SOCIEDAD › CRONICA DE LA ESTACION DE
SANTA FE, EL PRINCIPAL CENTRO DE EVACUADOS
Aprendiendo a convivir en la vía
Llegaron desde los barrios más humildes. Los primeros días hubo algunos problemas de convivencia y terminaron custodiados por Gendarmería. Ahora los gendarmes juegan al truco con los piqueteros, los psicólogos se esmeran en contener tanta angustia y los voluntarios le ponen el cuerpo a la tragedia.
Por Carlos Rodríguez
La vieja estación ferroviaria de Santa Fe, desactivada en los años de la falsa primavera menemista, volvió a cobrar vida por la presencia de centenares de personas que, lejos del sueño de viajar que implica el escenario, están simplemente en la vía. Desde hace 13 días, en este centro de evacuados –el más populoso y cuestionado por las condiciones edilicias–, conviven tobas llegados hace años a Santa Fe, desarraigados del Chaco por la falta de trabajo; gendarmes de uniforme que vinieron para “poner orden” y terminaron perdiendo, en una partida de truco, con los piqueteros; cartoneros y empleados de clase media baja con problemas de convivencia que se fueron superando, en parte, con el correr de los días y con la confirmación de que todos sobrevivieron al mismo barco que se hundió. La vieja estación, que tiene la presencia imponente de Retiro o Constitución, guarda todavía rinconcitos para la esperanza, por obra y gracia de inundados y voluntarios, héroes y heroínas sin chapa que le ponen el cuerpo a la tragedia, a sus propios miedos y a ese mal endémico llamado “funcionarios”.
Cuando se llega al enorme edificio de Boulevard Gálvez, entre Vélez Sársfield y Avellaneda, lo primero que se advierte es la presencia del Ejército y la Gendarmería, además un camión de Aguas de Santa Fe cargado de agua potable y una decena de baños químicos que apenas satisfacen la natural demanda de unas 650 personas, de las cuales 250 son niños. En algún momento, el inmediato posterior a la gran inundación, en el ex ferrocarril Belgrano hubo 1200 personas. “Llegaron desbordadas por las aguas y con el lógico desborde emocional.” Lucía, Laura, Mariángeles y María Eugenia son voluntarias que acudieron a la convocatoria realizada por el Colegio de Psicólogos. Están desde la primera ola tratando de coordinar juegos para niños y convivencia para adultos.
Los primeros tiempos fueron duros. En la estación sólo vivía el sereno, Néstor, empleado provincial, y su familia, más un grupo de okupas que, en un gesto de consideración con los afectados, se replegó hacia los andenes, protegidos de la lluvia pero no del viento por una altísima cúpula de hierro y vidrio. Los inundados se ubicaron en los lugares cerrados -también en parte porque muchos vidrios están rotos– de las plantas baja y alta. “Nosotras nos fuimos porque nos trataban como si fuéramos responsables de lo que había pasado.” Angélica y Valeria son vecinas de Recreo, ciudad ubicada al norte de Santa Fe que todavía sigue bajo el agua. Ellas, y sus cinco hijos, regresaron a sus casas y ayer sólo habían ido a buscar algunos víveres.
El enojo de ambas está dirigido a los funcionarios y a un sector de los afectados con los que no lograron una buena relación. “Nos daban una rodaja de pan por chico, cuando en otros lugares habían mucho pan y mermelada”. Cuando llegaron, en la madrugada del martes 29, los baños de la ex estación “eran un verdadero desastre”. Según su versión, ellas y otras personas se pusieron a realizar tareas de limpieza, pero a cambio recibieron “las burlas de los que en lugar de ayudar, miraban”. En los primeros días se reunieron en el centro 92 personas procedentes de Recreo. También hay pobladores de Santa Rosa de Lima, Barranquitas, San Lorenzo y otros barrios pobres de la ciudad. “Se burlaban, nos amenazaban, estaban muy descontrolados”, aseguró Angélica.
Las psicólogas admitieron que en los primeros tiempos “las cosas fueron difíciles”. Se produjeron algunos hechos de violencia y eso dio lugar a la llegada de los gendarmes. “La primera reacción de algunos chicos fue ponerse a llorar, porque ellos asocian uniformes con represión”, relató Lucía. Los miembros de la fuerza de seguridad entraron exhibiendo armas y con la cordialidad de Rambo. Las psicólogas comenzaron a tender algunospuentes. “Les explicamos a los gendarmes lo que le pasaba a los chicos y los convencimos de que trataran de tranquilizarlos.” Hubo presentaciones entre las partes: “Ellos son Antonio y Pablo, dos gendarmes que vienen a cuidarnos; él es Martín, jefe de una tribu toba; él es Pedro, un piquetero”.
El domingo pasado, como una de las actividades de esparcimiento, se hizo un campeonato de truco. Hubo un impensado quiero vale cuatro entre piqueteros y gendarmes. Como sólo se trataba de un juego, esta vez no hubo palos ni gases y hasta ganaron los piqueteros sin que se produjera ningún golpe de Estado. A la única persona a la que algunos evacuados señalan como “un poco mandona” es a Elena Lucero de Spuler, directora provincial de Tercera Edad, que como buena funcionaria pone el casete que repite siempre: “Todo está muy bien, la gente está bien atendida”.
Damián Inocencio Acevedo es toba, tiene 33 años, lleva un arito en su oreja izquierda y carga en sus brazos a Jimena, una de sus hijas, de apenas 18 meses. Su padre se quedó en el lugar donde vivieron sus antepasados, en el Chaco, pero él se vino con su familia a Santa Fe “porque allá no hay trabajo porque nos discriminan; acá no cambia mucho, pero tenemos más posibilidades”. Cuando llega la cosecha y comienza el quehacer en los obrajes “conseguimos algo”.
Inocencio es duro a la hora de hablar con los criollos, de quienes tiene recuerdos poco gratos: “Siempre nos robaron todo”. Sin embargo, cuando encuentra amigos, como es el caso de Lucía Genesio, una de las psicólogas, su corazón se abre y para agradecer regala artesanías de barro, reliquias que renueva con sus propias manos.
En los primeros días, además de los problemas de convivencia, no había colchones ni frazadas suficientes. Y en el enorme esqueleto de la estación silenciada de trenes, el viento silba por sus corredores y el frío se hace sentir por las noches. Las voluntarias se emocionan cuando hablan de las experiencias vividas. Gladys, una mujer que vivía en el barrio Chalet, se quebró una tarde contando que el hijo más chico le había pedido que volvieran a casa. “¿Cómo hago para explicarle que ya no tenemos ninguna casa?”, le preguntó a Laura Marisotti.
Como dato reconfortante, hoy, a pocos días de la tragedia, Gladys confía en que “algún lugar van a encontrar y se la pasa agradeciendo a la gente que, desde todo el país, sigue enviando cosas para los inundados. Ella, que se quedó sin nada, es la que agradece”. En medio del dolor, Gladys se reunió bajo el mismo techo con su hermana María del Carmen, de la que estaba distanciada. Ahora parece que han comenzado a lograr una buena relación.
La convivencia obligada entre personas que nunca se habían conocido implica una pérdida de la intimidad. “Mi marido me está apurando desde hace unos días y no sé como pararlo”. Una mujer confió en esos términos el impedimento de gozar de ese derecho humano que son las relaciones sexuales. Una arquitecta que se sumó al grupo, con paciencia, maderas y bolsas de plástico rigurosamente negras, logró el pequeño milagro de armar biombos para esconder abrazos, besos y sudores.
En algunas escuelas cercanas a la estación ferroviaria, chicos del secundario aprendieron a hacer pan y pastafrolas para los inundados, siguiendo el dictado básico de un maestro pastelero. Todos los días, con la puntualidad y el anonimato del que carecen los punteros políticos, el pan llega en bolsas que quedan vacías después del almuerzo y de la cena. Alejandra, de la Escuela Juan Mantovani, junto con otras compañeras, atiende un taller donde los chicos dibujan y juegan. Pintan corazones, casas –algunas un poco inundadas–, soles, manos que parecen pedir auxilio o que tienen ojos y bigotes de gato. Cuando alguien les pregunta sobre la inundación, sólo recuerdan que vieron llegar “una ola”.