Jueves, 25 de septiembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
La historia, dijeron grandes pensadores, se presenta la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. A veces, ayer mismo en el Senado, la segunda se cuela como cuarto intermedio. Desprovista de la suma de votos que logró en la ley de retenciones móviles, la oposición parlamentaria dibujó una jugarreta y consiguió postergar por una semana el tratamiento de la ley de jubilaciones móviles. Lejos estuvo del histórico empate y luego del aporte “no positivo” del vicepresidente Julio Cobos. Le bastaron 25 votos contra 43 y la alegación (un tanto traída) de que el acta que habían firmado horas atrás era inoficiosa. La movida, una picardía parlamentaria en un ruedo donde todos los gatos son pardos, seguramente no incidirá en la votación definitiva que, así pinta, será muy parecida a los alineamientos de ayer.
Pero nada es definitivo en las pampas. Y mientras hay vida hay esperanza: el “Frente del rechazo” cuenta con unos días más para apostar a que algunos legisladores tuerzan su decisión. Entre tanto, la módica demostración de fuerza y la ostensible estrategia de enfrentarse al oficialismo como regla ya cumplieron su cometido. Puede que sólo de eso se tratara.
Miguel Pichetto se equivocó al encabritarse mucho, al ver del cronista. Fulminó a sus adversarios por su falta de buena fe. No la tuvieron, negaron un acuerdo firmado. Pero ésos son, para la cultura política local, pecadillos veniales que sus partidarios dispensarán.
Los análisis académicos y periodísticos ponen por las nubes el cabal cumplimiento de las reglas republicanas. Claro está que merecerían esa honra, pero los códigos cotidianos de los dirigentes y de buena parte de los ciudadanos argentinos son más laxos. El pragmatismo charro cunde, también en el ágora. Conductas reprobadas ex catedra son perdonadas, cuando no convalidadas en los sondeos y hasta en las urnas. Un ejemplo remanido es rehuir los debates de campaña cuando se puntea: no se tiene noticias de alguien que haya perdido la pole position por ese desliz, tan fustigado en los diarios y tan exigido por otras ciudadanías. La renuncia a mitad del mandato en pos de otro cargo es otro caso que suscita recriminaciones eruditas pero irrisorios costos electorales. Por no hablar de los fulmíneos cambios de domicilio para bregar en un distrito que calza a las necesidades de la figura en ciernes a menudo premiados por el éxito.
A ese inventario, seguramente incompleto pero tendencialmente preciso, se añadieron en lo que va de 2008 dos ejemplos de distinto calibre. El primero por su gravedad es la falta de seriedad institucional de Julio Cobos, quien hace campaña opositora en uso transitorio (que debería ser por definición decoroso y sistémico) de la banda presidencial. El segundo, muy nimio, ocurrió ayer en el Congreso.
Claro que todo tenía un tono menos operístico que en julio. José Pampuro, en ejercicio de la presidencia, votó sin éxito y rió un par de veces por bretes técnicos con los pulsores del voto. El rionegrino Pablo Verani repitió, como un personaje de Adolfo Bioy Casares, un movimiento de la noche inolvidable por otro radical K: pedir con puro sentido litúrgico un cuarto intermedio cuando las cartas estaban echadas.
La fórmula críptica: La ley de jubilaciones móviles es un buen ejemplo de política de Estado en un país donde esa mercadería escasea. Quizá merecía un desempeño más elevado de una oposición que juega siempre a suma cero.
El rumbo de la ley es un avance, reclamado por la Corte Suprema en fallos pioneros. Se recupera la regla constitucional, violada por gobiernos bipartidistas durante muchos lustros. El oficialismo aduce buenas credenciales en la materia, pero propone una fórmula intraducible al castellano. Sus precedentes son buenos, los mejores desde 1983, pero no lo eximen de explicitar la traducción material de las ecuaciones que propugna.
“Primero elevamos la mínima por encima de la línea de indigencia. Luego superamos la línea de pobreza. Luego ampliamos el universo de los jubilados, llegando a un nivel que supera el noventa por ciento de los pasivos. Aumentamos los haberes muchas veces y rehabilitamos la opción al sistema público”, describen (con razón) Sergio Massa, Carlos Tomada y Amado Boudou, por orden de sello escalera. Son pergaminos válidos para creer en su buena fe y en la intención de la norma. No son bastantes para suplir la oscuridad de las cifras que arrojará la fórmula de ajuste. Aunque la discusión es más vasta, ese punto es sustancial.
El cronista no osa dar por cierto ningún cálculo, dado que son tan divergentes y tan inasible la ecuación en cuestión. Pero está claro que un mecanismo que detonara aumentos irrisorios desvirtuaría la razón de la ley y aun la política previa del Gobierno. Así las cosas, el velo sobre el numerito opaca el debate general.
Pichetto, en el impropio contexto de una discusión reglamentaria, sinceró (y eso traerá cola) dos premisas que el Gobierno manejaba por ahora en voz baja. La primera es que está en estudio un aumento en 2008 que subiría la base de la primera actualización. La segunda es que las previsiones oficiales son de un incremento no menor al 18 por ciento en marzo de 2009. ¿Por qué no ponerlo en negro sobre blanco, entonces? Las respuestas (reservadas) desde distintas oficinas de Trabajo o de la Casa Rosada son similares y transitan dos ejes. Uno: “no queremos provocar ilusiones que pueden variar a la baja, muy poco, pero pueden variar”. Dos: “el reajuste de marzo va a ser tan alto que va a dejar mal parados a los de 2008. Eso se puede empardar con otro retoque este año, pero no se puede anticipar su monto todavía porque la caja tiene límites”.
Los dos argumentos describen tácticas astutas pero que deberían ceder ante la necesidad de clarificar cuál es el impacto del sistema adoptado en el bolsillo del jubilado.
Tal vez en la semana que viene se acomoden las cargas. Entre tanto, da la impresión de que el oficialismo domina la escena del Senado. Pero que, aun si consigue aprobar la ley, deberá pasar por un examen en marzo. Si los incrementos no son razonables, si no están a la altura de las promesas oficiales, la discusión pública se reabrirá. En ese caso será hora no de debatir una ley que es un valorable cambio de paradigma sino de modificar su módulo de actualización.
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