Jueves, 26 de marzo de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Washington Uranga
Ningún mensaje puede leerse de manera aislada de los contextos en los que se produce y sin analizar la historia, las intenciones y las condiciones de quien lo genera y de aquellos que van a ser sus receptores. Lo anterior, que resulta por demás obvio, tiene que ser tenido en cuenta muy especialmente para analizar el texto producido por la Comisión Permanente del Episcopado. Es un documento escrito con prudencia expresiva, buscando por un lado no eludir algunas cuestiones que la jerarquía católica considera de primer orden en la realidad del país (“conflictividad”, “crecimiento de la pobreza”, “crisis de la economía global”, entre otras) pero sin hacer alusiones o señalamientos directos a nadie, seguramente tratando de evitar el riesgo de que se los señale por inmiscuirse en el terreno de la disputa electoral en cualquier sentido. La intencionalidad es clara: hablar para todos sabiendo que se darán por aludidos aquellos que sientan que la piedra ha caído en su gallinero.
Hay además marcas muy claras en el texto respecto de la mirada que un grupo de obispos ha venido construyendo acerca de la necesidad de que el Estado, en asociación con el sector privado, impulse políticas públicas que den respuesta integral a las situaciones de pobreza. Se suma a esto el reiterado llamado a reforzar la institucionalidad, al diálogo y al consenso, resumido en lo que ya otros documentos episcopales han titulado como “amistad social”. En todo este discurso se nota la pluma de quienes, de acuerdo con algunos trascendidos, fueron los principales redactores del texto: los obispos Jorge Casaretto, presidente de Pastoral Social, y José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe y vicepresidente segundo del Episcopado.
El documento en sí mismo no arroja demasiadas novedades respecto del discurso episcopal. Recorre temas ya conocidos y en un tono ya sabido. Se puede acordar o discrepar. Sin embargo, los contextos de lectura pueden darle diferente alcance. Y es muy probable que, en medio del clima preelectoral, las afirmaciones puedan ser interpretadas a favor o en contra, como respaldo, crítica, condena o advertencia, dependiendo de quién lo lea, desde qué lugar y con qué intención. A los obispos no se les escapa esto y decidieron escribir lo que escribieron. Seguramente, han tenido en cuenta las posibles repercusiones en todos los sentidos.
Hay un cuestionamiento que se reitera respecto de si la jerarquía católica tiene derecho, en su condición de tal, a emitir juicios y aportes sobre la realidad social y política del país. Resulta casi ridículo seguir escuchando voces que pretenden, en democracia, negar esa posibilidad. O bien porque no les reconocen a los obispos la capacidad ni la autoridad moral para hacerlo, o bien porque, a cuento de complicidades, errores y pecados del pasado, argumentan en contra de toda posibilidad de expresión en el presente. Es legítimo que los obispos se expresen en los términos que lo consideren conveniente. Respecto de quiénes y cómo lo hagan, la Iglesia tiene sus propias normas. Y en relación con la validez de lo que digan, a la pertinencia y a la autoridad moral que se les reconozca para hacerlo, depende de los diferentes interlocutores, de los actores políticos y sociales, de los ciudadanos que, creyentes o no, tienen cada uno su criterio formado al respecto. Por su parte, los obispos y la institución eclesiástica tendrán que asumir que sus opiniones sobre cuestiones políticas y sociales no son más que eso, opiniones, y que en esta materia no les cabe ningún tipo de infalibilidad. Y, al mismo tiempo, deberán aprender el juego del diálogo democrático, aceptar las opiniones diferentes, la crítica y hasta la descalificación, sin leer todo como un ataque contra la Iglesia o contra la religión.
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