Miércoles, 10 de diciembre de 2008 | Hoy
ESPECIALES › 25 AñOS > INTRODUCCIóN A LA NARRATIVA ARGENTINA EN DEMOCRACIA
La sensación podría ser que 25 años después la esperanza es más chica y eso debería tener expresión literaria. Y, sin embargo, es un país con una narrativa poderosa, más que antes. Aunque no tiene el reconocimiento social que sí hubo en los años anteriores.
Por Juan Sasturain
No es fácil segmentar, hacer cortes significativos. Bah, sí: es fácil. Lo difícil es cortar bien, con criterio y perspectiva. Y poder explicarlo. Basta con mirar cómo en los distintos países cortan la vaca, la segmentan, para darse cuenta de a qué me refiero: algunos se saltean el asado, en otros es imposible localizar la carne para milanesas, repartida entre otros cortes. Agrupamientos, conjuntos, contracciones y distracciones. Y ni hablar de lo que pasa con el tiempo, periodizar cualquier aspecto de la actividad humana.
En este caso, la idea es ver qué pasó con la narrativa argentina durante los últimos 25 años, período record –Guinness de entrecasa, vergüenza propia– de democracia ininterrumpida. Porque el corte es (como se debe) por las coyunturas, pero políticas; no es un corte “literario”. Son cuestiones de dos órdenes diferentes; contenedor (un período político) y contenido (un conjunto de textos): ¿cuántas gallinas caben en un auto? Ahí está vidriosa la cosa.
Así, con el mismo criterio, se supone que se podría hablar del fútbol durante la democracia, de la moda o de la cocina durante el mismo período. Siempre se puede, son genéricamente fenómenos culturales, a los que la política, lo social y la economía tocan, determinan, condicionan incluso, según algunos. Habría que ver si –en este caso– el corte de la unidad democrática, de por sí, significa algo.
La verdad, no lo sé. Sólo me animo a describir algunas sensaciones. Lo que sí, no me parece pertinente oponer, consciente o inconscientemente, Dictadura y Democracia: los siete años de terrorismo de Estado al período tres veces más largo que llega hasta hoy. Se puede, como todo, pero creo que el sentido que derive de esa (falsa) oposición no es rico para pensar. Hay que imaginar este tramo en un contexto mayor, un dibujo más amplio.
Así, me parece que primero cabe consignar que acaso sea arbitrario cortar del ’83 al 2008 para que dé un número no redondo sino cuadrado o –mejor– una fracción, un porcentaje, un cuarto justo: de siglo pero también –topológicamente hablando– un cuarto de pollo, de pizza, de relatos diseminados en el tiempo. Y si nos proponemos como totalidad significativa la historia de la Argentina independiente –en año y pico ya está cerrado el ciclo y listos, con moño, los dos siglos– también podemos decir que consideramos acá el último octavo de ese período de doscientos años. Dividamos la literatura argentina en ocho pedacitos de 25 años a ver qué pasa.
¿O qué pasa si uno empieza la cuenta al revés? Me gustan los veinticinco inmediatamente anteriores, por ejemplo: del ’58 al ’83. De Frondizi a los últimos milicos: cuarto de siglo de alternancia casi regular de efímeros períodos de democracia de poco más o menos de tres años –Frondizi, Illia, Cámpora-Perón-Isabel– con sucesivas dictaduras cada vez más duras. Tal vez sea significativo ese corte: contraponer aquel cuarto inestable con éste más políticamente lisito. Otra vez, a ver qué pasa.
La otra –complementaria– es hacer un picado fino político, segmentar el segmento: dividir estos veinticinco en tres, por ejemplo: Alfonsín o los ochenta; Menem o los noventa y después la vuelta del siglo: del “que se vayan todos” a la actualidad. Y ahí fijarse, hacer listitas, ver cómo vienen los borrados.
Esto va aparte. No sé qué les pasará a ustedes, lectores/escritores, mientras tratan de recordar, hacen cuentas, barajan mentalmente nombres y obras, autores y novelas de los ochenta para acá, pero a mí –no sé por qué: ya lo veré– todo me da un poquito de lástima. Vacilé un poco recién, lo reconozco, al escribir; pude poner que me daban ganas de llorar, que me daba bronca, vergüenza o cierta pena. También es cierto. Pero seamos cursis, es decir, verdaderos: no es la literatura o la narrativa argentina en particular lo que provoca esa sensación. Es el país. En todos los órdenes que importan, 25 años después del fin de la Dictadura, estamos peor. Más jodidos como sociedad, digo.
Tengo 63 años y no me puedo hacer el distraído –como lector primero, como escritor después, como argentino siempre y en general– porque he estado acá, soy parte de todo. Será por eso, entonces, que me da lástima.
Más finito: ¿de dónde proviene esa sensación? Creo tiene origen en la pérdida o –mejor– en la disminución sensible de un patrimonio espiritual (no quiero decir capital por razones obvias) difícil, muy dificultosamente renovable: la esperanza. Que viene con la fe y la caridad, según recuerdo de los frailes. Esperanza –ahora caigo que eran, las (tontas) esperanzas, el tercer miembro, junto a los (díscolos) cronopios y los (despreciables) famas la tercera pata, la menos vistosa, de la ejemplar fauna cortazariana–; esperanza, digo, lo que más hemos perdido, lo único importante que hemos ido perdiendo (además del patrimonio) en este último cuarto de siglo.
Y voy a hablar en primera persona por única vez de nuestra aberretada esperanza: estaba enterita y en casa, pendejísima; pero la privatizamos, la operamos, le hicimos las tetas y la nariz, la mediatizamos, la desapasionamos. Desnaturalizada, está irreconocible: la piba esperanza se confunde con el PBI, los números del riesgo país, las posibles inversiones extranjeras. Basta de (tomar, tomarse) medidas, de talles y modelos. Quiero decir: una sociedad no es una cuenta de resultados, una selva de índices. Pero vivimos como si lo fuera. Esa es la ideología. Y hoy nos toca vivir un tiempo –del que somos también responsables, quién si no– en que, con estos valores vigentes y machacados, nos cuesta imaginar posible, plausible, una sociedad mejor (más humana, feliz y justa) fuera de los putos números. Nada indica (verbo que viene de “índice”, claro) que los próximos años serán mejores; pero eso qué importa. Lo más patético no es eso, sino que tras un cuarto de siglo de democracia y de decisiones electorales soberanas tenemos la sensación de que hay un futuro (negro) que nos espera, y no de que hay un futuro modelable de acuerdo al tamaño de nuestra esperanza, como decía el yrigoyenista futuro maestro ciego. Me acuerdo ahora, alevosamente, de aquel comienzo vibrante del primer Scalabrini que leí sin entender demasiado: “Creer, he ahí toda la magia de la vida”. Pero basta de golpes bajos, al menos por ahora.
Quiero decir, y bajando o volviendo en este caso al tema de la literatura: una narrativa, un conjunto de relatos e historias, se define del mismo modo que la sociedad que lo genera y configura –también y sobre todo– por lo que es capaz de imaginar, de soñar, de conjeturar, de aventurar, si cabe el verbo que más me gusta al respecto.
Veamos qué ha pasado con eso en un período histórico de paulatina desesperanza generalizada. Para mí, la narrativa argentina de los últimos veinticinco años muestra una paradójica vitalidad, una creatividad casi desesperada que la coloca –acaso con cierto grado de inconsciencia– por encima de la media de un país en muchos aspectos pinchado y escéptico. Y al respecto, me interesa más lo que cree que lo que espera.
Cabe ahora tirar un par de puntas, que ya veo que serán más de dos, y un puñado de nombres sólo indicativos.
En principio, me parece que la narrativa argentina de los años de la democracia –comparada con el cuarto de siglo anterior– es más densa y compleja, más rica: tiene una mayor oferta de calidad literaria con autores de registro diverso. La media de corrección y excelencia ha subido. Hay cada vez más y mejores autores y textos. También es cierto que la calidad y cantidad de lectores no ha crecido en igual proporción.
En segundo lugar, y sin contradicción flagrante, me parece que –tomando otra vez como término de comparación el período anterior– esta rica narrativa argentina de la democracia no ha generado, en la sociedad en general, referencias –quiero decir escritores y obras– perdurables y trascendentes para el común, no ha habido un reconocimiento social más allá del ámbito estricto del campo literario. Pese a eso, o paralelamente, se han dado casos notables de venta y equívoca o genuina notoriedad que podrían confundirse con el reconocimiento. Sin embargo, son fenómenos de distinta naturaleza.
En tercer lugar, y sin que el doble fenómeno agote ni mucho menos la totalidad del espectro narrativo, se han podido detectar entre los autores y las obras del período –acaso por primera vez de manera tan manifiesta– dos actitudes o gestos, conscientes o no, muy frecuentes a la hora de escribir: apuntarle a un comprador y/o seducir a la crítica. Ambas actitudes serían deformaciones (propias de estos tiempos) del gesto básico y elemental, primario, de la busca del lector. Al contenidismo funcional de unos (elegir los temas más atractivos o alevosamente coyunturales) se opondría el formalismo más o menos experimental (entorpecer la transparencia del relato) de otros. El (falso) debate que enfrenta a claudicantes ante el Mercado y súbditos de la Academia, entendidos como espacios y conceptos en los que nadie quiere situarse pero sí espera colocar/confinar al otro, es la expresión más flagrante de esta tramposa cuestión.
Y la última: nunca ha quedado más claro que en este período que la literatura –y la narrativa en particular– no es sólo un modo de escribir, de usar las palabras, sino un modo de leer y de releer. Es evidente que son las prácticas de lectura y los modos de circulación de los textos –más o menos ingenuas o sofisticadas, abiertas o prejuiciosas– los que definen en última instancia el campo de lo literario reconocido como tal. Así, como en el período anterior –y en otros y en todos– han vuelto a producirse fenómenos de excelencia notable en la producción narrativa desde los confines del sistema, en sus bordes, que por “venir” de ahí, han tardado en ser reconocidos como tales. No es una excepción, sabemos hoy: es el modo como funcionan realmente estas cosas.
Así, para nombrar sólo a algunos que escribieron sus mejores obras en este período, cabe mencionar al voleo, entre los mayores de cuarenta, con una saludable diversidad a veces conflictiva o complementaria, a Piglia, Soriano, Saer, Fontanarrosa, Fogwill, Belgrano Rawson, Gorodischer, Gandolfo, Tizón, Dal Masetto, Cohen, Rivera, Saccomanno, Laiseca, Dolina, Trillo, Blaisten, Copi, Feinmann, Chitarroni, De Santis, Bizzio, Feiling, Shua, Guzmán, los dos Martínez, Uhart, Birmajer y un larguísimo etcétera –sesenta narradores perfectamente atendibles como los citados, de distintos registros consignaría yo–, lo que indica que la narrativa argentina del último cuarto de siglo goza de excelente y peleadora salud.
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