Domingo, 31 de octubre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
En El poder y el delirio, el escritor mexicano Enrique Krauze traza un perfil sesgado de Hugo Chávez. Hay, sin embargo, en su libro, por lo demás olvidable, una idea que vale la pena rescatar: para Krauze, el trauma fundante de Chávez, el que mejor explica sus decisiones, es su incapacidad para convertirse en un héroe. Tuvo su oportunidad, durante el golpe de Estado del 2002, cuando las tropas rebeldes asediaban Miraflores, pero prefirió no resistir. Muy lógicamente, Chávez decidió evitar el destino trágico de Allende. A partir de ahí, dice Krauze, Chávez se inventa una imagen de héroe para exorcizar una decisión que fue la de un político racional que mide correlaciones de fuerzas, pros y contras. En Hugo Chávez sin uniforme, Alberto Barrera Tyszka y Cristina Marcano añaden un dato paradójico: fue Fidel Castro quien, en una tensa conversación telefónica mantenida mientras el golpe se desarrollaba, lo convenció de que se entregara. El héroe le aconsejaba a Chávez que actuara como un político.
Kirchner nunca quiso ser un héroe. Aunque tanto los fanáticos (para agrandar su imagen) como los críticos (para demolerla) hoy prefieran obviarlo, Kirchner fue un hombre de gestión y, sobre todo, un creador de órdenes y sistemas –en la economía, en el gobierno, en el peronismo– que luego administraba con cotidiana dedicación y esmero. Con la experiencia de haber sido intendente y gobernador, Kirchner fue un presidente de gestión, que se interesaba por los temas más diversos y estaba en todo, en mucha mayor medida que Menem o Alfonsín, los otros líderes que desde 1983 marcaron época.
Y gestionar, hasta el administrador de un consorcio lo sabe, implica necesariamente negociar: con otros actores políticos y sociales, con las consabidas corporaciones, con la opinión pública. Y más aún: gestionar exige seguir ciertos procedimientos y reglas institucionales, reglas que suelen imponerle morosidad y lentitud a las decisiones políticas. Es obvio que a Kirchner no le gustaban, pero nadie podrá decir que las burló todas. La gestión es un mal lugar para los maximalistas: el desastroso paso del Che Guevara por el Ministerio de Economía de Cuba –origen de su alejamiento de Fidel– es el ejemplo más claro de la incomodidad que genera en los idealistas puros el día a día del gobierno. La gestión es, por definición, un lugar de sub-óptimos, y Kirchner se movía allí como un pez en el agua. Vale la pena subrayar esta idea para discutir la noción de un Kirchner a cara o ceca.
Es hasta tonto decirlo, pero Kirchner fue un político que, como cualquier político moderno, medía riesgos y administraba los tiempos. Uno podrá estar o no de acuerdo con sus decisiones, pero habrá que reconocerle que libraba batallas que, por más ambiciosas que fueran, creía poder ganar. Si no perdió tantas –la del campo y su correlato electoral en los comicios de junio fue la más notable–, fue por capacidad de cálculo, por una frialdad para calibrar riesgos que desmiente la imagen de elefante en un bazar. Esta evidencia, que incluso los más críticos deberán reconocerle, contrasta con la imagen de un Kirchner desprovisto de cualquier voluntad negociadora e incapaz de registrar los límites que le imponía la realidad. Y sin embargo, Kirchner no fue un simple gestor eficiente, esa módica utopía que Mauricio Macri no logra alcanzar. Hubo en él una cierta voluntad épica, un afán epopéyico, que le permitió expandir los espacios de lo que se creía que se podía y no se podía hacer en la Argentina y que fue la marca de una gestión claramente transformadora. Bajo presión, Kirchner reaccionó con decisiones sorpresivas en clave de retruco-vale cuatro, como el juicio a la Corte Suprema (luego de asumir con el 22 por ciento de los votos), la nacionalización de las AFJP (cuando se desató la crisis económica mundial) o la ley de medios (tras su derrota en las elecciones de junio).
En esta línea, consiguió imponer algunos cambios que hasta el momento formaban parte del orden de lo impensado o de lo imposible. En Ciudadanos y política en los albores del siglo XXI (Manantial), Isidoro Cheresky escribe: “Kirchner desplegó un ejercicio voluntarista del poder. Pero no se trataba de un ejercicio del poder inspirado en los humores colectivos; lo más notorio fue la adopción de decisiones que la sociedad no esperaba, temía o consideraba impracticables”.
Quizá por eso hubo momentos –una vez más: durante el conflicto del campo– en que kirchneristas y antikirchneristas parecieron actuar como si estuvieran frente a un líder revolucionario o un tirano, cuando en realidad el Gobierno nunca se salió, ni en sus momentos más duros, de los límites económicos del capitalismo ni de los límites institucionales de la democracia.
Kirchner fue un reformista (la definición es un elogio) pero un reformista tenso. Y si la imagen prototípica del Kirchner epopéyico era el atril furibundo, la del Kirchner gestor era el famoso cuadernito en el que anotaba los datos de reservas, balanza comercial, dólar.
Resulta difícil, a cuatro días de su muerte y tras haber leído toneladas de análisis, buscar un ángulo novedoso para hablar de Kirchner. Entre todos los posibles, uno podría ser éste: su cualidad fronteriza, siempre en el borde, vacilando entre la gestión y la gesta, entre el administrador y el héroe, dimensiones que convivían, por momentos confusamente, en su misma persona, y que quizás ayuden a explicar el carácter indefinible del kirchnerismo. Como suele ocurrir con los grandes líderes, Kirchner resulta difícil de encasillar, y no porque no se lo haya intentado, sino porque su liderazgo contribuyó a cambiar las cosas, a caballo entre dos épocas, y las categorías clásicas se vuelven inútiles. Tal vez haya sido un líder de trazo grueso, pero el trazo grueso resulta insuficiente para describirlo.
Como escribió Martín Granovsky en este diario, Kirchner sabía que, para cambiar algo, debía llevar las cosas al borde. Ese debe ser el aspecto abismal, la intranquilidad profunda de la que hablaba Horacio González. En una buena nota publicada en La Nación, Beatriz Sarlo explica que Kirchner –en una decisión que la autora define como algo más que psicológica, como un ejercicio de la libertad– decidió, al final, exponerse al riesgo físico pese a la advertencia de los médicos. En la última utopía del reformista, se negó a gestionar su cuerpo.
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