Domingo, 7 de abril de 2013 | Hoy
“El desastre es la expresión social de un fenómeno natural”, explica el ambientalista Antonio Elio Brailovsky, que tuvo notables intervenciones en estos días.
Es un lugar común digno de ser repetido: en Cuba los huracanes causan menos daños que en Haití o que en la mayoría de los estados de Estados Unidos. El Katrina fue un ejemplo ineludible. La socióloga norteamericana Margaret Somers sistematizó el tema en un libro titulado Genealogies of Citizenship. Asoció las tremebundas consecuencias del huracán con el apartheid social que viven los negros en Nueva Orleáns y con la privatización de hecho de la agencia estatal encargada del control de daños.
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Otro origen parece tener la prevalecencia de víctimas de la tercera edad, que se percibe en los primeros datos de La Plata. En terribles olas de calor padecidas en Francia (2003) fallecieron miles. No especialmente los más pobres sino los que vivían solos.
En 1995 en Chicago otra oleada de calor arrasó con la vida de 700 ancianos. El periodista norteamericano Eric Klinenberg analizó el universo de víctimas en un libro titulado Heat Wave: A Social Autopsy of Disaster in Chicago (Illinois). Los que vivían solos, pobres o no, fueron mayoría. La falta de lazos sociales fue, quizá, la causa principal.
Ocurre en otras comarcas, no es consuelo ni excusa aunque sí ayuda a comprender la complejidad de los fenómenos, irreductibles a una sola explicación.
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La existencia, innegable, de muchos damnificados de clase media en esta semana no debe hacer olvidar que la desigualdad social se reproduce, en tendencia, en las tragedias. La gravedad de las muertes obtura otras miradas, pero debe subrayarse que ya anteayer había más refugiados en La Matanza que en La Plata. Y que las pérdidas materiales deben evaluarse por su precio, pero también por la capacidad personal o familiar de reposición.
También la actitud ante la ayuda puede ser diferente. Para alguien de clase media el lugar de protección puede resultar muy transitorio, acaso incómodo, insatisfactorios los colchones o la comida insuficiente. Puede ser distinto para argentinos de menos recursos materiales: es factible que valoren distinto el estar bajo techo, conviviendo con sus pares y con un nivel de atención social inusitado.
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Una conclusión ineludible es bien planteada por Somers. Los daños de la tragedia, acaso, no vulneran ninguno de los “derechos legales de ciudadanía”. Nadie pierde la libertad de expresión, de reunión, de asamblea, de voto, o el acceso a alguna política de transferencia social. Ningún damnificado, pues, protesta porque perdió esos derechos. Lo damnifican, eso sí, la ausencia o labilidad del Estado, de cualquier nivel de gobierno. Los convierte de hecho en ciudadanos de segunda, en habitantes sin estado, stateless people en inglés. Los somete a las reglas del mercado y a los “contratos individuales”. La ciudadanía no es (solamente) cuestión de derechos conferidos en la norma, aun los sociales. Depende de un sistema político que prevalezca sobre el individualismo y la contractualización extremos. En especial, que sirva de contrapeso al fundamentalismo de mercado para garantizar estructuralmente la igualdad. Sobre todo (pero no únicamente) en situaciones límite.
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