Domingo, 29 de enero de 2012 | Hoy
Por Mario Wainfeld
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, mostró, de nuevo, sus dotes de orador. Es persuasivo, matiza el volumen de su voz. Le deja al profano la impresión de no leer su discurso y algo de eso hay. Dispone de un telepromter pero casi no lo mira, acaso sólo para refrescar números. Alardea sin decirlo de ese recurso, ante un público informado que lo conoce. Todo está pautado: los colores de sus trajes y corbatas, los sitios por donde entra y sale. Cuando se va retirando saluda a numerosas personas, que han sido seleccionadas con delicadeza y sentido político. La ceremonia es muy similar a la de otros mandatarios o a la que pudo verse en la añorable miniserie The West Wing. El trato con los elegidos es cortés y hasta cordial, aunque frío para los parámetros argentinos. Mucho apretón de manos, besos para algunas (que no todas) mujeres. Alguien se muestra más efusivo, con un abrazo o un pedido de autógrafo. En esas latitudes nadie se enfada porque un discurso combina fondo y forma, es una obviedad.
Más al sur, donde los estilos presidenciales son menos estatuidos, es regla enfadarse o hasta indignarse por lo evidente. Un discurso es, también, el escenario en que se emite. La reaparición de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner fue rechazada desde varios ángulos, el formal es uno de los menos sustantivos, entre tantos.
También es flojo el reproche al tramo subjetivo del discurso. Los protagonistas de la política son conocidos, amados u odiados, personalizados por los ciudadanos. Participar sus emociones es un argumento más y un modo válido de acercarse a “la gente”. El ex presidente brasileño Lula da Silva es un estadista y un político formidable: no se priva de llorar en público. A Cristina Kirchner hay quien no le tolera que cuente que lloró, sinceridad que es una adquisición de su oratoria.
Más chocante es que se niegue sustancia a una intervención que tuvo mucha. Lo referido a las petroleras, para empezar (ver nota aparte). Y todo lo atinente a Malvinas, definiendo una correcta posición del Estado argentino. Y escindiendo el reclamo legal de la locura bélica emprendida durante la dictadura. Distinción crucial, aunque a menudo no sencilla de traducir ante situaciones concretas. Vaya un ejemplo para ilustrar el concepto: el primer militar muerto en las islas, durante el propio desembarco, fue el capitán Pedro Edgardo Giachino. La tradición lo recuerda como un héroe, 39 escuelas en todo el territorio nacional llevan su nombre. Giachino, en tiempos más recientes, fue denunciado como represor durante la dictadura. No pudo ser juzgado, más vale, pero la acusación es firme y fundada. ¿Cómo conjugar los dos legados históricos? No es sencillo como sí en el caso de Alfredo Astiz, represor de sus compatriotas y cobarde en la guerra.
El mensaje de la Presidenta connota correctamente el aniversario de la guerra. Y, en un tramo sugestivo, propone que el mejor aniversario para evocar es el de la ocupación británica en 1833. Todo un detalle, digno de resaltar.
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