Domingo, 31 de enero de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › LOS RELATOS SOBRE LA VIDA DEL FUNDADOR FORMAN PARTE DEL PATRIMONIO DE LA VILLA
Que el Che Guevara haya visitado Villa Gesell antes de sus viajes en motocicleta está documentado, pero que haya sido el “primer nudista” de estas playas es un dato de la mitología local. Se suma a las historias de Carlos Gesell, contadas por sus descendientes.
Por Carlos Rodríguez
Desde Villa Gesell
Ernesto “Che” Guevara, a poco de emprender su viaje por América, años antes de llegar por primera vez a Cuba, estuvo en Villa Gesell entre el 6 y el 12 de enero de 1952, según confirmó en el verano de 1997 Alberto Granado, el amigo del Che que lo acompañó en ese viaje a las playas geselinas. Una ordenanza municipal de la que pocos se deben acordar estableció ese año 1997 el 6 de enero como día de “interés turístico cultural”, igual que al tramo de la Avenida 1 –que ya no existe como lugar de tránsito vehicular–, entre los paseos 107 y 108, porque en esa zona se habían alojado Guevara y Granado, en casa de un tío de Ernesto. El dato de la presencia del Che en estas playas cuenta con el respaldo del testimonio de Granado en su libro Mi primer gran viaje. De lo que no hay ningún registro, aunque en Gesell muchos lo dan por cierto, es de un supuesto encuentro azaroso entre Guevara y Carlos Gesell, en la playa, cuando el Che se estaba dando un chapuzón en el mar.
Los más osados sostienen que ese supuesto episodio tuvo como escenario la zona donde hoy se encuentra la playa “naturista” (léase nudista) y que el Che fue sorprendido cuando no tenía puesta ni su gorra calada, cosa que puede explicarse porque en ese momento, todavía, no la usaba. Un habitué de esas playas afirma que el Che fue el “primer nudista” que tuvo Gesell, mientras que algunos periodistas y políticos porteños que veranean desde hace años en la Villa, dicen tener referencias vagas –sin testimonios directos– de que el encuentro Che-don Carlos habría ocurrido, pero en algún lugar de la playa menos extraordinario.
El imaginario encuentro con el Che es apenas una de las centenares de anécdotas, reales o ficticias, que tiene el fundador de esta ciudad, cuya vida se ha convertido en una novela que sigue sumando capítulos con el correr de los años, a pesar de su muerte o, mejor dicho, favorecida por la leyenda que se creó a partir de su desaparición física. El fantasma del Loco de los Médanos, como le decían a Gesell cuando trataba de hacer un bosque en medio de la nada, sigue recorriendo la ciudad y todos le rinden culto, aunque su personalidad siga generando controversia entre los propios miembros de su familia.
“Excéntrico, déspota, humano, bueno, malo, humilde, vanidoso, sencillo, ególatra y profundamente religioso a su modo, vivir con él o cerca de él fue una dura prueba para todos a los que nos tocó vivirla. Lo admiro profundamente, lo quise mucho”, dice Rosemarie Gesell, una de sus hijas, la que más lo acompañó, desde pequeña, en su aventura de domar los médanos. “A partir de ese momento (el de su muerte, el 6 de junio de 1979) la figura del fundador de esta ciudad pasó a la inmortalidad de los grandes. Su conducta, su férrea voluntad, su hombría de bien, su especial personalidad, esa que había logrado convertir un desierto en una ciudad, comenzaba a vivir para siempre”, afirma su nieta Marta Soria Gesell, orgullosa de su abuelo materno. Juana Gesell, otra de las hijas del fundador, es la mamá de Marta Soria. Don Carlos tuvo seis hijos, tres varones y tres mujeres.
En la primera casa que construyó don Carlos, y que hoy funciona como Museo Histórico, las anfitrionas, Mónica García, Mariela Siste y María Abad hablan de él con una devoción casi religiosa. Recuerdan algunas anécdotas que lo pintan de cuerpo entero. “Don Carlos odiaba el alcohol y el cigarrillo. Por eso tenía una trampita para los primeros que vinieron a comprar lotes, cuando la ciudad empezaba a tomar forma. Tenía escondida una petaca de whisky para ofrecerle un trago al visitante. Si aceptaba, después ponía cualquier excusa para no venderles el terreno. Con el cigarrillo era todavía más duro. Directamente se los cortaba, para que no pudieran fumarlos.”
También rechazaba el juego y por eso se puso al frente de una cruzada para evitar la llegada de casinos o bingos. Lo logró en vida, pero el juego llegó a Gesell después de su muerte. “El decía que las personas se crían en el vicio en un lugar arruinado por el juego”, recuerda Mónica García. Se lo elogia por haber impulsado la educación en Gesell. “El fundó la primera escuela pública, en 1947. Había una dificultad central: la escuela tenía siete alumnos, cuando lo mínimo para poder crearla, impuesto por el Ministerio de Educación de la provincia, era contar con doce alumnos. Entonces, en los primeros años, hasta que se pudo alcanzar el cupo mínimo, don Carlos solventó la escuela con su dinero, sin recibir ayuda de nadie.” Esa fue la Escuela 12 de Madariaga, que hoy es la Escuela número 1. En ese momento, la Villa dependía del municipio de Madariaga, que reconoció a don Carlos como fundador de la Villa el 10 de diciembre de 1968. La fecha de la fundación fue establecida el 14 de diciembre de 1931.
Claro que el anecdotario de Carlos Gesell comenzó muchos años antes. Cuentan que cuando tenía 10 años vivía con su familia en Suiza. En ausencia de su padre, Silvio Gesell, el entonces Carlitos hizo un experimento con pólvora y produjo una fuerte explosión que ocasionó importantes daños en la vivienda. Otra versión dice que el hecho ocurrió cuando Carlos tenía 16 años. Allí nació su afán por ser inventor. Creó un sistema de planchas para evitar la corrosión en los barcos, hizo intentos con la fotografía en color y hasta con la construcción de una heladera.
Su hija Rosemarie recuerda así la historia de la heladera, en los primeros tiempos que pasaron en la Villa, en una casa perdida entre los médanos. “En el sótano colocó una serie de cajoncitos de chapa llenos de agua y provocó una circulación de aire del exterior para que, con el frío reinante, el agua de los recipientes se convirtiese en hielo. Al mismo tiempo, mediante un sistema que inventó, fabricaba hollín de acetileno, que usaría después como aislante en el gabinete de la futura heladera.”
Era invierno y don Carlos miraba con satisfacción cómo se iba formando el hielo en el sótano, mientras su primera mujer y madre de sus hijos, Marta Tomys, “con un frío atroz, ve un día brillar pequeñas partículas sobre las paredes interiores de la casa, y comprueba que el frío no era producto de su imaginación. Las partículas que brillaban en la casa eran hielo. Hacía tanto frío en esa casa sin estufa que cada gota que caía al suelo se congelaba”.
Marta se enojó mucho y exigió dos cosas: que don Carlos instalara una estufa y que se fuera con sus inventos a otra parte. Como respuesta, él inventó un quemador a gasoil para usarlo de estufa. La casa se transformó en “un hornito”, admite Rosemarie, pero como nada es perfecto “un día el quemador estalló y el sótano quedó envuelto en llamas”. El frío nunca fue un problema para don Carlos. Todos afirman que se bañaba con agua helada, en verano y en invierno. A las 7 de la mañana, cualquier día del año, se metía en el mar, sin esquivar el cuerpo.
Otra de las discusiones familiares se producían porque Carlos, en los primeros años, tampoco se preocupaba mucho por la iluminación de la casa. Marta le reprochaba que tuvieran un solo farol. El le respondía: “¿Para qué lo queremos? Hay que hacer como hacen los pájaros: levantarse con el sol e irse a dormir con el sol”. “Pues bien, eso era lo que hacíamos”, recuerda Rosemarie.
Antes de que se fundara el primer colegio, don Carlos se encargaba personalmente de la educación de sus hijos. Luego de la separación de su primera esposa, los que vivían con él eran Rosemarie y Buby, uno de los varones. “Cuando no sabíamos alguna lección, nos colocaba delante de la cara un burro de celuloide, de color naranja, que movía la cabeza de derecha a izquierda, como no pudiendo creer que hubiese en el mundo alguien más burro que nosotros.”
Con el correr de los años, siguieron los inventos: un lavarropas a manija que se usaba en la casa, un aparato para extraer el jugo de la manzana y un juguete al que llamó el duna móvil. Se trataba de un simple eje central con dos ruedas y un asiento. Rosemarie y Buby se subían a lo más alto de los médanos y se largaban al vacío a la velocidad de la luz. Don Carlos, mientras tanto, seguía bañándose con agua fría en la ducha y lo que es peor: “Le gustaba cantar a los gritos”.
Por suerte ya no quería que sus hijos hicieran lo mismo. Para eso había creado un calentador a kerosene adosado a una serpentina, para calentar el agua de la ducha. Lo que nunca perdió, hasta su muerte, fue su pasión por levantarse temprano y movilizar a los demás. Los despertaba haciendo sonar una trompeta desafinada, usando un gong o imitando él mismo los sonidos lastimeros de algún animal. El más utilizado era el del “gato en el tejado”.
Cuando estaba enfermo, siempre discutía con los médicos el diagnóstico y no les hacía caso. Para él, todo se solucionaba con ejercicio, y comiendo manzana cruda todos los días. “Una manzana al día, aleja al médico de tu vida”, repetía ante familiares y conocidos. A los 88 años se le produjo un edema de pulmón y tuvo que ser internado, contra su voluntad, primero en el Hospital Italiano de La Plata y luego en el Hospital Alemán de Buenos Aires, donde falleció.
Para Marta Soria Gesell, la muerte de su abuelo fue como “el fin del mundo”, el fin “de un mundo de recuerdos y vivencias inolvidables”. Rosemarie retiene en su memoria “una capilla ardiente donde desfilaron toda la noche y la mañana siguiente, para darle el último adiós, los moradores de ese arenal inhóspito que él había logrado transformar en este maravilloso sitio”. Desde ese 6 de junio de 1979, la leyenda de Gesell se hace más grande cada día.
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