Martes, 12 de agosto de 2008 | Hoy
Por Noé Jitrik
En una época remota, para muchos mitológica –era en 1947–, conseguí un empleo en un negocio que estaba en la calle Florida, caminar por la cual era para mí un sueño de chico de barrio. Tenía prestigio ese negocio porque llevaba el nombre de una muñeca muy apreciada por las niñas porteñas de buen ver y mejor pasar; además, cosa que poca gente, y muy exclusiva, conocía, producía ropa de calidad, modelos que se distinguían de lo que ya era una tendencia hacia la vulgaridad que empezó a afligir a esa esplendorosa calle y a convertirla en un zoco. El establecimiento pertenecía a un grupo, creo, de personas de vastos apellidos y de presencia cultural y psicoanalítica. Todavía recuerdo al maestro Arnaldo Rascovsky entrando al local con pasos entusiastas mientras rugía “qué bien me siento”, frase que condensaba la teoría y la práctica de tan noble oficio.
La atmósfera de la oficina contable en la que revistaba me era grata y, como había empezado a frecuentar la cercana Facultad de Filosofía y Letras, el gerente comercial me obsequió un Platón, el Parménides, que todavía tengo, pero cuya lectura pospuse por tiempo indeterminado. Lo político era manejado con prudencia y no empañaba las jornadas de trabajo y la armonía que reinaba desmentía toda posibilidad de lucha de clases, lo que no quiere decir que el mundo exterior no penetrara de alguna sinuosa manera; en pocas palabras, lo político sobrevolaba todo y en todas partes y cuando se mencionaba el registro era indudable y convencidamente antiperonista.
De hecho, nadie de los que convivían ahí declaraba ni esa ni otra filiación, lo que no impedía que una de las clientas más pragmáticamente estimadas de la casa fuera la mismísima Eva Perón. Por mis propios ojos pasaron facturas de la ropa que encargaba y que le era probada por las más altas jerarquías de la casa para ser luego finamente confeccionada. Yo sé que muchos desearían pensar en un trato desigual por parte de tan alta investidura; debo decepcionarlos: tales facturas eran pagadas en término y religiosamente. Sé, desde luego, que Eva Perón se proveía también en otros lugares, y que nunca compró en nuestra –por decir algo– tienda, esos tapados de piel que realzaban su señorío y que la hacían aparecer como una divinidad deslumbrante y maravillosa a quienes ella misma llamaba los “humildes” y, enfrente, sin cuidado ninguno en el lenguaje, como una desvergonzada arribista sin escrúpulos a muchos otros y, en especial, a muchas otras: era notorio, y parecía un argumento político decisivo, que la ropa que ella portaba y exhibía poseía la virtud de ofender personal e individualmente a esas personas que, por otra parte, eran clientas de las mismas casas y acaso de otras mejores, de similar precio y calidad.
No voy a hermosear mi pasado, pero para mí y para gente como yo ni una ni otra respuesta al vestuario de Eva Perón eran un tema; ni siquiera importaba semiológicamente, como vino a importar unos años después en relación con la importante cuestión de la moda, y menos aún en lo político. Era otro el asunto sin que pueda decir con absoluta claridad cuál era el asunto, lo cual ahora, decirlo o no decirlo, es irrelevante, deja paso al hecho de que al parecer la ropa que se usa o se deja de usar o cómo se la usa es un asunto muy conmovedor: observamos la ropa que usan los otros, elegimos la nuestra –buscamos un estilo–, nos plegamos a lo que otros usan –es lo que se llama la moda–, censuramos, exigimos y, por lo general, siempre estamos insatisfechos con lo que tenemos. Una de mis más queridas amigas tiene una inclinación irresistible por los zapatos, los compra por donde vaya, su colección es asombrosa pero enteramente privada; se decía que el general Lázaro Cárdenas, que siempre aparecía con el mismo traje, en realidad tenía treinta y uno iguales, se ponía uno diferente cada día pero era el mismo; había resuelto, mediante la cantidad de trajes oscuros, el grave conflicto filosófico entre semejanza y diferencia.
La historia, en ese sentido, tiene paralelismos desconcertantes: su registro ha dado lugar a frases como “segundas partes nunca fueron buenas” que podrían aplicarse a los paralelismos que nos obsequia la historia del peronismo: Perón no pudo imponer a la más que significativa Evita como vicepresidenta, aunque hubiera estado magníficamente vestida, pero se dio el patético gusto de hacerlo con Isabel Martínez, de pálido recuerdo y de tanta sensibilidad a la ropa que en España llegó a ser importante socia de El Corte Inglés, ese espectacular emporio vestimentario que ningún turista que se precie deja de visitar en Madrid. Ahora, muchos sienten que el que Cristina Fernández de Kirchner haya sucedido a su cónyuge en el alto sitial rosado reproduce lo que parece una irresistible tendencia monárquica, propia de sistemas regidos por un personalismo muy fuerte. “Nunca segundas partes fueron buenas”, piensan algunos prudentes con melancólica resignación.
Pero esa sensación de regresar paralelísticamente al pasado no habría tomado forma ni expresión de no haberse producido el conflicto que llamaremos agrario por no entrar en precisiones demasiado exquisitas entre grandes, pequeños, medianos, acopiadores, exportadores, sojeros, trigueros, ganaderos, etcétera, para eso están los sociólogos y los politólogos. En determinados sectores de la sociedad, no necesariamente campesinos, empezaron a brotar las críticas, que entre julio de 2007 y marzo de 2008 eran silenciosas y atenuadas, a ese hecho sucesorio pero con más fuerza –cuesta decirlo porque da un poco de vergüenza– al atuendo de la presidenta de la Nación: la ropa desplegó su potencia significante y de un conjunto de observaciones sarcásticas se pasó rápidamente, en especial entre hombres y mujeres bien vestidos, a calificaciones de tipo personal ligeramente denigratorias y políticamente adversas: la ropa que usaba Cristina parecía ser la causa de perversiones fatales, la de imponer retenciones a los exportadores de granos sin ir más lejos.
Se ve, espero, el punto al que estoy tratando de aproximarme. Es un punto problemático no sólo porque quienes se expresan con rabia y desdén respecto de Cristina Fernández dejan salir dificultosamente que en realidad lo único que tienen para criticar es su ropero, sino porque ese modo de manifestación, que es en realidad un sentimiento, se funda en una fantasía de posesión que, como todas, desea ser única y exclusiva.
Dicho de otro modo, el ropero de Cristina, porque se ha desplegado y hecho evidente, ha desplazado la fantasía de muchas personas, señoras en particular, que desearían que sólo el suyo existiera, así como mi amiga, “Nuestra Señora del Calzado”, desvía la conversación cuando alguien, a propósito o por casualidad, elogia los zapatos que se acaba de comprar. La fantasía posesiva y excluyente está sufriendo sin decírselo, pero, en cambio, insultando a Cristina por sus cambios de ropa, por sus carteras de marca, por su peinado, se desplaza y concluye en una condena política, llena de furiosos e incontenibles adjetivos como cuando un peluquero ha sido seducido por una amiga y empieza, como un vil traidor, a ennoblecer su cráneo y a dejar un poquito de lado a la que primero lo descubrió y entendió como su posesión absoluta. Nadie aguanta que otros entren en su terreno y menos cuando ese terreno es el del deseo de posesión.
En eso, me parece, consiste casi todo, es una lucha de fantasías –¿la de la belleza única e incomparable?– porque quien se siente de ese modo despojado de la propia en realidad teme que se cumpla la amenaza, siempre presente, de perder el trono, de dejar de ser adorada/o por una belleza que tiene la ropa como sostén; tal vez admita, en alguna parte de su conciencia, que no podría tener tanta ropa y de lujo, pero le sigue resultando insultante que alguien pueda tener más y como declararlo de ese modo, con todas las letras, sólo sería posible en el diván del psicoanalista, lo que en cambio le parece permitido hacer es traducir tal temor a lo político, que es el lugar de lenguaje en el que confluyen múltiples razones o razonamientos o resentimientos o insatisfacciones, y una vez adentro nadie clasifica ni matiza, estamos todos de acuerdo, las retenciones son una aberración.
En ese juego de fantasías, quien tiene un tesoro celosamente guardado en su ropero lo tiene para sí, para seducirse, no para seducir a las masas, que a eso se destina, con ropa, con peluquería, con gestualidad, una imagen que se construye con una política finalidad, ¿o una ilusión?, de la que se esperan grandes resultados.
Que por el lado de la lógica política la elección de la ropa genere éxitos es otra historia que, tal vez, en su momento, se pueda escribir.
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