Domingo, 18 de junio de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › LA CRECIENTE VIOLENCIA EN LOS BARRIOS MAS POBRES DE LA CIUDAD
Mientras las cifras globales del delito bajan, en la villas aumentan las muertes violentas. Cada vez son más chicos los jóvenes asesinados, por incidentes cada vez de menor valía. La mayoría de los casos está vinculada al narcotráfico. Sólo en la zona de dos comisarías del sur de la ciudad hubo 47 homicidios en 18 meses.
Por Cristian Alarcón
Dicen que Kevin, el sicario, corrió tan rápido después de disparar los dos tiros en la sien de Matías Piedrabuena, que los presentes en ese recodo del pasillo apenas alcanzaron a ver el 22 corto cuando la volvía a enfundar en plena fuga. Durante la semana, el rumor de la muerte del chico de 14 años, adicto a la pasta base de cocaína, incluía además de la venganza narco como hipótesis, un disparo en el corazón. Lo del corazón fue sólo eso, un comentario más en los pasillos de la villa 21, de Barracas, entre todos los que cruzan el territorio en estos tiempos violentos. Aunque las estadísticas oficiales del año 2005 aún no son publicadas, los registros judiciales y los de las guardias de urgencias, los relatos de los vecinos, los operadores sociales, los familiares de las víctimas coinciden: la violencia crece en villas como la 21, Zabaleta y Lugano, y se reitera, ligada al tráfico de drogas y la extrema miseria, en otros puntos degradados de la ciudad. Sólo en la Fiscalía de Pompeya –o sea el radio de dos comisarías– en el último año y medio contaron 47 asesinatos a sangre fría. La cifra negra en las estadísticas preocupa a los expertos que ven una futura “favelización” de algunos territorios porteños en el patio trasero y oculto de la ciudad, con víctimas cada vez más jóvenes, muertos por menos pesos.
Buscar los números reales de la muerte en la ciudad es como buscar un fantasma. Las cifras son una controversia de la que los expertos en estadísticas y los propios registradores no terminan de salir. La Policía Federal maneja sus números, que remite al Ministerio del Interior y que termina siendo la cifra divulgada por el Ministerio de Justicia. En la semana se podrá ver a los ministros hablando de la baja del delito en todo el país, tras la supuesta ola de violencia creada por los últimos secuestros resonantes. Pero los homicidios concentrados en las zonas de mayor nivel de indigencia de la ciudad y la provincia son un tema aparte, del que poco se sabe más allá de las fronteras de la exclusión. Aun así es posible tomar el pulso de la tensión que viven algunas áreas. En la guardia del Hospital Penna, en Parque Patricios, los médicos lo hacen cada vez que un herido cruza las puertas vaivén con la urgencia de una hemorragia. “Las víctimas son cada vez más, y más jóvenes. Este año tenemos un promedio de 16 por mes, casi todos intentos de homicidios, gente que llega la mayoría de las veces con tiros de arma de guerra, gente a la que le tiraron a matar. Muchos de esos mueren. Esta semana llegaron dos hermanos, fusilados, que murieron en la ambulancia”, le contó a este cronista el director del Hospital José María Penna, Pedro Saposnik.
La noche que viene
Los dos jóvenes eran Fredy Monzón Benítez, de 21 años, y su primo Federico, de 23. El crimen fue el 5 de junio y venía siendo anunciado. Los Monzón son una de las miles de familias que tomaron las tierras de la Cooperativa El Ceibo, en la zona del Riachuelo, al fondo de la villa 21 hace dos meses y sabían que había grupos de hombres armados dispuestos a quitarlos del lugar. Por eso cuando el amigo que lo acompañaba a Fredy esa noche en el rancho de nylon que armaron mientras levantaban una pieza de material escuchó “los ruidos que hicieron las correderas de sus armas” supo que los venían a buscar. Pero no alcanzó a correr como Fredy, que gritó y salió disparado y se perdió en un pasillo del nuevo asentamiento.
Eran cinco o seis personas, dijo el testigo. La mayoría llevaba una o dos pistolas 9 milímetros. Con ese calibre lo apuntaron en la boca y lo obligaron a acostarse mientras el resto saqueaba el rancho: se llevaron vigas de madera, cuatro palas, un tacho y una cuchara de albañil.
–La noche que viene vamos a volver, si encontramos a alguien acá los vamos a matar –le dijeron.
Los Monzón decidieron defenderse. En el camino, Fredy se encontró con Federico. Corrieron a la villa y se armaron como pudieron: agarraron una pistola 6.35, un arma que por pequeña se conoció como “para la cartera de la dama”. Alcanzaron a usarla. Pero los disparos que la familia escuchó desde pocos metros fueron los del grupo de encapuchados, decenas de tiros de 9. Los cuerpos quedaron tirados en una calle nueva, abierta en una esquina de “la toma”, una nueva fuente de conflicto para un territorio en sorda guerra.
“En este caso y en la mayoría al principio aparece un móvil, en general el robo, pero muy pronto surge en la investigación que se trata de una venganza, ajuste o enfrentamiento ligado al narcotráfico. Se trataría de grupos, en general de paraguayos, que se están haciendo fuertes, al punto de tener grupos comando como el de este caso y eliminan a aquellos que les joden el negocio”, le dijo a Página/12 una alta fuente judicial. Lo mismo ha ocurrido en el caso del doble crimen: uno de los matadores señalados con nombre, apellido y señas por los testigos es Arsenio Morel Ruiz Díaz, conocido como “El Rubio” y ligado a uno de los grupos en pugna por el territorio narco de la 21. Antes de que lo metieran preso, esta semana, ya se sabía que después del tiroteo sus compañeros lo llevaron a Avellaneda para que le curaran una herida en el cuello que lo terminó poniendo más cerca de un procesamiento.
Verduguear fisuras
La historia de Matías Piedrabuena está en el otro extremo de la violencia de los territorios: la de los más excluidos, los adolescentes adictos al paco o pasta base. La familia de Matías, de la villa Zabaleta, donde se insertó este deshecho del procesamiento de la cocaína hace cinco años, ya estaba jaqueada por la adicción. Durante el año pasado su hermano Rodolfo Piedrabuena, de 19 años, había pedido varias veces ser internado para curarse de su adicción. Su madre, Cristina Rosa Herrera, lo había llevado sin éxito a la admisión del Consejo Nacional del Menor y la Familia (Conaf), le dijeron a este diario dos operadores que lo conocían de la calle. Al final, en noviembre, les pedía a sus hermanos que lo encerraran en el rancho para que no saliera desesperado a robar para consumir. La última vez, cuando le abrieron la puerta, lo encontraron colgado.
En pocos meses, el más chico, Matías, fue asesinado. Un testigo que declaró con identidad reservada en la fiscalía de Pompeya contó que la madrugada del 5 de junio, en Iriarte y la Tira 7, sintió dos tiros en medio de un silencio total. El hombre vio correr a Kevin y a un chico conocido como “El Enfermo”. Kevin sería el hijo menor de edad de una mujer que falleció y pertenecería al clan de los Guaraz, una familia de paraguayos señalada como “transa” en la villa. Kevin “es el más pícaro, no anda abandonado”, fue el comentario de uno de los vecinos, lo cual significa que a pesar de consumir paco, cuida su aspecto, se baña, y “no se deja morir”, mitiga el daño de la droga con cierto confort dentro de la miseria, al pertenecer a una familia con los magros privilegios de los transas barriales. “Hay gente que los vio con un 22 para verduguear a los fisuras”, contaron en la villa, donde los Herrera y cada uno tienen miedo de hablar.
Hugo, un hombre que lleva 20 años en el lugar y que ahorra lo que puede para dejar su casa por un sitio menos violento en el corto plazo, le contó a este cronista la trastienda de estos crímenes: “La violencia aumenta porque cada día la zona está más liberada por la policía. A la marihuana en la ciudad la maneja la transa paraguaya, que necesita territorios libres para hacer los negocios. Los pibes del paco joden a los que entran a comprar. Los transas más fuertes venden de a diez, de a 15 kilos a gente que viene del centro. Muchas veces esos compradores fueron asaltados por estos guachitos y ahí se produce el choque, terminan matándolos”.
La brecha crece
La misma semana que mataron a Matías en el barrio Illia, justo frente a la manzana 16 de la villa 1.11.14, otra fiesta terminó mal. Maximiliano, un chico de 14 años, sobrino de Dolores Demonty, la mamá de Ezequiel, el adolescente tirado al Riachuelo por un grupo de policías, no pudo con la curiosidad, o creyó que eran cohetes. “Es uno de los primeros casos donde vemos que una banda de una villa se mete en otra. Era un grupo de Zabaleta que empezó a los tiros porque los echaron y una bala de esas le entró por el mentón a este chico”, explicó un investigador. En Lugano, jurisdicción de la comisaría 48ª, esta semana se dieron dos nuevos casos paradigmáticos: Emanuel Mensatista, un pibe también de 14, fue asesinado de un tiro por la espalda por quien sería su padrastro. Le había robado las zapatillas a su hermano. En el mismo barrio, un día antes, un transa le disparó a las dos piernas a un adicto que “se puso demasiado loco y le quiso manotear la droga”, le contó a Página/12 Demonty, del Consejo Asesor de la Comisión Antimpunidad del Gobierno. “En la zona se dice que está en marcha una limpieza y los chicos andan escondiéndose”, aseguró.
Mientras se intenta despejar la “inseguridad” fantasmática denunciada por los voceros de la derecha a partir de casos aislados de supuestos secuestros o violaciones, en los territorios de la exclusión avanza la violencia real, fantasma también, pero por motivos diferentes. La trastienda de la ciudad esconde, por ahora, lo que los criminólogos llaman hot spots, o nudos calientes donde la muerte comienza a hacerse tan común como el narcotráfico. “Estamos en una meseta de homicidios, pero cada vez más violentos en determinadas zonas –reconoció a Página/12 el director de Política Criminal del Ministerio de Justicia, Mariano Ciafardini–. Está directamente relacionado con que a pesar de los indicadores económicos generales, que son positivos, y del delito contra la propiedad, que baja, la brecha de desigualdad aumenta, los excluidos están peor, más excluidos que antes. Puede haber indicadores de mejoras, pero hay que prestar atención a los indicadores de que la situación empeora en otros aspectos, porque estos agravamientos en territorios son la base para la favelización.”
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