Domingo, 29 de abril de 2012 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
En contraste con lo esencial de la argumentación de Cristina, fueron anémicos los reparos de la oposición parlamentaria, atrapada en una contradicción insoluble entre la necesidad de diferenciarse del gobierno y la certeza de que la medida tomada es correcta y goza de un consenso social abrumador. A diferencia de los grandes medios, que asumen sin pudor los intereses extranjeros afectados, el Frente Amplio Progresista y la UCR provienen de tradiciones partidarias que limitan su campo de maniobra y aspiran a obtener el voto popular. Salvo la senadora new age Norma Morandini (quien se abstuvo alegando que los jóvenes de La Cámpora tienen “poco respeto por la opinión del otro” y que el gobierno no busca consensos), los integrantes de esas fuerzas votaron a favor luego de criticar la privatización realizada por el mismo justicialismo y las falencias de la política energética desarrollada desde 2003, incluyendo el ingreso a YPF sin aportar capital propio de los banqueros de Santa Cruz, Papá y Baby Eskenazi. Incluso el senador Gerardo Morales sugirió que el actual gobierno debería pedir perdón. Otros cuestionaron el porcentaje de acciones a expropiar, el modelo de conducción empresaria o el momento de la decisión. Por ciertas que fueran, estas objeciones ni siquiera alcanzaron a traspasar las paredes del Senado, mientras afuera atronaba el júbilo por la recuperación del instrumento estratégico. Hasta Hugo Moyano se rindió ante la potencia histórica de la decisión y dejó asentado on the record su resignado apoyo. Su acto en Parque Roca fue una ruidosa confesión de debilidad: lo organizó sólo su gremio de choferes de camión, debió adelantarlo un día para que no desertaran hasta sus aliados más próximos y en su discurso anunció que prefería “que una elección no me sea favorable con dignidad y no tener un triunfo vergonzoso, como van a tener o pretenden tener algunos”. También atropelló a ciegas con el programa que lo condujo al aislamiento, no por obra del gobierno sino debido a su índole elitista, al llamar “impuesto al trabajo” al que en todo el mundo se conoce como un gravamen progresivo a los ingresos personales, según sea su nivel. El tributarista Jorge Gaggero recordó que en la Argentina lo implantó Perón en 1952, como instrumento para distribuir la riqueza. La oposición de Moyano, añade, se debe a una mezcla de “populismo tributario obrerista” (que Gaggero considera muy eficaz en los sectores formales de los trabajadores de alta retribución) y a “conveniencia personal en su carácter de empresario”. Pero también señala que “la ausencia de acción reformista del gobierno en este campo abona esta barbaridades porque, en rigor, los verdaderamente ricos no pagan el impuesto (entre exenciones, alícuotas bajas, eficacia evasora, paraísos fiscales y pasividad de la AFIP). Obviamente, por las razones supuestas arriba señaladas, Moyano no pide la reforma progresiva del impuesto sino su eliminación”.
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