Domingo, 26 de noviembre de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › LA HISTORIA DE VIDA Y DE MUERTE DE LA MUJER QUE ENFRENTO A LOS NARCOS
Liliana Ledesma se encontró en una zona de Salta en la que no sólo no había justicia sino que los cómplices del narcotráfico en la frontera tenían a sus “tigres” armados y protección política. Una pelea por la tierra, contra el chantaje y el abuso, que terminó en muerte y en escándalo.
Por Cristian Alarcón
Desde Pocitos
Liliana Ledesma sabía que la iban a matar. La habían amenazado, le habían dicho por lo menos cinco veces que pagaría con su vida meterse con los narcos de la frontera relacionados con la política salteña, pero eligió continuar con sus denuncias. Liliana creía que nada podría detenerla: aunque era la viuda de un traficante que fue socio del ex diputado del PJ Ernesto Aparicio, su pelea era por las tierras de su familia. Su mejor amiga, Olga Salas, se lo dijo un mes antes de que la mataran sobre la pasarela de madera que pende a cincuenta metros del suelo, en la quebrada de Guandacarenda, entre dos barrios pobres.
–Negra, dejate de joder. Estos tipos son muy pesados. Te pueden matar. ¿No tenés miedo de lo que estás haciendo?
–¡Qué me importa! –le contestó con una sonrisa a medias, desestimando al enemigo–. ¡Qué van a hacer ésos! Aunque me maten, muerta no los voy a dejar descansar.
Era pleno agosto. Estaban cenando en la casa de su amiga. Varias veces habían hablado del tema. Sus hermanos también le advertían. Sus compañeros de la Asociación de Productores de Madrejones se lo había dicho. ¿Qué era lo que hacía que esta mujer tan resuelta e intensa se plantara frente a los hombres más poderosos de su región, los patrones del cruce de droga por la orilla norte de la Argentina? Las batallas que daba hacía un año, la carpeta llena de documentos que cargaba, las denuncias judiciales, las declaraciones radiales acusando a Aparicio de narco, sus viajes a Salta, los días trastrocados por esa súbita militancia impensada, todo fue por las tierras. Y por un hombre de canas, un lenguaraz de chistes cortos, silencioso pero certero, su padre. Investigar su muerte es narrar el desarrollo dramático de un conflicto territorial. Detenerse en esos últimos meses, en los últimos días, en la tensión de los bordes de una provincia jaqueada por la mafia.
Nadie sabe si Liliana Ledesma les cobra con pesadillas sus dolores a los hombres que la amenazaban, ahora presos o buscados por su muerte. Pero sí es claro que la sentencia dicha en vida resuena de manera inevitable ahora que su homicidio, que ocurrió el 21 de septiembre bajo la primera oscuridad de la noche, ha derivado en un escándalo institucional incomparable que golpea las puertas del gobernador Juan Carlos Romero y amenaza con la cárcel a su ladero, el renunciado en medio de las acusaciones ex diputado Aparicio.
Podemos retomar el relato de Página/12 del último lunes y regresar a esos días, contados ahora por su compañero de ruta, el joven productor Sergio Rojas. “Ella sabía mucho. Eso es lo que quería decir cuando hablaba. Que si no le abrían los portones en definitiva ella tenía mucha información que podía ser perjudicial para los poderosos. Pero no llegó a dar detalles. El canto de ella era ‘yo sé porque mi marido trabajó en la droga con él’.”
Es cierto. Hasta allí llegó su canto. Su denuncia afilada. No era necesario mucho más. Su puja llevaba un año. Los portones seguían cerrados. Sus vacas, los 200 animales de las fincas Ipaguazú (de su padre, Eugenio Ledesma) y Nupial (de su hermana Jesús) estaban acorraladas. Para sacarlas a carnear había que caminar de noche con un arma al alcance de la mano hasta el límite con Bolivia, a dos kilómetros por el monte. De allí había que pagar un flete hasta Yacuiba. Estos productores ganaderos vivían cercados, empujados hacia fuera de su propio país porque Aparicio y los hermanos Castedo les habían cerrado el paso por el camino de siempre, el de tierra que construyó YPF hace cuatro décadas para llegar a los pozos de petróleo que aún se mecen entre los árboles. En la zona cada tanto hay uno y los campesinos todavía fantasean con el oro negro que corre bajo el suelo.
Tamberitas
Desde que los Castedo aparecieron en El Pajeal, la finca de Aparicio, lo vociferaron entre la peonada: el viejo Pilar Rojas debía irse de allí. Aunque hacía más de veinte años que ocupaba la zona conocida en los mapas como Caricates y rebautizada Finca El Naival, Rojas, un formoseño de genio corto y chúcaro como un tapir, sería expulsado. Pero no pasó un año hasta que la Justicia le reconoció a don Rojas sus derechos “veinteañales”. A comienzo del 2005 los Castedo limpiaron el camino vecinal con sus propias máquinas: la Justicia investiga la compra de ocho topadoras Caterpillar valuadas en cuatro millones de dólares. Con una de ellas fueron abriendo el camino desde Pocitos hasta El Pajeal, a veinte kilómetros. Nunca continuaron tras cruzar El Pajeal, hacia Ipaguazú, Caricates, donde tiene su puesto Rojas, y Nupial, donde está Jesús Ledesma. Pero por esos servicios comenzaron a cobrarles a los productores. Primero pidieron dos mil pesos. Pero pronto les pareció poco y entonces pidieron animales. “En julio empezaron los reclamos. Nosotros el 10 de agosto les dimos una yunta de tamberas”, dice Jesús, por las vacas que entregó.
Raúl “Ula” Castedo fue a buscarlas a Ipaguazú con dos de sus peones, Verón y Sánchez, ex empleados de Rojas. Pasaron pocos días hasta que pidieron más: cuatro tamberas. Dos yuntas. Luego comenzó a pedirle que le vendiera vacas. Como Ledesma se negaba Ula le advertía: “Si vos no me querés dar de buenas, de a malas me vas a dar porque yo tengo los tigres”. Los tigres le dicen en la frontera a la soldadesca civil contratada para arrear vacas o para disparar. El ocho de octubre, dice Jesús, él recorría la finca de a caballo cuando vio la huella clara de lo que la ley llama “abigeato”. “Estaba la huella donde han pillao al animal, donde lo han volteao, donde lo han arrastrao para pasarlo por debajo del alambrado”, cuenta.
Ofuscado, Jesús se fue hasta El Pajeal a quejarse con Castedo. Lo encontró al más chico. Ula, rodeado de sus peones armados, le tomó el pelo. “Es de Rojas, no es tuyo”, le dijo. “Dejame verlo”, le pidió él. Ula Castedo le dijo que no. Jesús se hartó de su sonrisa socarrona y lo amenazó con la denuncia. Fue entonces cuando, jura, Ula le contestó echado para atrás: “Hacé lo que quieras, denunciame a la policía, a la Gendarmería. Nosotros hablamos con Aparicio para que hable con Aramayo y problema terminado”. Aramayo es el juez Nelson Aramayo, a quien la familia de Liliana Ledesma acusa de complicidad con el poder y el narcotráfico a pesar de que ordenó la detención de los Castedo.
Fue cuando don Eugenio Ledesma y su hijo se decidieron a visitar a Delfín Castedo, que les aseguró que había sido un error, que no perseguían sino a Pilar Rojas, que era “el boludo” de su hermano el que se había equivocado. En el mismo momento les pidió un aporte superior para ayudar en el mantenimiento del camino: dos yuntas. Cuatro vacas más. Dejaron pasar varios días para volver, pero Ula apareció en el puesto de Ledesma con siete tigres armados. Dijo que su hermano había cambiado de parecer y que entonces ya debía mandar ocho. Don Ledesma no se dejó apretar. Y se negó a darles nada. Ellos se retiraron con amenazas de volver y arrasar con todo. “Voy a comprar Ipaguazú. Estoy acostumbrado a hacer arrodillar a cualquiera.” Poco después, cuenta Rodolfo Ledesma, el hermano menor de Liliana, ella se encontró con Castedo y lo cruzó:
–Por qué no hablás con mi papá, qué andás amenazando.
–Negrita, decile a tu papá que me dé quince tamberitas. Tamberitas quiero yo.
–Claro, esperate sentado que ya te vamos a dar.
–Yo voy a ir con las topadoras, voy a comprar toda la zona y me voy con las topadoras. Le voy a pasar la casa por encima –amenazó Castedo.
–Decime cuándo vas a ir, que yo te voy a estar esperando –lo gastó Liliana.
En mayo le tocó el turno a su hermano Pichi, el más chico. Iba en el auto con su mujer y su hijita cuando desde un Wolkswagen Polo gris, Ula Castedo, que había sido su amigo, les apuntó con un arma. Pichi lo buscó por el centro de Pocitos hasta que dio con él. Se trenzaron. Pichi le pedía que lo siguiera en el auto, que lo batía a duelo con las manos. “Tenés miedo, cobarde”, le decía para desafiarlo. “Qué te voy a tener miedo. Te voy a hacer mierda.”
Para Liliana, esa amenaza fue el límite. Le pidió a su hermano que hiciera la denuncia. Que no lo dejara así. Y avanzó en su estrategia de defender la tierra. Pasó al ataque. Se aventuró con Sergio Rojas a viajar a Salta capital para quejarse.
Sin tregua
El 1º de agosto fue la primera vez que viajaron juntos Sergio y Liliana, en el coche que él, cuando funciona, hace trabajar de taxi. Fue un viaje caluroso. Salta queda a unas seis horas de Pocitos y en el camino se pasa por zonas más calientes que la propia frontera. Sergio parece, quizá por los borcegos sin cordones, el jean suelto, la remera de pibe, más chico que sus 33 años. Tiene una carnicería en la calle céntrica, y anda, como andaba Liliana, persiguiendo el mango cotidiano. Su vida no había tenido mayores sobresaltos hasta el 27 de julio, justo unos días antes. Fue a la audiencia pública donde se presentaría el proyecto de desmonte de 600 hectáreas de la zona fronteriza para la supuesta siembra de soja, la vedette de la nueva agroeconomía de exportación. Allí estaban los Castedo, y sentado en primera fila el entonces diputado del PJ Ernesto “Mamila” Aparicio. Sabía a qué se dedicaban los presentes. Supo entonces que si no peleaba, su padre, don Pilar Rojas, corría cada vez más riesgo de perderlo todo. “Ni Liliana ni yo estábamos peleando por algo nuestro. Lo hicimos siempre por nuestros padres. Yo sé que como es el mío si a él le quitan la finca, él en otro lado se muere.”
Fue recién el 10 de agosto cuando el panorama de los Castedo y sobre todo de Aparicio comenzó a cambiar por boca de Liliana Ledesma. Ya había conocido a los periodistas opositores en Salta. Había hablado por primera vez en la radio FM Noticias con Marta César, la hermana de la diputada justicialista y amiga del presidente Néstor Kirchner desde la Universidad Nacional de La Plata. Y había sido entrevistada para el Nuevo Diario por la periodista Elena Corbalán. “No sólo era una mujer firme. Parecía no tener miedo. A pesar de que ella sabía que algo podría pasarle porque lo dijo. Pero lo dijo de tal manera que no fuimos conscientes”, contó Elena. Liliana había aparecido en el diario como líder de los productores de Madrejones. Le resultó extraño, pero no le desagradó esa súbita fama local. “¿Me viste cómo estoy? Mirame cómo estoy en el diario”, le decía a su amiga Olga Salas. Olga la miró en la foto y se largó a reír, porque Liliana había salido con la boca abierta. Ella, odiada, le decía: “No seas desgraciada”.
Como el dos de agosto Liliana había conseguido un certificado oficial de la Municipalidad de Profesor Salvador Mazza firmado por el director de Inmuebles, César Maita, diciendo que el camino cerrado era un camino vecinal, Liliana apuró todo para obligarlos a abrir el paso. Unos días antes de que los dos sicarios la acuchillaran, Liliana encabezó una comitiva hasta el portón que Aparicio había decidido cerrar en El Pajeal impidiéndoles el acceso a las fincas de los productores. Iban ella, sus abogadas, Claudia y Julia Pereyra, Jesús, su hermano mayor y algunos productores. Como no los dejaron pasar, volvieron a buscar a la Gendarmería. El alférez que llamó a los Castedo para hablar personalmente con ellos se quedó con las ganas. Ula pasaba cerca de la tranquera, miraba y no se aproximaba a hablar. Uno de los peones a los que hace una semana le allanaron la casa, conocido como El Rengo, los filmaba a uno por uno. Se detuvo varias veces en la cara de Liliana. Entonces ella les tomaba fotos.
–¡Vengan! ¡Ey, vengan para acá! –les decía, gozándolos como una chica.
Liliana Ledesma sabía que podían matarla. Sabía el tamaño de sus enemigos. Pero no tuvo miedo. Los desafió hasta el final. No les dio tregua aun cuando los Castedo le dijeron que le iban a tapar la boca. Aun cuando el propio diputado, que ella acusa de haber mandado a eliminar a su marido narco, la había advertido con un mensaje similar. En medio de esa trama siniestra Liliana seguía siendo la mujer de ánimo subido que fue siempre. En Pocitos la recuerdan con mucho cariño. Era charlatana. Se detenía a comentar el tiempo, el calor, las noticias con sus clientes mientras les dejaba huevos. Peleaba por su hija de nueve años, sin papá desde que tenía dos. Era extraño, pero nunca dejó de sonreír, dicen. Su amiga Olga la vio unos minutos antes de que la sorprendieran sobre la pasarela de la Quebrada de Guandacarenda. Estaba en frente del supermercado El Indio, propiedad de Alberto Yudi, uno de los hombres investigados como supuesto testaferro de los Castedo. Estaba ahí, parada, con la cartera de jean colgada como una bandolera, hablando por celular. “Sonriente”, la recuerda Olga. “Me gritó en medio de su charla. Me dijo bien fuerte: ¡Olgaaaa! Yo me di vuelta, pero era para puro saludarme, porque cuando quise ir para donde estaba ella seguía hablando, riendo y me hacía señas de que me fuera.” Media hora después escuchó la sirena de la ambulancia. El griterío cerca de su casa, los chicos diciéndole, mientras ella se sentaba despacio en el comedor de las carpetas tejidas al crochet, para asumir la noticia que ya sabía, que ya sabían ambas: “La Liliana, la Liliana”. “Muerta no los voy a dejar descansar”, recordó y se sigue repitiendo Olga, dicho por la mujer de la sonrisa, dos meses después.
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