Jueves, 2 de octubre de 2014 | Hoy
SOCIEDAD › DIEZ MIL PERSONAS EN EL TEDX RíO DE LA PLATA QUE TUVO LUGAR EN TECNóPOLIS
Fue el encuentro de este tipo con mayor asistencia en el mundo. Durante todo el día, el público se dedicó a escuchar a quienes compartieron experiencias y saberes en las más diversas disciplinas. Estela de Carlotto y el genetista Víctor Penchaszadeh, oradores sorpresa.
Por Soledad Vallejos
Los desarrollos tecnológicos como resultado de proyectos colaborativos, la ciencia como obsesión y aliada de causas sociales, las historias individuales como caminos de aprendizaje con impacto colectivo y el arte como bastante más que un entremés. Sobre eso y bastante más trató el encuentro TEDx Río de la Plata que ayer, en Tecnópolis, reunió a diez mil personas bajo el mismo techo (el número más grande en el mundo para una audiencia presencial de esta plataforma), tuvo como oradores sorpresa a Estela de Carlotto y el pediatra y genetista Víctor Penchaszadeh, y cerró con la intervención de Adrián Paenza, galardonado hace poco como el mejor divulgador matemático del mundo.
La lista de oradores del encuentro de microconferencias (no más de once minutos para cada expositor) fue tan ecléctica como las ideas que compartieron con el auditorio, mayormente pero no sólo compuesto por jóvenes de entre 20 y 30 y pocos años, que lamentaban las dificultades para conectarse a Internet y comentar en redes sociales lo que, de todos modos, se transmitía en directo por un sitio web. Entre las nueve de la mañana y las siete de la tarde, por el escenario de un pabellón gigante, repleto, en el que asombrosamente reinaba el silencio durante las intervenciones, pasaron investigadores como Christian Carman (que deslumbró con su idea del “iPad de Arquímedes”), la antropóloga Paula Sibilia (que partió de su hipótesis de la intimidad como espectáculo para ofrecer una explicación acerca de por qué el bullying, en el último tiempo, concitó la atención pública de repente), el tanguero Osvaldo Natucci y la meteoróloga Carolina Vera, entre muchos otros cuyas palabras podrán recuperarse en la web tedxriodelaplata.org.
Aunque el lema del encuentro era “ideas que te transforman”, la jornada también se permitió sumar emociones intensas. Era de tarde cuando Daniel Cerezo, después de haber comenzado su exposición con la voz quebrada mientras explicaba cómo había llegado a Buenos Aires y se había instalado con sus hermanos y su madre en una villa, contó su inicio en la música. Tenía nueve años y por insistencia de un amigo concurrió a las clases de piano que la concertista Liliana Harper brindaba gratis en la villa como parte de las actividades de una fundación. “Ella tenía tacos, chal de seda, anteojos, ojos verdes, era rubia. Había un piano vertical”, explicó antes de recordar el diálogo.
–Quiero tocar eso –dijo él, niño, señalando el piano.
–¿Y qué querés tocar? –preguntó la concertista.
–Gladys la bomba tucumana.
–¿Quién es?
–¿No la conoce?
–No, pero si traés un casette, lo escucho y te enseño.
Y entonces Cerezo aprendió Glayds y toda la música tropical que quiso, hasta que eso se acabó, y la profesora le propuso Beethoven. Cerezo no paró; ya adolescente enseñó a otros niños del barrio y, luego, fue coordinador del mismo centro cultural; pasó a trabajar en una asociación que daba talleres en cárceles; poco después, organizó un programa para que mujeres de la villa aprendieran a cocinar con un chef “y encontraran un oficio gastronómico, para no creer que tienen el destino de hacer changas y nada más”. Un día en que contaba esa experiencia, recordó, lo escuchó un emprendedor que lo llevó a su empresa para que fuera gerente de Recursos Humanos. Hoy, sigue trabajando allí con un cargo ad hoc: “gerente de cultura y felicidad”. En el camino, enumeró los prejuicios propios que aprendió a romper a medida que crecía, y cómo su último proyecto, uno productivo con habitantes de La Cava, busca vincular lo privado con lo público y lo social. Cerezo dijo que si le preguntaban cuál es hoy su riqueza no tenía dudas: “Haber formado mi familia, mi mujer, mis amigos, ser padre”, dijo, y se le quebró la voz. Siguió un poco más y dijo: “Cualquiera de ustedes puede hacer lo que hizo Liliana Harper. Dedicar una hora por semana a alguien para que transforme su vida. No hagan que su vida sea más pobre”. Y entre aplausos subió la maestra de música.
A su turno, el ingeniero Ariel Lutenberg contó cómo once universidades, trece pymes y tres instituciones se enrolaron en CIAA, el proyecto de desarrollo colaborativo que creó la Computadora Industrial Abierta Argentina (pro yecto_ciaa.com.ar). “Hay gente que deja huella con cosas geniales: cuadros, libros, música. Nosotros somos ingenieros. Nuestra magia, nuestro arte es hacer cosas concretas como esta computadora”, explicó antes de detallar cómo gente de todo el país, que en muchos casos ni se conoce entre sí, está trabajando en desarrollar una computadora abierta, cuyos detalles cualquiera podrá conocer y usar hasta para diseños propios, porque se trata de una tecnología que no depende del procesador fabricado por una empresa en particular. “En nuestro país, muchas veces dependemos de las importaciones; otras veces muchas empresas deciden no usar computadoras y se quedan con sistemas viejos; otras importan. Pocos se animan a desarrollar sus propias soluciones electrónicas. Nosotros somos estudiantes, ingenieros, empresarios, comunicadores, diseñadores con una edad promedio de 30 años y estamos trabajando en ese desarrollo colectivo” que está pensando para aplicaciones industriales y cuyo trabajo voluntario, si se cotizara en el mercado pago, superaría los diez millones de pesos.
María Fux subió al escenario (tan llena de cables de micrófono, dijo, que se le caían los pantalones) para explicar cómo, desde sus 92 años, sigue creyendo que todos pueden, todos deben bailar para vivir mejor. La escritora y filósofa Cristina Domenech compartió detalles del taller de escritura que dicta en la Unidad Penal 48, de San Martín, y en el cual ya han editado dos libros con textos de internos (los ejemplares estaban a la venta ayer en Tecnópolis). La primera vez que sus alumnos leyeron esos textos en público fue al cierre del primer año de taller, recordó: “Hombres enormes y muchachos jóvenes sostenían su papel con orgullo. Transpiraban, leían su poema con voz quebrada. Ahí pensé que seguramente a muchos de ellos era la primera que alguien los aplaudía”. Domenech, rato después de haber leído un texto de uno de esos hombres a quienes “la palabra les da otra dignidad”, miró hacia la platea. Allí se había puesto de pie un hombre de camisa blanca, saco blanco; lo iluminaba un reflector. Micrófono en mano, empezó a leer: “El corazón mastica lágrimas de tiempo...”. Al terminar, dijo que su nombre es Martín, que está preso en la Unidad 48 de San Martín. “Hoy es mi día de salida transitoria. Y a mí la poesía y la literatura me cambiaron la vida.” Diez mil personas aplaudieron de pie.
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