hay un cartel, todavía de cartón, que le pone un nuevo nombre a esa calle: ahora es la Calle de Las Madres.
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“¿Vos sos la cabecilla?”, le pregunta Sergio Schoklender. Marisa Corbalán tiene un casco naranja de obrero de la construcción tapándole la cabeza. Pincel en mano, arremete contra una pared del liceo como para sacarle algo de poesía a la pintura. Ella dice que a los tucumanos les dicen golondrinas porque se van a otras provincias a buscar trabajo. Ella pasó por Río Negro, Neuquén y Mendoza antes de pisar Buenos Aires donde las golondrinas migran pero cartonean con sus hijos. Schoklender la conoció cuando levantaba cartones, con cinco hijos, en Ciudad Oculta. La Tucu se acercó a pedirle herramientas y un plomero porque quería tener agua potable. Al otro día juntó a todo el barrio, que empezó con un programa de construcción social de viviendas. Ahora ella levantó su casa, es una más del 50 por ciento de obreras mujeres del proyecto, es oficial especializada, ceramista, electricista, dueña de un certificado de primeros auxilios. Golondrina, quizá ya no.
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Las pinturas están en el piso del Liceo, sobre cartones o en botellas de plástico cortadas a la mitad. Hebe Bonafini les pide a todos que corran a pintar las paredes de colores para sacarle a este espacio el aire de muerte. Ante las columnas, los visitantes se expanden, torciendo sus cuerpos y haciendo lo que pueden con esas pastas y pinceles para emular lo menos torpemente a los artistas. De pronto, alguien dibuja una mano dentro de un corazón, y deja escrito un mensaje: “Mano de Madre que no puede acunar a su hijo, pero sí puede señalar a los culpables”. Algunos prefieren tonos arrolladores, otros, un tono más naïf: aparece un homenaje a los cuatro de Liverpool con una inexplicable leyenda dirigida a los The Beatles.
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Gabriela tiene un pincel muy largo bañado de verde. Por un momento, lo toma de un extremo como para recorrer una pared. Es profesora de arte de la vieja escuela Belgrano, donde empezó a estudiar el 24 de marzo de 1976. Justo ese día. La escuela terminó cerrada con un desalojo por una amenaza de bomba, al día siguiente fue intervenida, y un día después Gabriela volvió. Ella siguió aferrada a la escuela lo mismo que ahora a ese pincel. La escuela le dio aire y un aura política distinta a la que esperaban sus padres. Por eso tal vez volvió. “Me dijeron que este pincel es el de Hebe”, dice. “¿Está muy mal si me lo llevo?”
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Juanita Pargament tiene 94 años, y fue la primera Madre en llegar. Cuando Hebe entró a la ESMA, corrió a darle un abrazo a Juana que estaba aquí y allá, andando entre la gente. Juana llegó después de un largo viaje desde Santa Teresita a Buenos Aires en auto, en remise y hasta en grúa.
–Dicen que recorrió un largo camino para llegar... –la provocó este diario, pero ella cerró con la respuesta más adecuada. “Desde el año 1976 no paro. Sólo pido tener fuerzas con el mismo ánimo y el mismo empuje que como cuando empecé”. Juanita habla en inglés y atiende a un cronista, luego sigue en español y saluda. “No es resentimiento”, dice como dirá cada una. “Es un acto de justicia, por nuestros queridos hijos”.
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Ahora habla Hebe. Alejandro Ami no escucha, o por lo menos no parece. Pinta pétalos violetas intercalados entre flores verdes que alguien pintó antes. Va de pared a pared. Como si nada, como si la ruidosa presencia de los otros no existiera, como si hubiese vuelto a la cárcel. Estuvo detenido siete veces seguidas en cárceles comunes durante la dictadura, y cuando se presenta se dice sobreviviente.
–Quiero que entienda –dice–, a nosotros nos derrotaron. Ahora, la verdad, hacemos lo que podemos para empezar a construir.
–¿Las flores son empezar a construir?
–No –dice–. Eso es un desahogo.
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