Domingo, 28 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Alfredo Zaiat
La oficina en Tribunales, la puerta, el pasillo, las escaleras, esa galería oscura y la oficina. Sin ventanas, con la colección del semanario El Periodista, encuadernada en tapa dura, en el estante más bajo de una biblioteca. La foto, él, joven, junto a Perón en el escritorio. Detrás, la tapa ampliada del libro Ezeiza. Otras imágenes son borrosas. Esas imborrables. La pluma fuente, de punta dorada y tinta negra, en su mano. En la propia, tratando de no temblar, las tres hojas oficio, 87 líneas, en máquina de escribir eléctrica. El impacto de la informática en la economía era el tema para el artículo debut. Comenzaba con un textual: “Las innovaciones tecnológicas –informática, robótica...”. No hubo respiro. Quedó el signo de apertura del encomillado, una nota con 20 líneas menos y su trazo negro recorriendo el resto. “Sólo dos veces corrijo lo mismo”, fue su comentario final.
En cajones y estantes se guardan cosas por diferentes motivos. Algunos no pueden tirar nada a la basura con esa falsa ilusión de poder retener así todo el pasado sin olvidar detalle. Otros no atesoran ni el más mínimo recuerdo en actitud defensiva ante la nostalgia. También están los que cuidan lo importante. Desde ese mismo momento, cuando esa pluma dorada empezaba a enseñar, con la angustia de todo lo que faltaba aprender, esas hojas tenían destino de conservación en un espacio privilegiado, personal, esencial. No porque haya sido mi primera nota, finalmente publicada en julio de 1987, en Página. El valor que tenían y siguen teniendo esas hojas, no la del diario de ese día, era que habían sido corregidas por el periodista que más admiraba, y admiro.
Sus libros, investigaciones periodísticas, artículos, también la colección de El Periodista, el compilado de los cables de la Agencia Clandestina de Noticias (Ancla) en “Rodolfo Walsh y la prensa clandestina 1976-1978”, todo estaba en mi biblioteca adolescente y de estudiante universitario. Y un día, por esos extraños laberintos de azar y coincidencias, ya no sólo me preparaba y orientaba a comprender los complejos procesos políticos y sociales con su producción extraordinaria, sino que lo empezó a realizar en forma directa, con rigor profesional.
A las pocas semanas, sin previo aviso, informó que pasaba a la redacción de Perú y Belgrano. “Estás blanco, tenés miedo”, afirmó, con una sonrisa para aflojar, creo, la situación. Con un balbuceo, que hasta hoy recuerdo avergonzado, le dije que no, acompañado de un movimiento de cabeza de derecha a izquierda con un rostro que delataba mi sensación de desamparo.
En el sendero de los años siguientes permaneció y aún lo hace esa influencia iniciática, vital, desafiante, exigente, para intervenir en esta maravillosa profesión. Los psicoanalistas tienen una definición de huella mnémica. Dicen que es un acontecimiento o, más simplemente, el objeto de las percepciones, que se inscriben en la memoria. La huella mnémica no es una imagen de la cosa sino un simple signo, que puede ser comparado con una letra. Horacio es mi letra en el periodismo.
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