Sábado, 30 de diciembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Washington Uranga
La democracia no es un bien que se adquiere de una vez y para siempre. Ni siquiera existe un modelo muy preciso al que se pueda adherir. Dentro del sentido general que implica el gobierno de las mayorías y el respeto de las opiniones de las minorías, la diversidad y la pluralidad, el sistema democrático admite muchas versiones diferentes. Y nunca puede llegarse a la conclusión de que la obra está terminada. La democracia, como la participación, se construye cada día y es, de por sí, siempre una obra inacabada. Por eso hay que educar en la democracia. Esto dicho a propósito de la desaparición de Luis Gerez, ahora, y de Jorge Julio López, antes. Pensar, en consecuencia, que los genocidas, los torturadores, los terroristas de Estado han sido derrotados definitivamente sería cometer un grave error o caer en una ingenuidad manifiesta. Se han generado cambios sustanciales. Como resultado de la lucha de muchos años de los organismos defensores de los derechos humanos, de organizaciones populares, sociales y políticas. Todo ello se ha visto reforzado hoy por una política de Estado en materia de derechos impulsada desde el Gobierno nacional. Pero nada de esto es suficiente. La garantía de la vigencia de los derechos, de la marcha de la Justicia y el único límite a los atropellos, radica en la capacidad ciudadana y popular de mantenerse alerta, de organizar la solidaridad y de respaldar la democracia que incluye, como componente ineludible, a los disensos y las diferencias. No son las ideas las que conspiran contra la democracia. Son las conductas delictivas, terroristas. De allí que es necesario educar en derechos. Es preciso entender también que la seguridad no es una cuestión individual, sino un tema social. Como tal debe afrontarse. El Estado, a través de todos sus mecanismos institucionales, tiene la mayor responsabilidad de ofrecer garantías en este sentido. Y se le debe reclamar con insistencia al Gobierno para que, más allá de las manifestaciones públicas, se generen los cambios necesarios que ofrezcan mayores garantías para todos los ciudadanos. Cuáles son esos cambios tendrán que determinarlos los expertos, pero seguramente pasarán por ajustes de los mecanismos institucionales y en la asignación de recursos de todo tipo. Porque está claro que no basta con la voluntad. Pero nadie, absolutamente nadie, podría ni debería desentenderse del tema de los secuestros de López y Gerez. A cada uno le corresponderá una tarea y una responsabilidad diferente. En el marco de esta construcción permanente de la democracia, ni personas ni instituciones pueden quedar al margen del compromiso común de garantizar la justicia y la seguridad. Los secuestros de testigos constituyen un ataque a toda la sociedad y una afrenta a la política de derechos humanos del Gobierno. Son una provocación y un intento de instalar el miedo para paralizar los juicios, entorpecer la justicia. No podemos acostumbrarnos a vivir en esta situación. Y hay que superar el miedo con compromiso, con participación y con acciones eficaces de los organismos pertinentes que den las garantías reales que la democracia exige. Porque defender la vida es parte esencial de la democracia.
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