VERANO12

WALT WHITMAN X D. H. LAWRENCE

 Por D. H. Lawrence

Whitman, el gran poeta, ha significado mucho para mí. Whitman, el único hombre que se abrió paso. Whitman, el único pioneer. Y sólo Whitman. No ha habido poetas-pioneers ingleses o franceses. No ha habido poetas pioneers europeos. En Europa los que deberían ser pioneers son nada más que innovadores. Igual cosa ocurre en América. Adelante de Whitman no hay nada. A la cabeza de todos los poetas que se adelantan en las regiones inexploradas de la vida está Whitman. Detrás de él nadie. Su campamento grande y extraño está situado al extremo del camino montañoso. Muchos pequeños poetas nuevos acampan ahora en el campamento de Whitman. Pero ninguno de ellos va más allá. Porque el campamento de Whitman está en el extremo del camino y al borde de un gran precipicio. Sobre el precipicio, distancias azules y el vacío azul de lo futuro. Pero no se puede regresar de ese campamento. Es un extremo cerrado.

Pisgah. Vistas de Pisgah. Y la muerte. Whitman es un extraño y moderno Moisés americano. Terriblemente equivocado. Y, sin embargo, el gran conductor.

La función esencial del arte es moral. No estética, no decorativa. No se trata de un pasatiempo o de un recreo. La función esencial del arte es moral.

Pero una moralidad apasionada e implícita, no didáctica. Una moralidad que cambia la sangre más bien que el espíritu. Cambia en primer lugar la sangre. Posteriormente el espíritu, en el dominio de la conciencia, también cambia.

Ahora bien, Whitman era un gran moralista. Era un gran conductor. Supo cambiar como pocos la sangre de las venas de los hombres.

Con seguridad todo el arte americano es esencialmente moral. Hawthorne, Poe, Longfellow, Emerson, Melville: es el desenlace moral el que preocupa a esos autores. A todos ellos les resulta incómoda la vieja moralidad. En el dominio de la sensibilidad y en el de la pasión todos ellos atacan la vieja moralidad. Pero sus mentes no conocen nada mejor. Por lo tanto se mantienen leales a una moralidad que su pasión trata de destruir. De ahí esa duplicidad que es el defecto fatal de esos autores: y más fatal aún en la obra de arte americana más perfecta, The Scarlet Letter. La lealtad mental incondicional a una moralidad que el yo pasional repudia.

Whitman fue el primero en repudiar esa lealtad mental. Fue el primero que tiró por encima de la borda la vieja concepción moral de que el alma del hombre es “superior” a la carne. Aun Emerson sostuvo esa “superioridad” cansadora del alma. El mismo Melville no pudo sobreponerse a ella. Whitman fue el primer vidente heroico que tomó el alma por la nuca y la plantó entre los tiestos.

“¡Ea!”, le dijo al alma. “¡Quédese ahí!”

Quédese ahí. Quédese en la carne. Quédese en los miembros, en los labios y en el vientre. Quédese en el pecho y en la matriz. Quédese ahí, oh Alma, donde le corresponde.

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