Viernes, 31 de enero de 2014 | Hoy
VERANO12 › JAVIER CHIABRANDO
Tía Ana me reta por haberle llevado alfajores y se come dos casi sin respirar. Martín llega al rato. Tía Ana lo confunde con un vendedor. Martín se ríe pero poco porque su ómnibus se averió a la salida de Buenos Aires. Nos cuenta que encontró a su hermano demasiado gordo y que sus sobrinos apenas le dirigieron la palabra. Llevamos dos años sin vernos porque Martín no va de vacaciones a Mar del Plata, adonde vivo. Le parece poco interesante, menos que Machu Picchu, La Paloma o Búzios. Martín retoma el tema que dejamos pendiente en nuestra última conversación: mi calvicie. Contraataco preguntando quién le corrige los errores de ortografía de sus notas del diario. Más bromas, ahora dedicadas a la claudicación de su soltería y que se vuelven contra mí porque me casé joven y así me fue. Tía Ana come un tercer alfajor. Está igual que siempre. Un poco más insegura, como mucho. Le tiembla una mano y se equivoca con los nombres de los sobrinos de Martín. A ella la veo todos los años en Rosario para el cumpleaños de mi madre, otra que no se resiste a los alfajores Havanna. Tía Ana nos cuenta los chismes del pueblo: muertes, peleas, herencias y alguna infidelidad cinematográfica. Creo que sufre porque ni Martín ni yo le preguntamos aún por Hugo.
–Si van ahora al club lo van a encontrar en pleno ensayo –dice, harta de nuestra falta de curiosidad–. Ahora es todo un actor. ¿Cuánto hace que no lo ves, querido?
Querido contesta.
–Casi diez años, tía.
–No lo vas a reconocer.
Hugo. El tercero de nuestro pequeño grupo indisoluble de amigos de la escuela. Hugo, el que aún vive en Colonia Venezia, el que hablaba de teatro y de poesía cuando nosotros ni sabíamos que existían otras cosas que no fueran el fútbol, las chicas o fumar a escondidas. Llegué a considerarlo un traidor. Seguramente había cambiado en estos diez años pero mediría el mismo metro sesenta escaso de siempre. Ya no estoy seguro de que se haya equivocado al quedarse. Después de todo ni Martín ni yo llegamos al Colón, aunque Martín conoce Machu Picchu.
Martín insiste en entrar al club por una puerta que ya no existe y perdemos un tiempo precioso. Vemos el final del ensayo. En el escenario hay una mujer en plan de vampiresa que persigue a un actor que se niega a sus coqueteos ingenuos. El actor es Hugo, nos dice otro compañero de la escuela al que no nos alegra encontrar de presidente del club. Estamos a más de veinte metros del escenario, hay poca luz, estamos cansados, yo uso lentes y Martín es un distraído, todos atenuantes a nuestra incapacidad de reconocer en ese actor a Hugo. Hugo, el que dicen que es Hugo, continúa con su parlamento. La actriz lo mira como se debería mirar a un ángel si existieran.
–Será mejor que te vayas, preciosa. No quiero que me acusen de abusar de tus vacilaciones. Quiero estar a solas con mis recuerdos.
Dice Hugo, además de otras cosas así de ridículas. La actriz lloriquea a sus pies. “Te daré lo que quieras”, agrega ella. “Ya me lo has dado todo”, contesta Hugo, “ya lo tomé todo, como en la perinola: toma todo”. Ella se refugia en un rincón y Hugo simula que fuma.
–¿Reconocés la obra? –le pregunto a Martín que mira con la boca abierta.
–Ni a la obra ni a Hugo.
Con frases de telenovela que en su boca suenan reales, Hugo maldice a Dios y se arrodilla. Es el final. Encienden las luces. Yo aplaudo de pie y Martín grita “otra, campeón”. Hugo camina hacia nosotros. Será otra vez la luz, el exceso de café o una estupidez que se manifiesta en el pueblo producto de tanto casamiento entre primos, pero en el trayecto Hugo pierde centímetros, volumen, contundencia. No sé cómo la actriz humillada segundos antes resiste la tentación de abofetearlo y cobrarse el maltrato. Al alcance de nuestros brazos es el muchacho humilde y vergonzoso de siempre, incapaz de levantarle la voz a su imagen reflejada en el espejo y que al primer insulto te amenazaría con el hermano mayor, si lo tuviera. Martín y yo lo abrazamos por turnos. Yo vuelvo a abrazar a Martín.
–Linda obra –digo, por decir algo, fiel a mi estilo.
–¿Sí?, a mí me parece una porquería –dice Hugo.
Ella se acerca. Hugo la presenta como Graciela. Ni Martín ni yo la reconocemos. Hugo agrega el apellido. Entonces sí. Había cambiado mucho, de cerca y de lejos. Antes era una flaca insignificante, centro de bromas crueles generadas por el arbitrario hecho de tener una hermana mayor de la que todos nos habíamos enamorado, incluidos Martín y yo. Intercambiamos palabras de rigor sin preguntar por la hermana aunque nos morimos de ganas. Ella se despide recordándole a Hugo el ensayo de mañana.
–Saludos a tu marido –le responde Hugo.
–Dáselos vos mañana en el trabajo –le contesta ella casi gritando.
Hugo quiere contarnos que trabaja en la fábrica de muebles del marido de Graciela, pero nosotros no lo dejamos hablar de ansiosos que estamos por saber si la hermana sigue estando tan buena como siempre, y soltera. Debí imaginármelo. Tanta belleza tenía que tener dueño. Cuando nos dijo con quién se había casado comprendí que me había equivocado en dejar el pueblo. Martín me miraba como diciendo “te lo dije, te lo dije”.
A la noche tía Ana nos muestra los afiches y programas de todas las obras que se montaron en el pueblo desde que se formó el grupo de teatro. Los colecciona. El programa más lujoso anuncia una obra de Durrenmatt. Graciela y Hugo son siempre la pareja protagónica. “Ella tiene talento, no como Hugo, pero es buena”, dice tía Ana con el mismo orgullo con que nos empujó a ir al ensayo. De paso aprovecha para recordarme que Hugo la visita cada semana mientras que yo dejo pasar meses sin llamarla por teléfono.
–Esta obra la filmaron y la mandaron a un canal de televisión de Córdoba –dice y primero señala un afiche y luego a Martín como si fuera dueño de un canal–. Lo quisieron contratar para una novela de Gustavo Bermúdez, pero Huguito no aceptó. Se ve que no quería arriesgar el trabajo en la fábrica –agrega como si necesitara justificar la falta de ambición de Hugo.
Martín cena con nosotros para no tener que soportar a sus sobrinos. Cuando llegamos al bar Hugo nos está esperando. Nos atiende el mismo mozo de los últimos veinte años, o el hijo envejecido prematuramente, calcado al padre en rasgos y gestos. Hugo y Martín piden cerveza y yo vodka.
–Nadie bebe vodka en Colonia Venezia –me responde el mozo y se va sin que yo pueda preguntarle por qué carajo dijo bebe y no toma. Trae cerveza para los tres.
Hablamos al unísono, a los gritos, desacreditándonos, culpando al tiempo; ni Martín ni yo le preguntamos a Hugo cómo logra su excepcional transformación en el escenario. Martín asegura que es esquizofrenia. Yo apelo a una explicación más adecuada a mi mentalidad de empresario de poca envergadura: Hugo logró dominar una técnica que le permite todo, hasta simular un aumento de estatura. Mi explicación no es feliz pero no encuentro otra. Durante la cena habíamos intentado que tía Ana nos diera una pista. Ante mi teoría dijo:
–Hugo no estudió teatro. Se la pasó trabajando.
Martín insistía como buen periodista que es. Por suerte tía Ana no lo oyó.
–Es un caso típico de identificación múltiple. Es por eso que él puede parecerse a diferentes personas cuando lo desea. Incluso, si quisiera...
Ya me lo temía yo.
–... a tu tía Ana.
Me imaginé a Hugo comiéndose media docena de alfajores pero mi desconcierto no cedió.
Acompañamos a Hugo a su casa y Martín y yo caminamos por el pueblo vacío, hablando de nuestras vidas junto a la hermana de Graciela. Martín se burla porque ella me dejó por él. Se hace el que no recuerda que ella lo dejó por el tonto que hoy es el marido. Frente a la casa del hermano me pide que le ayude a terminar una botella de whisky que Jorge guarda para cuando se muera el papa. Desde la vereda oímos gritos. La ventana abierta deja ver medio cuerpo de Jorge. Es verdad, está gordo. Un pibe en calzoncillos y con los pantalones en la mano sale corriendo por la puerta de calle. Me asomo aún más sin que me importe pisar el jardín. Martín no sabe qué hacer pero me sigue. Jorge está rojo de ira y patea almohadones como si fueran pelotas de fútbol. Nada de eso intimida a su hija, una adolescente con cuerpo de mujer y cara de mujer y actitudes de mujer que por toda respuesta recoge su ropa del suelo. Martín vuelve a la vereda y me deja solo en el jardín. Yo piso las flores sin culpa. Son flores, volverán a crecer y a morir. Las tetas desnudas de la sobrina de Martín y el resto del cuerpo apenas cubierto por la bombacha me catapultan a veinte años atrás. No sé si Martín sabe que estoy viendo a su sobrina desnuda. Tal vez nadie en el mundo sabe lo que veo, qué estoy haciendo, quién soy. La chica le da la espalda al padre y desaparece por una escalera sacudiendo el culo pequeño y bajo en calorías de mujer moderna. Martín y yo entramos a la casa. Como si lo vivido fuera la cosa más normal del mundo, Jorge nos recibe con una sonrisa, me abraza y acto seguido nos hacemos cargo del whisky seguros de que siempre habemus papas mortales.
A la mañana siguiente recorro el pueblo con la bicicleta destartalada de tía Ana. La sobrina de Martín no aparece. Gente me saluda y me da charla sobre cosas que no me importan pero que me evitan dar más vueltas de las que mi salud es capaz de resistir. Almuerzo, duermo la siesta y llego puntualmente al ensayo. Asistir a uno de los grandes momentos del teatro contemporáneo debe ser un privilegio que me fue otorgado por alguna buena acción que cometí y olvidé. Hugo y Graciela ensayan la escena más importante de la obra. Nada puedo decir del trabajo de ella. Tal vez tiene talento; es imposible saberlo. Es una hoja arrastrada por un huracán, el Hugo. La voz de Hugo la acaricia pero en contraste sus músculos se tensan como si la fuera a golpear. Ella no sabe si alejarse o no, pero no importa porque Hugo la atrae para luego empujarla hasta el límite del equilibrio mientras sonríe de una manera que no se puede expresar en ningún libreto. Con una copa en la mano le da vueltas alrededor como si le oliera el miedo. Ella escapa con pasos tan indecisos que no puede llamarse escape, pero insiste y llega al borde del escenario. El la llama de un grito y la toma en sus brazos y la besa de la misma manera que mi tío Oscar debió besar a mi tía Ana. Aplausos, luces. El descanso. El presidente del club nos presenta al marido de Graciela. Se llama Daniel. Martín se permite una nueva exhibición de sus avances intelectuales.
–Viste, también puede transformarse en él.
Si tengo que buscarle una explicación al parecido asombroso que existe entre el marido de Graciela y Hugo (sobre el escenario), no me queda otra que volver al nunca aclarado asunto del dominio técnico de nuestro amigo. Es verdad que todos, más o menos monos, podemos recuperar unos centímetros al enderezarnos. Pero, ¿y el pelo y los brazos y los rasgos y la voz y la forma de caminar? Martín ya no insiste con su teoría de la esquizofrenia. Acaba de comprender. ¿Es que solamente nosotros dos nos damos cuenta? ¿Tanto agota los sentidos la cercanía y la convivencia de los habitantes del pueblo que todo desemboca en bromas calcadas y sospechas nunca aclaradas?
La noche del estreno nos sentamos en segunda fila con tía Ana en el medio. Amigos y conocidos saludan desde lejos. Ex novias mías y de Martín ni nos reconocen. La hermana de Graciela no está. Qué pena. Me hubiera gustado decirle que me voy a casar con la sobrina de Martín, que anda por ahí y vestida no parece gran cosa. A cinco minutos de comenzar la obra anuncian cambios.
–¿Qué pasa? –me pregunta tía Ana que ya no oye demasiado bien.
–Graciela está enferma. Sale una reemplazante –le explico que en teatro suelen estar preparados para solucionar este tipo de problemas. Pero no son los procedimientos de la producción teatral lo que le preocupa. “No puede ser, no puede ser”, dice. Se abre paso entre la gente y se va. Me parece que repite “pobre Huguito, pobre Huguito”.
La obra se llama Camerata obscena, es de un autor de Rosario, desconocido para mí. Buen título. Adecuado. Lo que vemos Martín y yo, lo que nadie quería ver, está ahora a pocos metros, bien iluminado, sonorizado, gritado. Obsceno. Hugo es Hugo. Actúa como Hugo, siente vergüenza y corre sin ninguna convicción detrás de la reemplazante. Ella parece dispuesta a dejarse atrapar pero él no quiere hacerlo. Si no es Graciela: ¿ella no se da cuenta? ¿Por qué insiste? Miro a los amigos en común aturdidos de vergüenza ajena. Era mejor no saber, ¿verdad, chicos? Diez minutos, media, una hora después, el milagro no sucedió. La actriz hizo lo que pudo: ocupó el centro del escenario, evitó que Hugo termine adentro de los armarios de papel, lo sacudió sin despertarlo. Hugo parecía aliviado de que alguien hiciera el trabajo pesado por él.
Martín me aprieta el brazo por enésima vez. Es el momento ideal para anunciarle que me pasé a su familia y no lo hago. Qué pena que estabas equivocado, Martín, qué pena que los síntomas de nuestro amigo no revelan una sencilla e incurable mutación de la personalidad. Por desgracia es algo más sencillo: un amor que no será jamás correspondido. Me imagino a Hugo mirando de reojo cada acto de Daniel preocupado por crear una copia fotográfica. Sí, Hugo, admito que es el trabajo ideal, mejor que ser actor en Hollywood. Bajo la cabeza para no tener que taparme la cara. Martín me saca del club a los empujones.
Nos separamos sin hablar, avergonzados de nuestras teorías, orgullosos de Hugo, tristes de tener que irnos, aliviados. ¿Es posible que un amigo sea un absoluto desconocido? ¿Conozco a Martín? ¿Sabrá él lo que me causa insomnio? ¿Le importará?
Tía Ana está sentada en un sillón y mira la pared. No me pregunta nada. No es ella la que necesita una explicación.
–¿Desde cuándo, tía? –le pregunto al rato.
–Yo era la única que lo sabía. Ahora debe estar en boca de todos.
–¿Tanto la quiere?
–¿A vos qué te parece?
Creo que intenta apabullarme y lo logra.
–No te preocupes por él –dice–. Cuando ella vuelva a actuar todo se va a encaminar.
A la mañana me pruebo el pulóver que me tejió y me despido con la promesa de volver pronto y de no traer alfajores. Voy a volver para el cumpleaños de dieciocho de mi futura esposa, pienso sin decírselo. En la estación está Martín. Lo primero que me dice es que lamenta no ver a sus sobrinos más seguido. Juliana le regaló un disco de la Mona Jiménez. El ómnibus llega y detrás lo hace Hugo, justo como para no poder explicar demasiado. El tampoco sabe que me despierto cada madrugada asustado. Alguna vez se lo voy a contar, alguna vez.
-Qué lástima que no se puedan quedar –dice.
¿Se refiere a hoy o a nuestra gran huida hace ya mucho tiempo? Nos decimos cosas con años de atraso porque nos negamos a ser desconocidos. Aceptamos nuestra cuota de derrota, la sospecha de que siempre estuvimos equivocados. Nosotros por irnos, Hugo por quedarse. Pero, mires el problema como lo mires, no parece existir una solución. Sólo dudas, incertidumbre, deseos de retroceder y al fin miedo, quizá el miedo que me despierta cada madrugada.
Miro la cara franca y noble de mi amigo y siento la vergüenza de no haber tenido la voluntad de quedarme en lugar de perseguir molinos que nunca podrían ser confundidos con gigantes. Es la cuota de desconfianza, mi cuota, que tarde o temprano debía alcanzarme. La acepto acá, de pie, bajo el sol, en mi pobre y pequeño pueblo, a dos metros del ómnibus que me volverá a sacar de este lugar tal vez para siempre. El problema es que después de diez años olvidé si dejé algo atrás que valía la pena defender. El único que parece estar seguro es Hugo, Hugo el gigante, Hugo el eterno, Hugo, el que logró quedarse para luchar, el que encontró su molino, el que lo fabricó.
Graciela murió una semana después. Murió desconociendo a su familia y a su marido. A Hugo también, por supuesto. Tía Ana me lo cuenta al teléfono, con palabras y detalles precisos, para que yo entienda bien que la noche que volvieron a hacer la obra como homenaje a Graciela, al ver a Hugo, el actor, sobre el escenario, vomitando palabras para la destinataria ausente, la gente del pueblo, amigos o no, Daniel incluso, la hermana de Graciela y sus hijos, el tonto del marido, todos presentes, lloraron como sólo se puede llorar cuando se nos revela algo demasiado bello, algo para lo que nuestros corazones cansados no están preparados. Poco importa que esas palabras hayan sido escritas por otro hombre para otra mujer, tal vez protagonistas de un amor correspondido. Importa Hugo y su amor y su molino de viento. Algún día le voy a contar que cada madrugada me despierto asustado. Algún día, lo juro.
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