Lunes, 29 de mayo de 2006 | Hoy
EL PAíS › UN HOSPITAL CON CAMAS ESPECIALES
Por C.A.
Hacía nueve meses que Vanesa quería dejar la calle. Se lo había pedido de muchas maneras a los operadores de la Dirección de Niñez del gobierno de la Ciudad que trabajan con chicos de la calle en Pompeya. Se lo había dicho a las tres trabajadoras sociales del Programa Contra la Explotación Sexual que recorren el barrio. Se lo había insinuado a los del Centro de Día Niños de Belén. Pero aunque los profesionales lo intentaron y finalmente fueron varias áreas las que se coordinaron para encontrarle una salida, costó tanto que en el camino se avanzó en un primer modelo de trabajo transversal para atender casos en extrema crisis como el de ella. Por primera vez, un hospital habilitó camas especiales para chicos con una crisis terminal por el consumo al paco.
“Tuvimos que decir Vanesa se está muriendo. Necesitamos que alguien por la fuerza interne a Vanesa. No podemos obligarla, necesitamos que la obliguen”, cuenta la licenciada Florencia Calcagno, coordinadora del Programa Contra la Explotación Sexual que siguió el caso. La odisea para ayudarla derivó en la inclusión en el inminente Plan Transversal de Políticas de Infancia la prevención del consumo de pasta base y la asistencia a las víctimas del flagelo.
A los 16 años, Vanesa fue una de las primeras nenas en pararse sobre Amancio Alcorta y acceder a las propuestas de los choferes que las veían pidiendo monedas. Ella además se había enamorado de un morocho de unos 20 años al que le seguía los pasos y comenzaba a pagarle con el dinero de su propio trabajo sexual las dosis de la pasta base. Como ninguna otra de las chicas, ella se había aferrado a una idea exagerada de amor y las demás solían increparla por su actitud. “Puta, encima que laburás, lo hacés para ese 8.40”, le gritaba enojada su sobrina, Camila, más chica, pero orgullosa de no tener un administrador, algo remotamente parecido a un proxeneta. Todos los que conocen la problemática de las nenas de Pompeya coinciden en que no existe ni la leve sombra del proxenetismo en este drama: se trata de la salida a una mayúscula marginación, un efecto colateral del paco.
Como la mayoría de los que paran en la zona, Vanesa llegó a pedir y a vender baratijas con su mamá. Venían de Pontevedra en el tren que sale de González Catán, cruza el conurbano y termina en la estación Buenos Aires, al sur de la ciudad. Pero se fue quedando. Los que la conocen de la calle, los recuerdan como un grupo que se diferenciaba de otros en la zona. Eran hermanos, tíos, primos, una especie de clan, y como miembros gozaban de la protección mutua y de cierto orden y organización para sobrevivir. Juntos llegaron a los fumaderos de Zavaleta. “Se fueron quedando porque los mismos que les daban el paco les daban calor en invierno y a veces el desayuno”, cuenta Calcagno. “Hace un año empezamos a darnos cuenta de que cuando íbamos ya no nos prestaban mucha atención. Estaban mirando si venían los clientes, preocupadas por otra cosa. Habían comenzado a prostituirse para consumir”, relata Miguel Sorbello, trabajador social y coordinador del Centro de Día de la Iglesia Nuestra Señora de Caacupé.
Sorbello fue uno de los que siguió el caso de Vanesa tan de cerca como pudo. “En tres oportunidades la internamos, pero siempre ella terminaba resistiéndose, no eran los lugares que se necesitan. El Centro de Atención Transitoria (CAT) –del gobierno de la ciudad– no está preparado para un caso así. Hubo momentos en que lográbamos que ellas aceptaran internarse, pero nadie tenía lugar. Faltan instituciones específicas para casos críticos de consumo de paco en adolescentes”, explica. En noviembre del 2005 quedó acreditado en la causa a cargo de la jueza María Rosa Bosio –en la que la magistrado la tutela como menor en riesgo–, que dio “una respuesta negativa fundamentada en la ausencia de vacantes disponibles”. Recién cinco meses después, la ciudad consiguió un lugar para la chica en el hogar para madres adolescentes Eva Duarte. Para la subdirectora del hospital Penna, María Angela Toscano, una médica que trabajó 16 años en el Centro de Salud de la Villa 21, el paco no es nuevo. Comenzó viendo cómo los chicos aspiran la bolsita de pegamento, pero ahora es testigo del deterioro que padecen los que llegan con poco resto a la guardia del hospital. “Tenemos profesionales que sufren de ver a los chicos a los que vieron nacer en el barrio tirados en la puerta del Centro de Salud, porque allí se van como buscando una última ayuda quizás inconscientemente. No sólo es que se crean dos camas de crisis para la nena que ya tratamos y las que vendrán. Se crearán todas las que sean necesarias. Es prioridad”, le dijo a Página/12. Sólo en los centros de salud de la zona del Penna, en el primer semestre hubo 30 chicos y chicas consumidores de paco que llegaron graves a la consulta. De ellos, sólo ocho continuaron un tratamiento. “Tenemos que pensar cómo hacer para atenderlos allí donde están porque es imposible que solos lleguen al hospital –dice Toscano–. Y tenemos que pensar qué hacer después, en el caso de que se dé el milagro de que se recuperen. Porque luego vuelven a la casa y allí no encuentran a nadie.”
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