Domingo, 19 de febrero de 2006 | Hoy
Por Horacio Verbitsky
Mi madre murió esta semana mientras dormía, a los 93 años, después de una vida tan larga como plena. Pocos días antes de perder la lucidez dijo que había sido muy afortunada. También repitió varias veces que le faltaban cosas por aprender. Esa fue siempre su actitud vital.
Al morir mi padre temimos que no resistiera la soledad. Pero pasaron 27 años, en los que además de continuar el soliloquio con el amado ausente se permitió algunas satisfacciones postergadas.
Fue una de las primeras ingenieras recibidas en la Argentina, lo cual no era poco para una familia con un padre maestro y una madre portera de conventillo. Calculaba la resistencia de los materiales en proyectos de estudios ajenos y siempre penaba con los plazos. Un día esperé que volviera de una entrega y la llevé hasta el combinado para que escuchara una música que le iba a gustar. Pero cuando prendí la radio la música que le había guardado ya no estaba allí. Tampoco pudimos detener el fluir de su vida hacia la muerte.
Recordé aquella ingenuidad infantil esta semana al ver en su casa el mueble de madera en el que se escuchaban discos de pasta de Duke Ellington y los conciertos de Mozart en Radio del Estado (con las deliciosas explicaciones previas sobre Papageno y Papagena y la Reina de la Noche) y las noticias en los idiomas del mundo por las bandas de onda corta. La sintonía se ajustaba según el movimiento de dos hemicírculos de luz verde que llamábamos el ojo mágico. Cuando se los hacía coincidir a los dos lados de una raya roja la audición era perfecta. Pero ahora el ojo mágico estaba apagado, y no volverá a encenderse.
Cuando fui un poco más grande se animó a mandarme hasta el estudio con el rollo de planos para hacer la primera entrega a la mañana, mientras ella seguía con el resto hasta el último minuto disponible y lo llevaba al atardecer. Esto me permitió salir del pueblo de la provincia de Buenos Aires en que vivíamos y explorar el tren, el subte y la asombrosa capital a los seis años, una aventura que cambió mi vida y que aún le agradezco.
Como el cálculo de materiales era tan aburrido como el hormigón armado resultante, se distraía con algunos hobbies manuales. Una noche de la adolescencia llegué a casa de madrugada y la encontré soldador en mano armando una radio a transistores, un aparato que hace medio siglo parecía de magia. Sobre todo cuando soldó el último circuito y de esa chapa con cables y pegotes y aún sin gabinete, surgió la voz de Gardel como buen augurio. Ese armatoste de cuerina con manija para llevarlo de paseo y un lado de tela para cubrir el parlante también está allí, a la espera de que nos animemos a pensar qué haremos con tantos objetos nunca tan inanimados.
Su especialidad culinaria eran las papas fritas quemadas de un lado y crudas del otro. Pero mientras queden testigos perdurará la memoria del arrollado de frutillas que preparaba cuando venía uno de los amigos más apreciados de la casa. Ese hombre con voz de terciopelo tenía manos, pies y cara tan grandes que no me extrañaba que los locutores de la radio lo llamaran El Mundo Rivero. Más curioso era que su mujer, la pelirroja Julieta, le dijera Leonel. Desde que le oí entonar La última curda junto a la chimenea de la casa diseñada y construida por mi madre con un crédito del Banco Hipotecario a cincuenta años, quise ser cantor de tangos. Pero nunca conseguí que mamá tocara las partituras en el tono correspondiente a mi registro de los quince años, de modo que nos divertíamos un rato persiguiendo graves y agudos hasta que cada uno volvía a su realidad. Ahora es tarde porque sería uno de esos viejos patéticos de Grandes Valores y porque ya no está ella para verme.
Cuando llegó la cibernética se entusiasmó con dejar la regla de cálculo de logaritmos y se anotó en unos cursos de capacitación que ofrecía una firma francesa. Los tres primeros promedios irían luego a París a perfeccionarse y de regreso formarían parte de los planteles de la compañía. Obtuvo la mejor calificación pero por su edad no la mandaron a Francia: tenía más de cincuenta años. No se lo habían informado antes del examen. Será por eso que antes de pedir en un restaurante pregunto qué no hay de la lista.
Ella soportó la frustración sin una queja y se tomó desquite al iniciarse la era de las computadoras personales.
Estudió computación y la enseñó, en instituciones públicas y privadas, hasta hace pocos años. De tanto en tanto nos cruzamos con hijos de amigos que fueron sus alumnos y la recuerdan. También les dio clases a algunos gerontes de la familia, treinta años menores que ella, y que el día del entierro recordaban los extraordinarios diálogos extracurriculares de aquellos encuentros.
Cuando anunció que al concluir un año lectivo dejaría el colegio donde daba clases, supusimos que estaría cansada del viaje y de los plantones y nos preguntamos con inquietud qué sería de ella al dejar esa tarea que la apasionaba y la mantenía activa.
Pero nos explicó que estaba disgustada porque habían reducido el espacio físico y el número de computadoras para la misma cantidad de alumnos. También abandonó al médico que le dijo que no podía seguir viviendo sola. Para ésas y otras ocasiones en las que no quería explicar lo que le parecía obvio, decía: “Así no es la cosa”. Pero al empezar las clases del año siguiente ya se había conseguido otro colegio, no tan prestigioso pero mucho menos mezquino, en el que enseñó hasta el filo de sus 90 años. Y defendió su independencia mientras pudo. Cuando una caída le quebró una muñeca aceptó que una mujer la ayudara tres veces por semana. Pero en cuanto le sacaron el yeso decidió que era suficiente con un par de horas semanales.
Hasta pocos días antes del final exigió que la dejáramos por lo menos cuatro horas al día a solas, repartidas en dos turnos. Incluso llegó a pensar que podrían estirarse sus períodos de libertad, a tres horas por la mañana y tres por la tarde, hasta que fue evidente el peligro de que intentara valerse por sí misma. Entonces confesó: “Ya no puedo hacerme más la guapa”.
Siguió tocando en su compacto piano vertical los tangos de la guardia vieja que fueron nuestras canciones de cuna en el Buenos Aires del ’40. Le alegraba cuando Lilia Ferreyra iba a descifrar las partituras de Bach en su piano, que nunca había molido más que tangos. Se le fueron olvidando los títulos pero no la melodía ni dónde poner los dedos en el teclado. Tuvo más suerte con la música que su padre, de quien contaba la reprobación que padecía cada vez que empuñaba el violín. Hasta que no desistía, su perro salchicha aullaba indignado debajo de la cama.
Los amigos que necesitaban algún dato sabían que a cualquier hora que llamaran la encontrarían dispuesta a compartir sus conocimientos sobre las materias más variadas. El año pasado, Liliana Herrero estrenó un tango bellísimo y muy poco conocido de Piana y Manzi, Noches provincianas. Lo tocaba de oído y tenía dudas sobre algunos pasajes, si un final subía o bajaba. Mi madre le escaneó la partitura, del original que atesoraba, con la firma de Sebastián Piana, que también vivió más de 90 años y con quien se veían de tanto en tanto. La cinta grabada en la que Liliana le contaba esa historia al público la hizo sonreír de satisfacción.
Amaba a Adrián Iaies y le encantaba que la lleváramos a escuchar sus presentaciones. Lo saludaba al terminar y después le escribía por e-mail, instrumento que tocaba mejor que él. El 24 de octubre fue su último cumpleaños. Adrián se cansó de llamarla y cada vez le decían que estaba durmiendo. Una de las tres mujeres que se turnaban para cuidarla me contó que decidió no atenderlo. Me imagino que no quiso que él percibiera que su cerebro privilegiado había empezado a fallar, que algunas palabras tardaban en venir, que otras llegaban cambiadas. Adrián la hacía sentir admirada y prefirió que conservara esa imagen.
Las fotos de los últimos meses muestran que pese a ello no perdió la alegría y el goce: sonríe con picardía infantil cuando un médico apuesto busca sus reflejos con el martillito, saborea una copa de vino, lee algo con atención. Resistió al deterioro con una libretita en la que anotaba todo lo que no toleraba olvidar. Mientras velaba su penúltimo sueño leí algunas de esas páginas. Había anotado las instrucciones para encender la computadora. Para identificar el monitor escribió: “El televisor cuadrado”. Ella, que pasó sus últimos años on line. Cuando sus amistades del chat querían conocerla y le preguntaban la edad, no le creían la respuesta; pensaban que era un ardid de coquetería. “Vamos Janita, decí la verdad”, le insistían.
Murió de madrugada en su cama, cuidada por manos amorosas y con la proximidad durante muchas horas por día de sus hijos y de su nieto, a salvo de los entubamientos, canalizaciones y demás iniquidades hospitalarias. Se fue apagando de a poco hasta que su impecable corazón se detuvo. Con esa naturalidad deberíamos morir todos. Así era la muerte antes de que nuestra civilización la ocultara detrás de aparatos, drogas e instituciones. Es duro pero confortante, para el que se va y para los que nos quedamos un tiempo más.
La velamos apenas los íntimos en torno de su lecho de muerte y preferimos un sepelio sólo familiar, sin ninguna ceremonia religiosa porque no somos creyentes. Esto no quiere decir que nos resulte indiferente el afecto y la solidaridad que nos llega de muchos amigos. Por el contrario, nos ayuda a pasar la tristeza ineludible, a sobreponernos al sonido obsesionante de la primera palada de tierra sobre el cajón.
La sepultamos bajo el rayo del sol en una tarde de cuarenta grados en la misma tumba en la que mi padre la esperaba desde 1979. Una de las últimas frases que pronunció con claridad antes de caer en el sueño definitivo fue: “Ya voy”.
En la tradición cultural judía, que no reverencia a los muertos sino a la vida, después de la muerte se sirve una comida con alimentos de forma circular, que simbolizan el recomenzar del ciclo de las generaciones, y se hace un brindis por la vida, que en hebreo se dice le jaim.
Están invitados a acompañarnos, en sus respectivas mesas. Le jaim por ella y le jaim por los que llegan para tomar el relevo.
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