Domingo, 14 de febrero de 2010 | Hoy
Por Mario Wainfeld
La salud de los dirigentes de primer nivel es una cuestión política. Nadie se privó de pensar (nadie podía privarse de pensar) en las virtuales consecuencias de la operación de urgencia a la que fue sometido el ex presidente Néstor Kirchner. Afortunadamente, el episodio se superó, el ahora diputado está bien y él mismo retomó su actividad más pronto que tarde.
Pero si ese abordaje (que se ahorrará en esta nota) es ineludible, hay otras facetas relevantes cuando está en vilo la vida de un ser humano.
Las conductas públicas ante lo inesperado y extremo resultan reveladoras. Toda sociedad incluye reglas de respeto, de cortesía, de buenos modos, si se quiere. La civilización es, cuanto menos, la sublimación de los instintos más primarios.
Cuando se reclama felicitar al adversario que ganó una elección o cuando se exalta que la presidenta Michelle Bachelet haya asistido al funeral del dictador Augusto Pinochet, es forzoso dar testimonio de que se está a la altura de esos parámetros. No es cuestión de deponer banderas, de cesar luchas, de ceder terreno, es “apenas” cuestión de humanidad. Por eso, fueron chocantes y brutales algunas expresiones públicas y ciertos silencios. Ningún dirigente opositor expresó preocupación durante el trance y alivio ante su desenlace. Gestos de ese jaez, como la felicitación tras la derrota, son una señal a la sociedad, un bálsamo, una prueba de que no todo es lucha y fragor.
Los comentarios de los lectores del on line de La Nación rezumaron odio y salvajismo. Este cronista anotó algunos en la intención de reproducirlos. La desecha hoy, prefiere omitirlos, expresan lo peor de la condición humana.
Analistas políticos afamados equipararon un episodio límite pero cotidiano a un castigo bíblico. Según ellos, una obstrucción de carótida es la prueba de una personalidad desviada. Habrá que reescribir libros de medicina que explican que muchas buenas personas están expuestas a esos avatares. O habrá que discriminar al papá o al tío que lo padecieron, vaya a saber.
Entre todas las expresiones de un odio incontenible y anticivil, la mayor fue la del cardenal Jorge Bergoglio. Sin consultar a la familia, sin el menor recato, divulgándolo a los cuatro vientos, envió un sacerdote a darle la unción de los enfermos a Kirchner. Un gesto muy distante de la contención que se atribuye a los prelados o de la sutileza que nimba a los jesuitas. Un delivery provocador, insidioso y macabro.
Un editorial de La Nación, congruente con sus lectores más brutales, elogió la medida. Con mucho más tino, y mejor prosa, el periodista José Ignacio López cuestionó, el martes en el mismo medio, la movida de Bergoglio. Su columna se títuló “Un traspié evangélico”, le bastaron pocas líneas para redondearla. López habló de “sobreactuación” del cardenal, subrayó que “la escena... no fue precisamente evangelizadora” y que “transgredió el celoso límite de la intimidad de una familia”.
José Ignacio López es un periodista de larga trayectoria, muy conocedor de la jerarquía de la Iglesia Católica y bastante afín a ella.
No se privó de consignar un elogio global a la figura de Bergoglio. Pero su intervención, concebida en su clásico estilo moderado, fue una señal de sensatez y buena praxis. López –que seguramente está más cerca ideológicamente de sus criticados que del oficialismo– demostró honestidad intelectual y prudencia, dando cuenta de portar un humanismo esencial. Parecen valores muy primarios, muy básicos, pero se los encuentra poco en el mercado actual. Por eso deben valorarse tanto, en medio de una cultura binaria e intolerante que, ante una situación límite, desenmascaró muchos rostros.
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