Viernes, 16 de septiembre de 2016 | Hoy
18:06
Opinión, por Eric Nepomuceno
Hay frases que dispensan comentarios y rechazan desmentidos. Cuando, el pasado miércoles, uno de los jóvenes fiscales integrantes del equipo encargado de la Operación Lavado Rápido, que trata del esquema de corrupción que actuó en la estatal Petrobras, dijo que contra el ex presidente Lula da Silva no había pruebas, pero sí convicción, dejó claro de toda claridad que se trata de un tribunal, sí, pero mucho más cercano a los de la Santa Inquisición que de Justicia.
Los abusos e inconsistencias presentadas al público por el fiscal encargado de la “Lavado Rápido”, el predicador evangélico Delton Dallagnol (foto), tuvieron el efecto de un bumerang.
Fascinado y ofuscado por las luces de la gloria, el joven y mesiánico fiscal cometió errores jurídicos dignos de un niño pedante que siquiera sabe la dirección de una escuela de derecho. El más evidente y escandaloso de esos errores primarios fue haber dedicado la mayor parte del tiempo de su exposición a apuntar a Lula da Silva como jefe de una organización criminal, el centro de un universo solar de corrupción.
¿Pruebas? No, ninguna. Pero sí convicción, como sentenció uno de sus jóvenes asistentes. ¿Basada en qué? En datos e indicios. De ser así, ¿por qué no denunciarlo por formación de banda criminal? Silencio.
La reacción negativa fue inmediata. Del conservador Colegio de Abogados a diarios claramente comprometidos con el golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff e instaló en el sillón presidencial al usurpador Michel Temer, surgieron críticas, con más o menos énfasis, al espectáculo circense ofrecido por ese pozo de irresponsable vanidad que responde al no muy usual nombre de un pueblito del estado norteamericano de Michigan, Delton. Hay otros pueblitos llamados Delton, y hasta una Delton Pharmacy. Pero no hay ningún Delton héroe salvador de ninguna Patria. El Dallagnol se postula, pero hasta ahora su desempeño es más bien desastrado.
Fue autor, por cierto, de la más grave y extensa de todas las acciones cuyo objetivo clarísimo es eliminar del escenario político brasileño al más popular de los dirigentes de las últimas seis o siete décadas. Entregó en bandeja de plata, a los detractores de Lula da Silva, un arsenal estruendoso.
Pero, al mismo tiempo, esgrimió un cuchillo de doble filo. Era claro que Lula reaccionaría. Al transformar su discurso en un feroz pronunciamiento político, el pobre Delton se adentró en un terreno de batalla en el que Lula es insuperable, y el joven fiscal, un torpe y risible aficionado.
Es verdad que suministró munición a los que no lograron superar a Lula da Silva en las urnas electorales. Algunos, sin límites para su hipocresía, usaron esas herramientas para envalentonarse. El senador Aécio Neves, por ejemplo, uno de los cabecillas del golpe, fue de los primeros. Luego de oír la emotiva defensa personal presentada por Lula da Silva, reclamó la falta de algún tipo de confesión, de mea culpa.
Se olvidó de que es precisamente él, Aécio Neves, uno de los políticos más denunciados en la Operación Lava Jato. Y, claro, que en algún momento podrá dejar de contar con el manto protector de un sistema judicial absolutamente politizado, que por ahora lo protege de verse en la necesidad de confesar.
Delton Dallagnol, en su caminata rumbo al sillón de Torquemada, abrió anchas avenidas para que Lula practique una de sus especialidades más visibles: el discurso de la indignación. Al denunciar a doña Marisa Leticia, el triste fiscal permitió que Lula se dirigiese a su público presentándose no como un ex presidente víctima de una injusticia cósmica o como un dirigente político que tiene que ser derrotado por sus adversarios por cualquier método, ya que en las urnas electorales sigue favorito.
Le permitió hablar como ciudadano indignado. Lula contó de las humillaciones que sufrió con las acciones ilegales y abusivas de la Policía Federal que actuó bajo las órdenes de otro miembro de la Santa Inquisición, el provinciano juez de primera instancia Sergio Moro. “Le dieron vuelta a mi colchón”, contó Lula. “¿Qué buscaban, el oro de Moscú?”. También contó que se llevaron los celulares de sus nietas. “No hay derecho en humillar a mi familia”, gritó un Lula emocionado, que lloró en más de un momento.
El ex presidente Fernando Henrique Cardoso, otro cabecilla del golpe, insinuó que la iniciativa del fiscal Dallagnol quizá no haya sido una idea brillante: “Hay que mirar todo eso con mucha cautela”. Quizá recomendando, con sus palabras, que se mire con la misma (y, en este caso, excesiva) cautela con que la Justicia mira las denuncias contra su partido y sobre mucho de lo que ocurrió en sus dos mandatos presidenciales (1995-2002).
La hipocresía alcanza alturas olímpicas cuando se recuerda algo que Lula da Silva trajo a colación en su pronunciamiento de ayer. Hace unos dos años la Policía Federal encontró un helicóptero cargado con 400 kilos de cocaína. El aparato pertenece al senador José Perrela, amigo personal de Aécio Neves, su aliado en el golpe y en otros negocios no exactamente republicanos.
“Conmigo, dicen no tener pruebas pero tener convicción. En el caso de Perrela hay pruebas, lo que no hay es convicción”, fulminó un Lula da Silva en estado puro.
El mismo Lula que advirtió a los golpistas del Poder Judicial: si creen que esta historia se acerca al final, sepan que está apenas en su comienzo.
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