Domingo, 6 de agosto de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por M. W.
La víctima es (claro) mujer, lógicamente es pobre y joven. Por añadidura tiene una discapacidad mental y fue violada. Si una obra de ficción propusiera un caso así, cualquier crítico podría recriminarle desmesura rayana en la machietta. Pero no hay tal: si bien se mira, las mujeres jóvenes y pobres son víctimas recurrentes por partida triple.
Según surge de las versiones periodísticas, la víctima no identifica a su violador pero, si primara la estadística, habría que rastrearlo en su entorno más cercano. La mayoría de los abusadores son parientes o prójimos, otra muestra de cómo el poder deviene brutalidad con los más desprotegidos, inclusive entre los más desprotegidos.
La intervención del Poder Judicial (habría que ir dejando de lado la irritante impropiedad de apodarlo “Justicia”) sólo sirvió para aumentar la indefensión de la chica. Se trató de una “tragedia institucional” definió Ginés González García, uno de los pocos políticos que hablaron con claridad y pertinencia.
Las instituciones juegan al Antón pirulero. Los jueces intervinieron de modo, stricto sensu, incompetente y consiguieron prolongar el trámite hasta que su decisión resultó abstracta. Un arquetipo de fracaso de la función judicial que debería asumir ese propio estamento del estado, sin esperar al juicio político a la magistrada de primera instancia.
Los médicos que debían interrumpir el embarazo no las tienen tampoco todas consigo. Si se orillaba la imposibilidad de practicar la intervención, debieron anunciarlo antes para que los jueces supieran a qué atenerse. Lo suyo dejó un tufillo a autoprotección corporativa, a que pensaron en su responsabilidad penal o civil antes que en la paciente. Claro, nada es fácil si las polémicas políticas se judicializan y todos bregan por criminalizar al que piensa distinto.
El aborto sigue siendo delito según la vetusta legislación penal argentina. La severa tipificación es un espantajo que alivia conciencias inquisitoriales pero en nada incide en la conducta de cientos de miles de mujeres que, ante opciones muy desdichadas, optan por interrumpir embarazos no deseados. La jurisprudencia penal no registra casos de condenas a mujeres que abortaron. Se habla de dificultades de prueba pero la cantidad de “casos” cotejada con la ausencia de sanciones parece remitir a lo que en jerga forense se llama “desuetudo”, que es la abolición de hecho de una norma por no ser aplicada. La desuetudo, aceptan aun los juristas que acostumbran tener un talante conservador, es un signo social de desaprobación de la regla, un estímulo a la derogación. Un mensaje que no recogen los poderes públicos, todavía muy sensibles al peso que tiene la Iglesia Católica en cuestiones que exceden su magisterio. Puesta a pontificar sobre las leyes terrenas, la Jerarquía alega que el derecho a la vida es un valor absoluto siendo que la ley lo relega en determinados casos, como la legítima defensa o el estado de necesidad. La precisión técnica es como la fe, una gracia que no es concedida a todos.
Toda religión predica una visión de la moral, que incluye un repertorio de pecados. Cualquier ciudadano tiene derecho de aceptar esas reglas para ordenar su vida pero no está habilitado a imponérselas a otros. Si algo caracteriza la acción de algunos sectores católicos, muy cobijados por su jerarquía, es la querer imponer su visión del mundo a los demás como regla de conducta. “Equiparan los pecados a delitos” explicó el criminalista rosarino Daniel Erbetta en declaraciones radiales. Esa equiparación, se puede añadir, es la marca de fábrica de los fundamentalismos que no sólo germinan en ciertas vertientes del Islam.
La invocación de la defensa de la vida choca con datos sociológicos abrumadores. Las mujeres deciden abortar, todos los días, en cantidadesimposibles de precisar porque medir lo clandestino tiene sus bemoles. Pero sí se sabe que las que son pobres padecen las consecuencias de los abortos realizados en condiciones deplorables. Los abortos sépticos son la principal causa de mortandad materna en la Argentina. Esos índices trepan a niveles siderales en el NOA. En esa región, refiere el médico ginecólogo Juan Osvaldo Mormandi (profesor de la Universidad de Buenos Aires y jefe de sala de hospital público) la mortalidad materna de menores de quince años es parangonable a la de Kenia. Tales indicadores africanos no son compatibles con el estadio general de la salud pública en el país, aluden a un rezago específico respecto de países comparables. Las muertes maternas en Argentina superan largamente a las de Cuba, Costa Rica o Chile por citar ejemplos de sociedades que también tienen sus problemas pero cuya legislación es menos anacrónica.
Si las mujeres son jóvenes, su desamparo es mayor. La mortalidad infantil, otro flagelo social, según datos del Ministerio de Salud, duplica la media en los hijos de madres adolescentes. Entre las mujeres más pobres, el 27,3 por ciento es madre adolescente. En el quintil más alto de la población el guarismo es mucho más bajo, sólo el 1,6 por ciento. Tal vez la Universidad Católica de La Plata suponga que ese rango social alberga una formidable templanza, expresada en menos sexo no destinado a la procreación, pero es una hipótesis difícil de compartir.
“La muerte materna por aborto equipara a los bolsones de pobreza de distintos países, se acentúa en las adolescentes embarazadas, y solo disminuye cuando se intenta seriamente prevenir los embarazos no deseados”, propone irrefutablemente el ya citado doctor Mormandi. Los sedicentes defensores de la vida desoyen esos datos y no registran las muertes de hijos de madres adolescentes. Desde un razonable criterio sanitarista González García subrayó ese ángulo y fulminó la hipocresía de quienes son cruzados contra la despenalización del aborto pero también obstruyen toda propuesta de educación sexual o de plan sanitario de procreación responsable. Es del caso decir que el ministro de Salud no expresa la posición promedio del gobierno, sino que integra una estimable vanguardia, no especialmente acompañada. Quizá eso explique que Ginés haya podido monopolizar la palabra oficial mientras el Presidente y los ministros apellidados Fernández (usualmente activos para opinar de modo tonante sobre la agenda pública) hayan elegido el silencio frente a un caso tan sonado y tan ominoso.
El retraso ideológico, que el gobierno comparte con la mayoría de la corporación política, quizás explique que la Argentina sea uno de los pocos países en el mundo que siguen penando el aborto. Y aun, que las expresiones públicas más lúcidas se centren en el punto de la política sanitaria y no se animen a encarar el tema como una libertad sustraída a las mujeres. Como uno de los tantos derechos que no puede ejercitar la mayoría de la población de lo que se supone que es una república pero que en demasiadas ocasiones funciona como una teocracia capciosa y culposa.
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