Domingo, 31 de octubre de 2010 | Hoy
Por María Pía López *
Todo está en peligro. Esa fue la primera sensación. Todo. Las conquistas sociales, la libertad que respiramos, la posibilidad de abrir los diarios sin la presunción de que las noticias serán adversas. Peligra lo que está pendiente y lo realizado. Todo lo que hizo de estos años una época singular: en la que pudimos saber que una diferencia se había abierto, que obligaba a la revisión de conceptos, prácticas y lenguajes. Cuando sentimos que todo está en peligro, es porque el kirchnerismo puede devenir paréntesis en una historia más trágica y más ignominiosa. La historia de estos años no fue la de la infamia. Y eso es mucho.
El gobierno surgido en 2003 nació de una conmoción. Néstor Kirchner supo que estaba ante una sociedad movilizada, que había puesto en jaque toda representación en un tórrido diciembre de 2001 y que la gobernabilidad reaccionaria estaba en crisis. Un presidente radical vio fenecer su mandato desde un tembloroso helicóptero. A sus pies quedaban decenas de muertos. El presidente peronista nunca electo tuvo que llamar a elecciones cercado por el asesinato de dos militantes en una estación ferroviaria.
Fue el saber sobre esas situaciones y la decisión de extraer de ellas menos un recetario de la repetición que un impulso a la refundación de la política argentina, el signo distintivo de los gobiernos iniciados en el 2003. De las tragedias anteriores y de la comprensión de la coyuntura, Kirchner había extraído consecuencias fundamentales: era el momento en que podía encararse un gobierno de transformaciones y era necesario evitar, por razones éticas y políticas, el derramamiento de sangre. El gobierno de Cristina Fernández, su compañera, profundizó decisiones y valores, ahondando la distancia que separa esta experiencia de las anteriores.
Por eso, estos años fueron de alegría y de alivio. Un tipo de lógica había sido puesta en suspenso, aunque en nuestros instantes de optimismo la quisimos creer abolida. La lógica de sucesión entre conflictividad social y represión fue, desde el 2003, sustituida mayoritariamente por una articulación virtuosa entre conflictividad y reconocimiento estatal.
Todo está en peligro, incluso la memoria de nuestros muertos y la valoración propugnada por otros movimientos políticos populares que no son kirchneristas, si la muerte del ex presidente es convertida en halo legitimador para falsos herederos. En bautismo santificador de aquellos que vendrían, en su nombre, a abolir la diferencia excepcional con la cual irrumpió en la política. También corren peligro si los conjurados de la reacción –que suelen contar entre sus aliados a agitadores de rojas banderas o partidarios de lo nacional-popular que temen confrontar con el poder mediático, pero no desdeñan generar escenas farsescas para cosechar su minuto de fama–, digo, si esos batallones que suelen encontrar su común estrategia logran hacer del Parlamento la arena de la obstaculización y de la Justicia, una escribanía de los poderosos. La ley de medios y la declaración de la finalidad social del papel, fundamentales para una democratización de la palabra, peligran.
Un recuerdo resuena: a veces, en el peligro está la salvación. O algo así llega desde las citas que no estamos con ganas de corroborar, porque importa menos la precisión que la sensación de que hay escrituras que no dejan de hablarnos en los intersticios del rumor de la coyuntura. Estos son días de duelo, de dolor colectivo, pero también en las calles y en las plazas pasó algo más que la tristeza. Algo del orden de la refundación, del nacimiento, del ritual o del mito. O de un saber acerca de la afectividad compartida y del reconocimiento de una comunidad política. La intuición sobre el peligro y nuestra alerta son acompañadas por la percepción de que hay muchas personas y grupos comprometidos con el proceso en curso y que son capaces de defenderlo.
Estas calles, las del duelo, continúan y a la vez invierten las de los festejos del Bicentenario. No se trata de fiesta, claro está. Esta multitud, la que despidió a Néstor Kirchner, es más claramente política que aquella que circulaba y asistía a los espectáculos por el festejo de la conmemoración de la Independencia. Sin embargo, los días del Bicentenario ya mostraban que algo se había restañado en la trama social y que esa restauración era el aire en el que se incubaba una fuerza política. Sabíamos, también, que esa fuerza política era un nuevo momento del kirchnerismo.
En los largos y dolidos tránsitos del duelo, la multitud reveló esa fuerza, que fue de agradecimiento y compromiso, de festejo por la existencia de la pasión política y de apropiación del espacio público. Allí había sido la nación el motivo, aquí la despedida. En ambos casos, en las plazas y avenidas fundamentales de la historia política, se puso en escena una comunidad viva.
Estamos más solos en el mismo momento en que descubrimos que no lo estamos. Que si el gobierno instaurado en el 2003 fue capaz de encarnar una diferencia y una excepcionalidad, los años transcurridos fueron el tiempo de expandir esa singularidad y encontrar los intersticios en las instituciones políticas anteriores. El kirchnerismo es una máquina de generar nuevas particiones. Confluyen bajo ese nombre partes de organizaciones sindicales, de partidos políticos, de movimientos sociales. De allí su imagen de confrontación o lo que sus adversarios señalan como excesiva crispación: porque cada paso implicaba una división de lo previamente existente. Esta condición es menos virtuosa que sintomática: algo nuevo transcurrió –y su novedad se ahincaba en la profunda crisis de la representación política– y era difícil, para casi todos, actuar frente a ella. Algo nuevo hecho con partes de lo viejo, con rezagos a veces oxidados, con símbolos que tenían mucho de museo, con prácticas de rutinas burocráticas, con un partido al que es difícil no mirar con desconfianza en esta hora.
Allí estuvo su hallazgo y su insoportable ambigüedad para muchos. No venía cargado de prístinos enunciados ideológicos ni salía de las entrañas de un partido eximido de errores. Para usar la imagen de Lévi-Strauss: se trataba más de un bricoleur que de un ingeniero. Porque éste proyecta desde el vacío y con amplitud de materiales; mientras el artesano recolecta los restos, los fragmentos, los desechos, y es el material mismo el que le indica la obra en la que esas partes dirán una verdad otra, hecha de la composición en la que ahora participan.
Bricolage salvaje, entonces. Parte hecha de partes. Ambigua claridad del proceso político. Hecho de restos de las épocas anteriores y de una excepcional voluntad política de articulación, el kirchnerismo –como se ha visto en estos días en las calles y en la plaza, en la Casa Rosada y en las tecnologías comunicacionales– tiene una encarnadura juvenil, una pasión de nuevas militancias y de compromisos recientes. Quizás esa parte, la parte de la novedad, pueda teñir el tiempo que sigue.
* Socióloga, ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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