Domingo, 23 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Mario Wainfeld
La oposición política no consigue cumplir el principal de los mandatos que le impone su vanguardia, los poderes fácticos (ver nota central). Pero honra otros, en particular el de intentar obstaculizar todas las acciones del Gobierno. Esa es una parte de la explicación de las objeciones al proyecto de Código de Procedimientos Penal, que pasó aprobado del Senado a la Cámara de Diputados.
Las sinrazones son escasas, prevalecen argumentaciones ad hominem contra una mujer, la procuradora general Alejandra Gils Carbó. Se la demoniza sin mayor asidero. Las correcciones al texto original que aceptó el oficialismo disminuyeron la capacidad decisoria de Gils Carbó a la hora de designar fiscales para causas determinadas. La furia no se mitiga porque no es cuestión de escuchar razones.
El domingo pasado, dos columnistas estelares de los diarios Clarín y La Nación se indignaron en cadena porque la norma mentada propugna que los jueces federales no investiguen más la “corrupción”. El pretenso pecado es, cabe asumir, uno de los ejes de la reforma, reclamada durante décadas por casi todos los especialistas en derecho, por magistrados y fiscales... salvo por los jueces federales.
El supuesto pecado es una virtud. Ordenar los procesos para que los fiscales ejerciten “la persecución penal” y los jueces cumplan su rol. Así se hace en la mayoría de las provincias y en tantos códigos modernos de la aldea global. Cualquier espectador de series televisivas puede corroborar que en Estados Unidos los fiscales hacen de fiscales y los jueces de jueces. Los primeros, ajj, son usualmente elegidos por el voto popular. Vergüenzas que nuestra república perdida desdeña, en aras del elitismo de la “familia judicial”.
La mala praxis se agravó en los gobiernos menemistas, que confirieron enorme poder a los (mayormente, que nada es absoluto) impresentables jueces federales. Durante años llovieron invectivas sobre personajes como Norberto Oyarbide, Claudio Bonadio, Rodolfo Canicoba Corral, María Romilda Servini de Cubría. Ahora se los endiosa, caramba. Ni tanto, ni tan poco pero el análisis anterior era más certero.
El poder de esos jueces, dueños del proceso por partida doble, es un problema histórico que lleva veinte largos años, añadido al mal funcionamiento general del procedimiento. La perversa influencia de esos magistrados, apoyados ahora por algunos de sus pares, es una razón que explica por qué naufragaron propuestas similares a la que ahora abordamos. El jurista Alberto Binder fue uno de los pocos que lo comentaron con todas las letras: “la reforma del Código Procesal Penal no se hizo antes porque los jueces federales tienen un poder extorsivo”.
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Poner en regla al número de miembros de la Corte es un imperativo legal. “No pasarán” clamaron y firmaron legisladores de la oposición. Así dicho, es un disparate que puede tener consecuencias graves, de las que nadie se hará cargo.
El tribunal con cuatro miembros deberá sudar tinta para conformar mayoría de tres. La perspectiva de nombrar conjueces en esas contingencias agravará la lentitud de los trámites y podrá generar zigzagueos jurisprudenciales.
El entuerto no se resolverá el 10 de diciembre de 2015. Primero porque subsiste la posibilidad de un triunfo oficialista. Y aunque prevaleciera un partido opositor, es casi imposible que cuente con el aval de las dos terceras partes del Senado para un acuerdo.
Aunque se llegara a un consenso, el trámite insumiría meses, por las exigencias legales y las dificultades prácticas. Así que hablamos de un año y medio, por la parte baja, de un tribunal incompleto, hecho decidido de prepo.
Es antipático añadir especulaciones, pero nunca es descartable que en ese lapso se produzca otra vacante en la Corte, en cuyo caso para acceder a la mayoría habría que conseguir unanimidad.
Por cierto, nadie les niega a todas las fuerzas con representación en el Senado su derecho a participar del debate y hacerse valer a la hora de buscar la exigente mayoría constitucional fijada por la Constitución. Pero el obstruccionismo absoluto, patentizado en la frase coloquial “así fuera Ricardo Gil Lavedra”, puede resentir mucho el accionar de la Corte.
Su titular, Ricardo Lorenzetti, minimizó el problema en declaraciones periodísticas poco felices. El presidente de la Corte alega que suele consultar con sus pares antes de dar en bandeja titulares a los diarios. Sin embargo, tres de los cinco actuales cortesanos dijeron lo contrario: Carlos Fayt, Elena Highton de Nolasco y Eugenio Raúl Zaffaroni. Lorenzetti habló, pues, por una minoría interna de uno, salvo que Juan Carlos Maqueda rompa su proverbial mutismo y lo apoye.
Es cierto que Zaffaroni ya renunció y se irá a fin de año, por lo que Lorenzetti podría llegar al empate. Si se autoriza una ironía, a contrapelo del empaque judicial, debería convocar a un conjuez para desempatar aun en esa polémica.
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La elección de la camarista laboral Gabriela Vázquez como primera mujer titular del Consejo de la Magistratura azuzó vientos de fronda. El oficialismo supo negociar y pactar con quienes no piensan idéntico, una virtud que no siempre lo adorna.
Vázquez es una jueza de carrera, prestigiosa y relativamente joven. Un avance de las mujeres en un estamento estatal machista es de por sí valorable. No le bastó para frenar la insidia del camarista Luis María Cabral, quien se mostró intolerante y discriminador. Tampoco la de los medios dominantes, que la acusaron de integrar Justicia Legítima. No es cierto, para empezar. Y la promisoria organización Justicia Legítima, aunque un lector desprevenido podría suponer lo contrario, no es una filial argentina de la Cosa Nostra. Pero así se debate en la Argentina: los que demuelen a los que piensan distinto se autotitulan custodios de la República. En fin...
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