SOCIEDAD › UN PROGRAMA OFICIAL PARA EL CAMPO EN RIESGO DE CIERRE

Mujeres campesinas en batalla

Representantes de varias comunidades rurales, muchas de ellas aborígenes, pidieron la continuidad de un plan oficial de apoyo y capacitación a familias pobres. Historias de mujeres de campo.

Para ellas, el horario laboral empieza cuando despiertan, antes de que aparezca el sol, y termina cuando se quedan dormidas. Así lo explicó Isabel Guggisberg, de Chaco: “Llegamos a trabajar hasta diecisiete horas, yendo de una cosa a otra. Arreamos, cuidamos las vacas, cortamos la leña, hacemos todo. Somos las últimas en acostarse. Y el trabajo no termina ahí”. Las mujeres alrededor estallaron en carcajadas. “Buena la acotación”, consideró la entrerriana Susana Gaitán. Mujeres campesinas, aborígenes, que en las profundidades del país se dedican a tironearle frutos a la poca tierra que tienen, muchas veces sin reconocimiento del Estado. Una delegación de 18 productoras agrícolas volvió el lunes de México, adonde había viajado para participar del II Encuentro de Mujeres Trabajadoras Rurales de América latina y el Caribe. Entre ellas, en ronda larga de mate, se repitieron las comparaciones: “Antes no participábamos. No teníamos decisión. Ahora queremos hablar”. Atribuyen sus bríos al Programa Social Agropecuario, que desde 1993 brindó capacitación técnica y financiamiento a 50 mil familias rurales pobres. “Vivíamos ciegas. Ahí recién empecé a ver”, contó Gaitán, convertida en líder comunitaria. La defensa que las mujeres hacen del programa responde a la posibilidad de que no lo tengan más, ya que la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos analiza eliminarlo. En un documento, ellas pidieron participar en “las definiciones de las políticas de desarrollo rural” de este organismo.
La voz del pueblo indígena es el nombre del programa que María Rojas, integrante de la comunidad wichí, conduce en Radio Nacional de Salta. Estudió Comunicación Social en la universidad local, donde ahora cursan dos de sus cinco hijos. Escribió un libro de memoria étnica en el que documenta el modo de vivir que tuvieron “nuestros abuelos. Hay muchas cosas que quedaron en el olvido, como los remedios caseros o los avisos de los pájaros”, dijo Rojas, que destila “mucho orgullo por todos los hermanos indígenas”. La hazaña que más la inflama es la acontecida hace un año en Calaparí, donde una mañana los wichí vieron llegar obreros y caños de un gasoducto que pasaría por el medio de su pueblo. Una oportuna medida judicial hizo que los caños “ahí estén”, oxidándose en la intemperie. “Llevamos un año de lucha. Al principio el cacique se sentía solo, pero vimos la necesidad de organizarnos”, indicó María. Todavía esperan que les den los papeles que oficializarán su titularidad sobre las tierras. Para la comunicadora, la pereza del trámite responde a la prodigalidad de esos suelos. “Los funcionarios provinciales se enojan cuando les vamos a protestar. Dicen que los aborígenes son problemáticos”, comentó María, alimentando su orgullo.
“Por suerte tenemos título de la tierra”, consideró Eva Vivanco, pobladora de Aguada del Overo, en el sur de Neuquén. “Nunca me he acordado de sacar fotos. Todo es piedra. En vez de edificios hay columnas altas de piedra.” En ese páramo viven 160 familias, unas quinientas personas. “Nuestras generaciones crecen y la tierra no”, evidenció Eva. El trabajo unánime es la cría de machos cabríos para venderles el pelo. “Este año fue malo, bastante seco. No hay pasto. Por eso es la peor zona”, dijo Eva.
Otra es la situación de Nina Pereyra, que tiene junto a su esposo “una fabriquita” de comestibles en la localidad de Alem, en Misiones. “Nina” es la marca que ostentan sus sachets de leche y sus bolsas de “mandioca hidratada lista para hervir”. La mujer tiene un supermercado artesanal: verduras, animales, pollos, dulces, pescados criados en una laguna y hasta yogur bebible de litro. “También tengo un quesito fundido, invento mío. Le busco una tacita para venderlo bien presentado.” Según esta productora, “nos vino muy bien que los programas nos hayan capacitado”.
Antes de partir a México, la delegación escribió “Hacia un enfoque integral del Desarrollo Rural”. En esta declaración, manifiestan su preocupación ante la posibilidad de que el PSA y el Proinder (Proyecto de Desarrollo para Pequeños Productores Agropecuarios) dejen de funcionar. Las mujeres consideran que desde su instauración, hace doce años, “no sólo mejoró lo productivo y el ingreso de las familias, sino que la capacitación, el acompañamiento técnico y el trabajo en grupos han fortalecido los lazos de solidaridad entre familias y se han aumentado las capacidades organizativas para alcanzar nuevos mercados”. Sostienen que esto promovió “que las familias de pequeños productores pobres se hayan hecho visibles ante la sociedad y las autoridades. Así podemos reclamar por nuestros derechos como ciudadanos de este país que, hasta no hace mucho, nos ignoraba”.
“Antes, ni me peinaba. Me ponía el sombrero y a la chacra. Los programas son de mucho valor para la mujer: me han enseñado a valorarme”, contó Isabel, de General San Martín, Chaco. “No estudié mucho, pero siempre me preocupé por superarme”, dijo esta madre en seis ocasiones. En México, como en cualquier parte del país adonde la lleva su militancia en la Asociación de Mujeres Campesinas y Aborígenes, usó su voz para “elevar nuestras necesidades, nuestros derechos, para que sepan quiénes somos y a qué vamos”.

Informe: Sebastián Ochoa.

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