Domingo, 30 de enero de 2011 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Para Anselmo
Todos los 2 de mayo nos encontramos. Cuando es la fecha dejamos todo de lado, se trate de trabajo o de familia, y nos encontramos. Una vez al año. Nos gusta, al emborracharnos, evocar los que éramos, parte de aquella tripulación. Y no los que somos ahora. Porque ya no somos los mismos. Ya no somos los marinos que fuimos. Kevin ahora es chofer de taxi. Tiene cuatro hijos y una mujer diabética. Michael es vigilante de un supermercado. Es viudo. Tiene una hija heroinómana. Y yo. Yo. Mejor me callo. A mí tampoco me fue mejor. Yo no importo. No es de mí que voy a hablarles. De los tres es Michael quien se encarga siempre de organizar el encuentro, y lo hace con la misma pasión que colecciona películas, fotos, insignias y banderines de barcos de guerra y submarinos. En especial, de submarinos. Los submarinistas somos tipos especiales. Vemos el mundo desde abajo.
Esa noche, Kevin, Michael y yo, al salir del bar y entrar en la niebla del Támesis, tropezamos con Johnny. Estaba solo, una sombra hablándole al río. No lo habíamos vuelto a ver desde entonces. Que se nos apareciera justo en esa noche de aniversario le confería un sentido misterioso a nuestra reunión anual. Kevin fue el primero en reconocerlo. Johnny tenía, como nosotros, no más de cincuenta, pero era un viejo esquelético. Apestaba, como todos los que duermen en la calle. Sabemos reconocer a los derrotados. Y los derrotados somos, a pesar de la victoria, los que estuvimos allí. Allí es las Falklands. Y nosotros, basura bajo la alfombra. Pudimos ver en Johnny al tipo vencido que alguna vez, como nosotros, fue joven y, siendo marino, creyó pertenecer a una estirpe. Uno de los nuestros. Pero el mar, también lo sabemos, se las ingenia para ahogar nuestras pretensiones. Los que fuimos del mar, sin barco, somos homeless.
Creo haberlo dicho: Johnny venía hablando solo. Frases sueltas, algunas más acentuadas. Sonaba a rezo lo suyo. De pronto se calló, mirándonos. A los ojos. Pero no era a nosotros que miraba. Tardamos en darnos cuenta de que pronunciaba nombres. En español. Argies. De memoria los decía. Preguntando a la oscuridad decía cada nombre. Pero nadie le contestaba.
La ballena, le escuchamos decir.
Johnny no estaba borracho.
Y esta es su historia.
Mi padre, un párroco de Manchester, nos había contado Johnny. Cuando lo mandaron a Manchester se convenció de que él era Jonás y Manchester, su Nínive. Un enviado del Señor. Con una misión especial: irradiar la fe. Y yo, cuando no trabajaba en un taller mecánico, era el portero en ese templo con goteras. Me reventaba atender los menesteres del culto. La fe era su problema. No el mío. Pobre, mi viejo. Terminó abandonado por el resentimiento de sus feligreses, los obreros en la calle. Cómo convencerlos de que había un Dios si no había un pan. Las fábricas cerraban, aumentaba la desocupación y, en tanto, los irlandeses morían en sus huelgas de hambre. Mi madre, celadora de un colegio que era un reformatorio. Nuestra casa, angosta, de dos plantas: el olor a frito, los pasos en la escalera de madera que suenan como martillo clavando un ataúd, las risas de la tele, un foxterrier viejo y su hedor en los almohadones, una novia escuálida teñida de azul y con granos. Nos mudamos a Londres.
Mi madre limpió las letrinas de un asilo de idiotas en Bayswater. Era mejor que nada. Para mi padre esta mudanza era otra señal de Dios: Londres, su nueva Nínive. Dios no paraba de mandarle señales. Dios y la ginebra también. Porque a esta altura se había vuelto devoto de la ginebra. Se emborrachaba hasta que los renacuajos, las iguanas y las culebras imaginarias le trepaban por el cuerpo. Mi madre movía su culo gordo calentando a los idiotas del asilo.
No tuve suerte como mecánico. Conseguí trabajo en el lavadero de un hindú. Me quedaba una chance más digna: enrolarme. Un sueldo fijo. De acuerdo: te preparaban para matar. Pero no había nadie a quien matar. El imperio tenía cada vez menos colonias. Y nadie ya se acordaba de la última guerra. Me pagaban por lo que nunca haría.
Mi padre cayó en un hospital de mala muerte. Lo visité una tarde. Qué sabía de la ramera babilónica, me preguntó. No le contesté. Tampoco insistió. Lo último que un hombre debe perder es la fe, me dijo. No clamo por tu perdón, Señor. Y agradezco tu castigo. Aun en la desgracia, conservo mi fe. Le conté que me había enganchado en la Marina. Que me habían asignado a un submarino. Antes de marcharme, me agarró la mano. Puro hueso era. Alambres sus dedos. Si Dios nos somete a una prueba, no podemos huirle, me dijo. Dios es el dueño de todo y todo lo gobierna: los cielos, la tierra, el mar. La tempestad y la calma. El mal le desagrada y pide su castigo. Pero es misericordioso y perdona, aprecia el arrepentimiento. No te enojes, Jonás. Tu misión es terminar la que yo no pude. Nínive, me dijo. Puedo verte llevando el mensaje de la fe. Alucinaba: Jonás, me llamaba. Nunca antes me había llamado por mi verdadero nombre. Que me resistía a ver la señal, me dijo. Para él estaba clara la señal, mi señal: la ballena, dijo. Lo único que me faltaba: continuar su misión de fe. No le quise llevar la contra. No correspondía.
Quedé en visitarlo. Cuando volví al hospital, mi padre ya no estaba. Terminó su última botella y su vida en un rincón de Park Lane.
Londres era otra vez Dickens, si es que alguna vez dejó de serlo.
A Johnny, al principio, le costaba creer no sólo que lo habían admitido en la Royal Navy. También su destino. Y si el padre había entrevisto lo que él se resistía a aceptar, se preguntó. Y si el submarino no era sólo la señal que Dios, padre todopoderoso, le había enviado. Y si el Conqueror era una prueba para que el hijo, convenciéndose de la existencia de Dios, cumpliera la misión que el padre había dejado inconclusa. Y si todo esto era así, entonces qué. Prefirió no pensar en esa dirección. Además, antes, convenía meditar que Dios, de haber existido, le habría concedido a su padre el último voucher de la fe.
A la mierda con Nínive, decidió.
Pero el impulso le duró poco. Nos tocaron misiones de rutina: vigilar a los soviéticos en el Mar del Norte. Johnny ahora estaba metido en sí mismo. A veces su silencio era un sigilo. Aunque ahora formaba parte de un equipo, un seleccionado épico, uno de los nuestros, la Royal Navy, no podía olvidar la profecía paterna. A menudo lo ganaba la ansiedad: no aguantaba la espera, el suspenso. Cierre de escotillas. Una presión en el pecho.
Hay tipos que al volver de la guerra no hablan más del asunto. Otros, para quienes fue lo más importante que les pasó en la vida, no dejan de exagerar su participación, agrandar anécdotas y juntar souvenirs. Michael es uno. Le entusiasman los documentales y los libros sobre Falklands. No se pierde ningún artículo al respecto. Se sabe de memoria la guerra de las Falklands. Como los detalles de nuestro submarino. Y cada vez que puede filtrarse en la conversación, sin pedir permiso, se descarga. Michael le dio precisión al recuerdo:
Con casi noventa metros de eslora, diez de manga y nueve de calado, el submarino nuclear Conqueror provenía del astillero Cammel Laird, en Birkenhead. Lo botaron a fines de los sesenta. Disponía de seis tubos para disparar torpedos Mark 8, Mark 24 y Misiles Arpón. Sumergido podía alcanzar una velocidad de veintiocho nudos. Su tripulación: cien marinos. Nosotros entre ellos. El objetivo, espiar los movimientos de la fuerza naval soviética. En abril del ‘82 anclaba en la Base Naval Faslane. Hasta que un día nos ordenaron entrar en acción. El objetivo ahora era vigilar la flota argentina y en especial un buque que navegaba al sudoeste de Falklands.
Unos militares argies buscaban salvarse y conservar el poder persiguiendo la unidad nacional con una guerra. Alguien dijo que esa guerrita representaba lo mismo para la Dama de Hierro. Johnny no prestó atención. La política no le importaba. Apenas el comandante informó el destino, nos preguntamos qué hacían los argies invadiendo las Shetlands. Creíamos que esas islas estaban cerca de las Shetlands. Shit-lands, bromeó alguno. Por qué no invadieron las Barbados, tan soleadas. Un oficial nos informó que del alto mando pedían que tuviéramos cuidado con las ballenas. Una especie en extinción. Una cosa es la guerra. Y otra la ecología. Que no confundiéramos al enemigo con un cetáceo. Eso les preocupaba.
Johnny sentía el vértigo. Se preguntaba si estaría a la altura de la situación. Kevin era el encargado del sonar y Johnny, el torpedista. Fueron los primeros en advertir el objetivo. El Belgrano se reabastecía de combustible en altamar. Un satélite había detectado al petrolero Rosales, fácil de captar por sus motores diésel. Michael identificó el objetivo en su pantalla. Nos acercamos.
Subimos lo mínimo como para usar el periscopio. Además del Belgrano y el Rosales estaba cerca el destructor Piedrabuena. Informamos a Londres, nos ordenaron perseguir al Belgrano. Que no jodiéramos a las ballenas, recordaron. Ya recibiríamos más órdenes. Dos días después, el 2 de mayo, una tarde de domingo, antes del anochecer, el submarino, a casi dos kilómetros de distancia, disparó sus torpedos.
Johnny los disparó.
Michael, el maniático de los datos, con su obsesión de filatelista, busca completar la historia. Con su detallismo, se acuerda de Pearl Harbor: el Phoenix provenía del astillero New York Shipbuilding. Ciento ochenta y cinco metros de eslora, veintiún metros de manga, siete metros de calado. Quince cañones, tres en cada una de sus cinco torres. Ocho cañones antiaéreos. Veintiocho cañones Bofors. Veinticuatro cañones de veinte milímetros. Hangar para cuatro aviones. Dos montajes cuádruples de misiles Sea Cat. Fue botado un domingo de 1938 y por entonces, en un viaje diplomático, ancló en aguas argentinas. Más tarde, en el Pacífico, sobrevivió el ataque japonés en Pearl Harbor. Superstición, se dirá, pero fue domingo el desastre de Pearl Harbor y también sería domingo el día de su muerte. En Pearl Harbor respondió al ataque, pero no fue alcanzado por las bombas japonesas. Le ordenaron que se lanzara tras los portaaviones enemigos. Más tarde, en los años de la guerra, participó en diferentes misiones. Tuvo su gloria en Filipinas. Le causó bajas importantes a la Marina japonesa. Terminada la guerra, retornó a la Argentina. Lo compró Perón. Habrán oído hablar de aquel Mussolini. Trae mala suerte cambiarle el nombre a un barco. Debieron saberlo los argies. Una fecha folklórica le pusieron: 17 de octubre. Pero no fue por mucho tiempo. Unos militares rebeldes decidieron voltear al tipo. Y emplearon el ahora 17 de octubre para desembarcar en Buenos Aires. No tuvieron mejor idea que bautizarlo por tercera vez: el nombre de un prócer. Esos países bananeros.
Si es verdad que no conviene cambiarle el nombre a un barco, los argies desafiaron demasiado la suerte. El Phoenix sufrió dos nuevos bautismos. Dos domingos, dos bautismos, dos torpedos. Un 2 mayo. El Phoenix estuvo maldito desde el mismo día en que cambió de bandera. Y su destino estaba sellado en esa tarde del’82, cuando dos torpedos del Conqueror lo hundieron en menos de cuarenta minutos. El viento soplaba a ciento veinte kilómetros, las olas medían más de doce metros, la temperatura era de diez grados bajo cero. El Phoenix se encontraba al este de la Isla de los Estados y al Sur de las Falklands. De sus mil tripulantes, perdieron la vida más de trescientos.
El mar estaba encrespado y los torpedos iban a cinco metros de profundidad. Los argies no pudieron verlos. Podíamos imaginar lo que pasaba en el Belgrano. Un marino que camina por un pasillo siente una explosión. Todo se mueve. Tiembla el piso. Se corta la luz. La oscuridad más negra. El silencio que aturde. Alguien grita: “¡Tranquilos, que no pasa nada!”. Entre una y otra explosión hay treinta segundos. El primer torpedo impactó en la sala de máquinas de popa, cerca del comedor y los dormitorios. Los muertos, los heridos. El olor a petróleo intoxica. La onda expansiva provoca una chimenea de quince metros y atraviesa las cinco cubiertas. Treinta segundos. El segundo torpedo acierta en la proa. Se eleva una columna de agua y hierros. Desaparecen quince metros de buque. Más tarde se dirá que de los trescientos muertos del Belgrano la mayoría murió con el primer impacto. Mientras se arrojan al mar las primeras balsas, la tripulación todavía no escucha la orden de abandonar el barco. Marinos desnudos, envueltos en llamas, se retuercen aullando. Los compañeros quieren arroparlos, pero es tarde. El Belgrano se inclina, las balsas siguen cayendo al agua, los marinos saltan. El Belgrano se hunde. Una humareda densa se recorta en el cielo gris. Los náufragos buscan poner distancia del barco. Al hundirse, puede tragarlos. A las cinco de la tarde, cuando los náufragos se alejan del Belgrano, lo ven hundirse. En menos de cuarenta minutos sólo flotan en el océano los cuerpos de los sobrevivientes y las balsas. Es casi de noche.
Divisan unos buques escolta. Pero los buques se esfuman temiendo otro ataque. Unas horas después, un temporal sacude las balsas. Las olas amenazan darlas vuelta, impiden la atención de los heridos. Los marinos vomitan. Les cuesta cerrar los techos de lona. El termómetro baja. En la noche de tormenta, las olas, cada vez más altas. Las balsas se inundan. Los hombres usan su calzado para desagotar. El frío mortal. Los náufragos mean las bolsas recolectoras volviéndolas bolsas de agua caliente. El viento arrastra las balsas hacia la Antártida.
En tanto, el Conqueror, aplicando la lógica de cualquier submarino después de un ataque, se alejaba de la zona evitando ser localizado por las fuerzas enemigas que pudieran acudir en ayuda.
Cuando el submarino ya se encontraba fuera de peligro, algunos nos preguntamos dónde estaba Johnny. Lo encontramos. En su camastro, agarrándose las orejas, tapándose los oídos, en posición fetal, temblando, murmuraba. La ballena, murmuraba. Perdón, Señor, murmuraba. Se agarraba la cabeza, se tapaba los oídos.
Ahora, esta noche, Johnny terminaba de contarnos su versión. Su suerte siempre estuvo escrita, dijo. Una maldición, dijo. Dios lo había traicionado, dijo. Estuve por decirle que la salvación del alma no puede depender de un libro. Menos de uno de fábulas. Qué otra cosa es la Biblia. Pero me callé. Michael también se calló. Con todo su coleccionismo de batallas navales no supo qué decir. Kevin, siguiéndole la corriente a Johnny, lo quiso consolar: al fin de cuentas, sus torpedos habían librado a Nínive de los militares. La historia avanza sobre cadáveres.
Johnny nos miró como perdonándonos.
Se perdió en la niebla balbuceando más nombres.
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