Domingo, 2 de enero de 2011 | Hoy
Por Mario Wainfeld
Por motivos laborales, el cronista conoce la Casa Rosada. La visita desde hace añares, en busca de información, diálogo o reportajes. El lugar, que tiene sus recovecos y sus bemoles, no lo sorprende ni ya le llama la atención. En aquellos días de octubre, ese sitio fue otro. Una multitud protagónica lo hizo suyo, lo transformó, lo recorrió como si fuera su territorio. Expresó su dolor y su ideología, su solidaridad hacia Cristina Fernández de Kirchner. La sobriedad y el decoro del marco le facilitaron expresarse con pasión y libertad. Cada cual eligió su modo: pequeñas ofrendas, consignas, cánticos, un beso lanzado o estampado en la mejilla, dedos en V, puños cerrados. El cronista jamás vio que el Palacio fuera patrimonio popular como lo fue durante esas horas. Y, sospecha, no lo volverá a ver.
A diferencia de otros fastos, también fueron dueñas de casa las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Nunca entraron ahí, hasta que las invitó Adolfo Rodríguez Saá, en su efímera presidencia. Ahora, están acostumbradas. Dirigentes sociales, sindicalistas e integrantes del movimiento gay también son asistentes privilegiados. Los uniformados, los purpurados, las castas empresarias no figuran o son actores de reparto. Ese cambio, que progresa desde 2003, también se votará este año. Los que deplorarían que volviera ese elenco estable saben a quién elegir y a quién no.
Ese desfile espontáneo y profundo se conjugó con los discursos de presidentes de países hermanos y vecinos. Todos refutaron, sin proponérselo ni ponerlo en palabras, el discurso dominante en la Argentina. Néstor Kirchner distaba de ser un tipo aborrecido, ligado a los otros solo por presiones, sobornos o por chantajes económicos, un dirigente de segunda categoría, un pajuerano sin mirada internacional. Lula da Silva, el inigualable estadista del Sur en el siglo XXI, lo contó con todas las letras repasando las jornadas compartidas. Le dijo “compañero” y Lula sabe de lo que habla.
Sería una petulancia diagnosticar cuál será el impacto de la desaparición de Kirchner, parece sensato intuir su gran magnitud. El uso político de su figura es inevitable, ya se está viendo. Para unos fue imperioso legitimarlo en las primeras horas postreras y trasfundir valor y apoyo a la Presidenta. Otros descubren, ¡ay! tardíamente, que el ex presidente era un genio infalible, que controlaba toda la realidad. Cualquier error o traspié, real o supuesto, de Cristina Fernández de Kirchner se explica por su falta. La historia desmiente ese simplismo, cuyo afán es ningunear a la Presidenta, quitarle predicamento. Kirchner, como cualquier hombre de decisiones múltiples y veloces, cometió numerosos errores. No se reseñarán todos, porque podría parecer un menoscabo. Pero baste recordar la saga del conflicto con “el campo”. O las veces que se quedó relativamente paralizado ante desafíos novedosos y potencialmente desestabilizadores, como las marchas de Blumberg o la tragedia de Cromañón.
Con errores, aciertos y hallazgos, una representativa masa de argentinos le dijo que no estaba solo y que justipreciaba lo que hizo. Juan Domingo Perón, que era un gran orador, dijo que se llevaba en sus oídos la más maravillosa música, que era para él la palabra del pueblo argentino. Kirchner, que tenía una retórica atropellada, no anticipó su partida. Pero se llevó un recuerdo que cualquier dirigente popular envidiaría sanamente. Amén del afecto de tantas personas sueltas, incluyendo algún cronista que no se hace a la idea de su desaparición, que lo extraña y que creyó imprescindible, en su balance de fin de año, mandarle un saludito.
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