Domingo, 10 de enero de 2016 | Hoy
Por Jorge Consiglio
En junio de 1912, un buque mercante demoró más de la cuenta en entrar a Buenos Aires. Fueron horas de espera que los pasajeros –todos en cubierta– aprovecharon para reunir elementos con los que imaginarían el futuro. Vieron grúas, silos, un grupo de gente helada –la temperatura era de 0– y el perfil dentado de una torre. El resto estaba vedado por la neblina. El descenso del barco –un completo caos– constituyó el fin de una etapa; sin embargo, en la cabeza de los recién llegados se impuso el nacimiento de la siguiente. Sintieron que la vida se iniciaba, que empezaban de nuevo. De la multitud se desprendió un muchacho –corpulento, alto, pelirrojo– que atravesó el puerto con paso rápido, como si lo conociera, y salió a las calles del centro. Se llamaba Czcibor Zakowicz. Llevaba una valija de cartón, un saco de lona y, en el bolsillo, un papel con una dirección y un nombre anotados. Lo esperaba un pariente lejano, un primo de un primo que lo hospedó y le dio comida. Zakowicz hizo el resto. Consiguió trabajo con un ebanista y, en poco tiempo, supo que su relación con la madera no iba a ser la de un artesano. Fue ordenado y próspero. Montó una carpintería en el barrio de Flores y tuvo el talento para idear mitologías caprichosas. Mezclaba trabajo con tradición y sacrifico.
A partir de los cuarenta y cinco años, le comenzó a crecer el vello de las cejas. Se transformó en una pilosidad brutal, arbitraria y encrespada que cubría el arco superciliar y se volcaba hacia abajo, entraba en la cuenca del ojo, se plegaba sobre sí misma y rozaba el párpado. En los primeros años, Czcibor Zakowicz intentó domesticar esos vellos. Más por pudor que por estética, los cortaba cada semana. Pero, se sabe, la desidia se impone aún entre los más tenaces. Al poco tiempo, Zakowicz se abandonó a su nuevo aspecto y algo en su mirada cambió. Lo mismo le pasó a uno de sus nietos cuando cumplió cincuenta. Heredó de su abuelo el desborde de las cejas y estuvo incómodo hasta que se resignó. Heredó también un sentido de urgencia que lo impulsó en su actividad. Se dedica al negocio inmobiliario. Por guardar una tradición de sangre –un absurdo romántico–, lo llamaron Anatol, así lo anotaron en el Registro Civil. Él, diestro como ninguno, usó el exotismo de su nombre –no de su apellido, de su nombre– como marca. Fue el término ideal para combinar lo simple con lo desacostumbrado, dos factores decisivos para vender propiedades en los barrios de moda. Anatol, casado con una mujer blanquísima, entiende como nadie el secreto de su época, su esencia voluble. El logo de su empresa, por ejemplo, está diseñado sobre la base de un ex libris danés del siglo XIX intervenido con letra garamond: la eficacia de extremar el artificio; esto implica la estética del desafío, la bravata. Todo como una gran y efectiva mascarada. Nada se le oculta al cliente, nada, ni siquiera su condición de imbécil.
La última gran movida de Anatol fue trasladar su oficina al edificio Bencich de Diagonal Norte. El lugar que reservó para su escritorio está ubicado en el noveno piso. Es una sala espaciosa decorada solo con un enorme cuadro. Hay algo paradójico en el lienzo: al primer vistazo, el observador se siente conmovido por la quietud de la imagen y, al mismo tiempo, por su furioso dinamismo –cada línea cobra sentido a partir de un punto situado en el infinito–. Representa la cara de un hombre ni viejo ni joven, con barba y gesto inexpresivo. Esa obra simboliza otro de los gravosos caprichos de Anatol. Se trata de la reproducción de un daguerrotipo que le dejó su abuelo Czcibor. El que la hizo fue un tal Zorroaquín, uno de los artistas mejor pagos del momento.
En verdad, el nuevo despacho modificó la conducta de Anatol. Debilitó considerablemente algo que a él le preocupa y que llama productividad. La vista de su oficina es irresistible. Vive con los ojos clavados en las cúpulas de los otros edificios: la neocolonial del Banco de Boston, la geométrica de La Equitativa del Plata, la neoclásica del otro Bencich; al sur, la torre de la Legislatura y, al oeste, los perfiles del Palacio Barolo y el Congreso Nacional. También lo pierde la extensa franja de río que hay detrás de Plaza de Mayo. Además, existe otro distractor para Anatol en ese edificio. Se llama Von Hefty. Es abogado y tiene su estudio en el octavo piso. Su padre, húngaro, fue un despótico pastor protestante. La segunda vez que subieron en el ascensor, Anatol y Von Hefty intercambiaron un discreto saludo, pero tuvieron la certeza de que se iban a entender; la tercera, hablaron de algo que es pasión para los dos: el ajedrez. Estudian las jugadas de los mejores del mundo en partidas históricas. Las comparten. Discuten. Ahora están con una de 1866 en la que el austríaco Steinitz derrotó a Andersson. Anatol la tiene en la tablet y no puede dejar de repasarla. La estudia. Por momentos, decodifica –o cree hacerlo– el proceso lógico de Steinitz, su sistema, y se siente él mismo Steinitz, como si un hombre más inteligente habitara su cerebro y los flujos de ideas de ambos –huésped y visitante– discurrieran paralelos hasta un punto y desde allí se unieran y lograran complementarse. Cuando sucede esto, lo desborda el terror y una rara euforia. Se para, camina hasta la ventana. Respira varias veces por la boca. Llama a su mujer y le cuenta lo que acaba de vivir. A veces, toma té verde para volver a la calma. Ahora mismo es víctima de ese estado de excitación, pero como la jugada que entendió termina en jaque mate, no hace nada de lo acostumbrado sino que baja a compartir su hallazgo con Von Hefty. Es un piso y Anatol quisiera recorrerlo en un segundo. Vuela escalera abajo con la tablet en la mano. De pronto, la misma dichosa iluminación que lo empuja, sin prólogo ni aviso, le quita la vista. Queda ciego como un topo. Entiende a medias la sucesión de escalones y cae de boca. Rueda. Lo detiene una puerta. Herido en carne y ánimo, tiene un pensamiento antes de irse de sí. Cree que es el fin.
Despierta en el sanatorio de la calle San Martin de Tours. Lo primero que ve es a su esposa, Iris de nombre, altísima y elegante, hablando con un cura. La gestualidad del religioso deja en claro lo complejo del asunto que discute. Anatol siente los labios secos, se muere de sed; sin embargo, pasa un rato hasta que pide agua. El líquido atraviesa el esófago y Anatol siente que su umbral de dolor está a años luz de lo que él suponía. Entonces, como si fuera un chico, se tapa la cara y llora. No hacía eso desde los doce años.
La curación es tan lenta que durante semanas no se registran cambios. Según los médicos, eso ya es un avance. Le explican a Anatol que estuvo a punto de morir. El dato es útil para callarlo: no soportan sus lamentos. Hacen gestos cuando él no los ve. Iris, displicente, vigila la convalecencia de su marido en su visita de la tarde; el resto del día, el doliente permanece solo. Habla con los enfermeros uno le cuenta cosas mínimas: la forma de preparar el mate de la mañana y ve cómo se trasfigura la habitación con el paso de las horas. Por las noches, el Clonacepan lo duerme bien; sin embargo, tiene un sueño a repetición que lo obsesiona. Se trata de una imagen: un hombre vestido a la moda de los 50, que es, a la vez, otro y él mismo, acaricia a un enorme gato en un sitio público. A la tercera repetición, se entera que ese espacio es un café de la calle Brasil. Lo sorprende la nitidez de la imagen. Todo termina cuando una mañana le anuncian el alta. Se esfuma el sueño insistente y la bendición del buen descanso. Anatol se preocupa por reintegrarse a su vida. Imagina lo cotidiano y se emociona. Siente que no tiene vigor para seguir.
Retoma la actividad de a poco. Desayuna fruta, jugo de naranja, algún dulce. Almuerza carne de ternera bien cocida. Evita las trasnoches y el frío. Retoma la inmobiliaria y la charla con Von Hefty, que ahora es un tipo lacónico, casi cortante, quizás debido a la culpa por el accidente de su amigo.
Hoy es miércoles a la tarde y Anatol recibe un llamado de su mujer. Le propone una distracción: ir a la costa el fin de semana. Dice que les va a venir bien, que no hay mejor remedio que ver el mar. Anatol no tiene voluntad para encarar la ruta; sin embargo, conserva la esperanza de que el viaje suprima el resquemor que sufre. A partir del accidente, observa que la realidad se trastocó. Hay un debilitamiento de las cosas. Ahora el mundo es leve, aéreo. Puede desaparecer, cambiar de estado o de forma.
Iris llevó el auto –un Kia blanco– a la concesionaria para chequear su estado. Armó dos bolsos chicos y compró un budín de manzana para el camino. Es viernes y son las seis de la mañana. Bajan por la calle Junín hacia el sur. Anatol está al comando. Se acaba de afeitar; su olor seco es la fragancia 212 de Carolina Herrera. Disfruta la voz grave de su mujer, la aspereza del volante y la intimidad de la cabina. La ciudad está desierta. Un viento fresco mueve las ramas y arrastra las hojas hacia las bocas de tormenta. Por la avenida Córdoba avanza un colectivo. Está solo, desterrado; de su escape sale una columna de humo negro. Más adelante, un grupo de perros huele basura; unos metros a la izquierda, en la misma cuadra, un portero enrolla una manguera infinita. Los sonidos son amortiguados y escasos.
El Kia es una cápsula insonora. Rueda casi sin rozar el asfalto y se vuelve autónomo. En la esquina de Corrientes lo detiene un semáforo. Cruza un tipo casi sin cara con un bolso al hombro. Mira el piso. Entra o sale de trabajar. Cuando pisa la vereda, el semáforo da paso. El auto se pone en movimiento.
Todo fluye: las cuadras se suceden en un agradable vértigo. Son la excusa para distraerse en los detalles, una escena muda, el marco ideal para pensar en otra cosa. Anatol y su mujer experimentan una serenidad desacostumbrada. Ingresan a un limbo de calma. Se alejan de lo frecuente: el rigor habitual se desdibuja. Hace años que no se sienten así, tan reposados. Es por eso, justamente, que cuando cruzan Rivadavia y una mala maniobra –un cruce, una distracción, una torpeza– los pone en riesgo, la sorpresa, literalmente, les hiela la sangre. Iris no entiende qué pasa; Anatol, menos. Clava las uñas en el volante; abre bien los ojos. Supone que no es culpable de nada, por eso se asombra –y, enseguida, se enardece– cuando escucha que desde una camioneta Suran alguien lo insulta. El tipo es joven, debe tener menos de cuarenta. Viaja con una bocona maquillada. Anatol no se hace esperar: es recíproco en la agresión. Ya están los dos dispuestos. Bajan las ventanillas. Hacen gestos de amenaza. Cierran los puños y los sacuden en el aire. Se desgañitan. La calle es un páramo: esta particularidad triplica el absurdo de la escena. De pronto, el conductor de la Suran no puede más. Llega al clímax. Da un volantazo y bloquea el paso del Kia. Anatol podría dar marcha atrás, poner primera y seguir su camino –al fin y al cabo, es un convaleciente–, pero no reacciona. Espera que el tipo baje del auto. Lo ve venir. Cree reconocer su cara, comprende enseguida que es igual a un enfermero del sanatorio en el que estuvo internado. Anatol toma aire por la nariz. Su rival es gordo, cuadrado, de cara achinada. Juega a exagerar un bamboleo, como si estuviera borracho, y esa exageración es una ferocidad y una burla. Invita a Anatol a pelear. Hay unos segundos en los que el mundo se detiene; no se trata de la parálisis de la duda ni de la sensatez del miedo. Es el momento. Anatol, entonces, mira de refilón a su mujer. Abre la puerta del auto y mientras su pie busca el asfalto entiende que la batalla que está a punto de librar es tan necesaria como insensata.
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